jueves, 27 de febrero de 2014

Lectura 18

DIARIO ANA FRANK
LECTURA 18
Alegría Fernández


PARTE III
Era propio de las mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar.
Al profesor Keesing le hicieron mucha gracia mis argumentos, pero cuando en la clase siguiente  seguí  hablando,  tuve  que  hacer  una  segunda  redacción  esta  vez  sobre  «La parlanchina empedernida». También  entregué  esa  redacción,  y  Keesing  no  tuvo  motivo de  queja  durante  dos  clases.  En  la  tercera,  sin  embargo,  le  pareció  que  había  vuelto  a pasarme de la raya. «Ana Frank, castigada por hablar en clase. Redacción sobre el tema:
"Cuacuá, cuacuá, parpaba la pata".»
Todos mis compañeros soltaron la carcajada. No tuve más remedio que reírme con ellos, aunque  ya  se  me  había  agotado  la  inventiva  en  lo  referente  a  las  redacciones  sobre  el parloteo.  Tendría  que  ver  si  le  encontraba  un  giro  original  al  asunto.  Mi  amiga  Sanne, poetisa excelsa, me ofreció su ayuda para hacer la redacción en verso de principio a fin, con lo que me dio una gran alegría. Keesing quería ponerme en evidencia mandándome hacer  una  redacción  sobre  un  tema  tan  ridículo,  pero  con  mi  poema  yo  le  pondría  en evidencia a él por partida triple.
Logramos  terminar  el  poema  y  quedó  muy  bonito.  Trataba  de  una  pata  y  un  cisne  que tenían  tres  patitos.  Como  los  patitos  eran  tan  parlanchines,  el  papá  cisne  los  mató  a picotazos. Keesing por suerte entendió y soportó la broma; leyó y comentó el poema en clase y hasta en otros cursos. A partir de entonces no se opuso a que hablara en clase y nunca más me castigó; al contrario, ahora es él el que siempre está gastando bromas.
Tu Ana
Miércoles, 24 de junio de 1942
Querida Kitty:
¡Qué  bochorno!  Nos  estamos  asando,  y  con  el  calor  que  hace  tengo  que  ir  andando  a todas partes. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo cómodo que puede resultar un tranvía, sobre todo los que son abiertos, pero ese privilegio ya no lo tenemos los judíos: a nosotros nos toca ir en el «coche de San Fernando». Ayer a mediodía tenía hora con el dentista en la Jan Luykenstraat, que desde el colegio es un buen trecho. Lógico que luego por  la  tarde  en  el  colegio  casi  me  durmiera.  Menos  mal  que  la  gente  te  ofrece  algo  de beber sin tener que pedirlo. La ayudante del dentista es verdaderamente muy amable.
El  único  medio  de  transporte  que  nos  está  permitido  coger  es  el  transbordador.  El barquero  del  canal  Jozef  Israëlskade  nos  cruzó  nada  más  pedírselo.  De  verdad,  los holandeses no tienen la culpa de que los judíos padezcamos tantas desgracias.
Ojalá no tuviera que ir al colegio. En las vacaciones de Semana Santa me robaron la bici, y la de mamá, papá la ha dejado en casa de unos amigos cristianos. Pero por suerte ya se acercan las vacaciones: una semana más y ya todo habrá quedado atrás.
Ayer  por  la  mañana  me  ocurrió  algo  muy  cómico.  Cuando  pasaba  por  el  garaje  de  las bicicletas,  oí  que  alguien  me  llamaba.  Me  volví  y  vi  detrás  de  mí  a  un  chico  muy simpático  que  conocí  anteanoche  en  casa  de  Wilma,  y  que  es  un  primo  segundo  suyo. Wilma es una chica que al principio me caía muy bien, pero que se pasa el día hablando nada más que de chicos, y eso termina por aburrirte. El chico se me acercó algo tímido y me dijo que se llamaba Helio Silberberg. Yo estaba un tanto sorprendida y no sabía muy bien  lo  que  pretendía,  pero  no  tardó  en  decírmelo:  buscaba  mi  compañía  y  quería acompañarme al colegio. «Ya que vamos en la misma dirección, podemos ir juntos», le contesté,  y  juntos  salimos.  Helio  ya  tiene  dieciséis  años  y  me  cuenta  cosas  muy entretenidas.
Hoy por la mañana me estaba esperando otra vez, y supongo que en adelante lo seguirá haciendo.  
Tu Ana
Miércoles,1ºi de julio de 194.2  
Querida Kitty:
Hasta hoy te aseguro que no he tenido tiempo para volver a escribirte. El jueves estuve toda la tarde en casa de unos amigos, el viernes tuvimos visitas y así sucesivamente hasta hoy.
Helio y yo nos hemos conocido más a fondo esta semana. Me ha contado muchas cosas de su vida. Es oriundo de Gelsenkirchen y vive en Holanda en casa de sus abuelos. Sus padres están en Bélgica, pero no tiene posibilidades de viajar allí para reunirse con ellos.
Helio tenía una novia, Ursula. La conozco, es la dulzura y el aburrimiento personificado.
Desde que me conoció a mí, Helio se ha dado cuenta de que al lado de Ursula se duerme.
O sea, que soy una especie de antisomnífero. ¡Una nunca sabe para lo que puede llegar a servir!
El sábado por la noche, Jacque se quedó a dormir conmigo, pero por la tarde se fue a casa de Hanneli y me aburrí como una ostra.
Helio había quedado en pasar por la noche, pero a eso de las seis me llamó por teléfono.
Descolgué  el  auricular  y  me  dijo: -Habla  Helmuth  Silberberg.  ¿Me  podría  poner  con
Ana? -Sí, Helio, soy Ana.
-Hola, Ana. ¿Cómo estás?
-Bien, gracias.
-Siento  tener  que  decirte  que  esta  noche  no  podré  pasarme  por  tu  casa,  pero  quisiera hablarte un momento. ¿Te parece bien que vaya dentro de diez minutos?
-Sí, está bien. ¡Hasta ahora!
-¡Hasta ahora!
Colgué el auricular y corrí a cambiarme de ropa y a arreglarme el pelo. Luego me asomé, nerviosa,  por  la  ventana.  Por  fin  lo  vi  llegar.  Por  milagro  no  me  lancé  escaleras  abajo, sino que esperé hasta que sonó el timbre. Bajé a abrirle y él fue directamente al grano:
-Mira,  Ana,  mi  abuela  dice  que  eres  demasiado  joven  para  que  esté  saliendo  contigo.
Dice que tengo que ir a casa de los Löwenbach, aunque quizá sepas que ya no salgo con Ursula.
-No, no lo sabía. ¿Acaso habéis reñido?
-No, al contrario. Le he dicho a Ursula que de todos modos no nos entendíamos bien y que era mejor que dejáramos de salir juntos, pero que en casa siempre sería bien recibida, y que yo esperaba serlo también en la suya. Es que yo pensé que ella se estaba viendo con otro chico, y la traté como si así fuera. Pero resultó que no era cierto, y ahora mi tío me ha dicho que le tengo que pedir disculpas, pero yo naturalmente no quería, y por eso he roto con ella, pero ése es sólo uno de muchos motivos. Ahora mi abuela quiere que vaya a ver a Ursula y no a ti, pero yo no opino como ella y no tengo intención de hacerlo. La gente mayor tiene a veces ideas muy anticuadas, pero creo que no pueden imponérnoslas a nosotros. Es cierto que necesito a mis abuelos, pero ellos en cierto modo también me necesitan. Ahora resulta que los miércoles por la noche tengo libre porque se supone que voy a clase de talla de madera, pero en realidad voy a una de esas reuniones del partido sionista. Mis abuelos no quieren que vaya porque se oponen rotundamente al sionismo. Yo no es que sea fanático, pero me interesa, aunque últimamente están armando tal jaleo que había pensado no ir más. El próximo miércoles será la última vez que vaya. Entonces podremos vernos los miércoles por la noche, los sábados por la tarde y por la noche, los domingos por la tarde, y quizá también otros días.
-Pero si tus abuelos no quieren, no deberías hacerlo a sus espaldas.
-El amor no se puede forzar.
En  ese  momento  pasamos  por  delante  de  la  librería  Blankevoort,  donde  estaban  Peter Schiff y otros dos chicos. Era la primera vez que me saludaba en mucho tiempo, y me produjo una gran alegría. El lunes, al final de la tarde, vino Helio a casa a conocer a papá y mamá. Yo había comprado una tarta y dulces, y además había té y galletas, pero ni a
Helio ni a mí nos apetecía estar sentados en una silla uno al lado del otro, así que salimos a dar una vuelta, y no regresamos hasta las ocho y diez. Papá se enfadó mucho, dijo que no podía ser que llegara a casa tan tarde. Tuve que prometerle que en adelante estaría en casa a las ocho menos diez a más tardar. Helio me ha invitado a ir a su casa el sábado que viene.
Wilma me ha contado que un día que Helio fue a su casa le preguntó:
-¿Quién te gusta más, Ursula o Ana?
Y entonces él le dijo:
-No es asunto tuyo.
Pero cuando se fue, después de no haber cambiado palabra con Wilma en toda la noche, le dijo:
-¡Pues Ana! Y ahora me voy. ¡No se lo digas a nadie!
Y se marchó.
Todo  indica  que  Helio  está  enamorado  de  mí,  y  a  mí,  para  variar,  no  me  desagrada.
Margot diría que Helio es un buen tipo, y yo opino igual que ella, y aún más. También mamá está todo el día alabándolo. Que es un muchacho apuesto, que es muy corté,' simpático. Me alegro de que en casa a todos les caiga  tan  bien,  menos  a  mis  amigas,  a  las  que  él  encuentra  muy  niñas,  y  en  eso  tiene razón.  Jacque  siempre  me  está  tomando  el  pelo  por  lo  de  Hello.  Yo  no  es  que  esté enamorada, nada de eso. ¿Es que no puedo tener amigos? Con eso no hago mal a nadie.
Mamá sigue preguntándome con quién querría casarme, pero creo que ni se imagina que sea con Peter, porque yo lo desmiento una y otra vez sin pestañear. Quiero a Peter como nunca he querido a nadie, y siempre trato de convencerme de que sólo vive persiguiendo a todas las chicas para esconder sus sentimientos. Quizá él ahora también crea que Hello y yo estamos enamorados, pero eso no es cierto. No es más que un amigo o, como dice mamá, un galán.
Tu Ana
Domingo, f de julio de 1942
 Querida Kitty:
El acto de fin de curso del viernes en el Teatro Judío salió muy bien. Las notas que me han dado no son nada malas: un solo insuficiente (un cinco en álgebra) y por lo demás todo sietes, dos ochos y dos seises. Aunque en casa se pusieron contentos, en cuestión de notas  mis  padres  son  muy  distintos  a  otros  padres;  nunca  les  importa  mucho  que  mis notas sean buenas o malas; sólo se fijan en si estoy sana, en que no sea demasiado fresca y en si me divierto. Mientras estas tres cosas estén bien, lo demás viene solo.
Yo soy todo lo contrario: no quiero ser mala alumna. Me aceptaron en el liceo de forma condicional,  ya  que  en  realidad  me  faltaba  ir  al  séptimo  curso  del  colegio  Montessori, pero cuando a los chicos judíos nos obligaron a ir a colegios judíos, el señor Elte, después de  algunas  idas  y  venidas,  a  Lies  Goslar  y  a  mí  nos  dejó  matricularnos  de  manera condicional.  Lies  también  ha  aprobado  el  curso  pero  tendrá  que  hacer  un  examen  de geometría de recuperación bastante difícil.
Pobre Lies, en su casa casi nunca puede sentarse a estudiar tranquila. En su habitación se pasa jugando todo el día su hermana pequeña, una niñita consentida que está a punto de cumplir dos años. Si no hacen lo que ella quiere, se pone a gritar, y si Lies no se ocupa de ella,  la  que  se  pone  a  gritar  es  su  madre.  De  esa  manera  es  imposible  estudiar  nada,  y tampoco ayudan mucho las incontables clases de recuperación que tiene a cada rato. Y es que la casa de los Goslar es una verdadera casa de tócame Roque. Los abuelos maternos de Lies viven en la casa de al lado, pero comen con ellos. Luego hay una criada, la niñita, el eternamente distraído y despistado padre y la siempre nerviosa e irascible madre, que está nuevamente embarazada. Con un panorama así, la patosa de Lies está completamente perdida.
A mi hermana Margot también le han dado las notas, estupendas como siempre. Si en el colegio existiera el cum laude, se lo habrían dado. ¡Es un hacha!
Papá está mucho en casa últimamente; en la oficina no tiene nada que hacer. No debe ser nada  agradable  sentirse  un  inútil.  El  señor  Kleiman  se  ha  hecho  cargo  de  Opekta,  y  el señor Kugler, de Gies & Cía., la compañía de los sucedáneos de especias, fundada hace poco, en 1941.
Hace unos días, cuando estábamos dando una vuelta alrededor de la plaza, papá empezó a hablar  del  tema  de  la  clandestinidad.  Dijo  que  será  muy  difícil  vivir  completamente separados del mundo. Le pregunté por qué me estaba hablando de eso ahora.
-Mira,  Ana  -me  dijo-.  Ya  sabes  que  desde  hace  más  de  un  año  estamos  llevando  ropa, alimentos  y  muebles  a  casa  de  otra  gente.  No  queremos  que  nuestras  cosas  caigan  en manos de los alemanes, pero menos aún que nos pesquen a nosotros mismos. Por eso, nos iremos por propia iniciativa y no esperaremos a que vengan por nosotros.
-Pero papá, ¿cuándo será eso?
La seriedad de las palabras de mi padre me dio miedo.
-De eso no te preocupes, ya lo arreglaremos nosotros. Disfruta de tu vida despreocupada mientras puedas.
Eso fue todo. ¡Ojalá que estas tristes palabras tarden mucho en cumplirse!
Acaban de llamar al timbre. Es Hello. Lo dejo.
Tu Ana
Miércoles, 8 de julio de 1942
 Querida Kitty:
Desde la mañana del domingo hasta ahora parece que hubieran pasado años. Han pasado tantas cosas que es como si de repente el mundo estuviera patas arriba, pero ya ves, Kitty: aún estoy viva, y eso es lo principal, como dice papá. Sí, es cierto, aún estoy viva, pero no me preguntes dónde ni cómo. Hoy no debes de entender nada de lo que te escribo, de modo que empezaré por contarte lo que pasó el domingo por la tarde.
A las tres de la tarde -Helio acababa de salir un momento, luego volvería- alguien llamó a la puerta. Yo no lo oí, ya que estaba leyendo en una tumbona al sol en la galería. Al rato apareció Margot toda alterada por la puerta de la cocina.
-Ha llegado una citación de la SS para papá -murmuró-. Mamá ya ha salido para la casa de Van Daan. (Van Daan es un amigo y socio de papá.)
Me  asusté  muchísimo.  ¡Una  citación!  Todo  el  mundo  sabe  lo  que  eso  significa.  En  mi mente se me aparecieron campos de concentración y celdas solitarias. ¿Acaso íbamos a permitir que a papá se lo llevaran a semejantes lugares?
-Está claro que no irá -me aseguró Margot cuando nos sentamos a esperar en el salón a que regresara mamá-. Mamá ha ido a preguntarle a Van Daan si podemos instalarnos en nuestro escondite mañana. Los Van Daan se esconderán con nosotros. Seremos siete.
Silencio.  Ya  no  podíamos  hablar.  Pensar  en  papá,  que  sin  sospechar  nada  había  ido  al asilo judío a hacer unas visitas, esperar a que volviera mamá, el calor, la angustia, todo ello junto hizo que guardáramos silencio.
De repente llamaron nuevamente a la puerta. -Debe de ser Helio -dije yo.
-No abras -me detuvo Margot, pero no hacía falta, oímos a mamá y al señor Van Daan abajo hablando con Helio. Luego entraron y cerraron la puerta. A partir de ese momento, cada vez que llamaran a la puerta, una de nosotras debía bajar sigilosamente para ver si era papá; no abriríamos la puerta a extraños. A Margot y a mí nos hicieron salir del salón;
Van Daan quería hablar a solas con mamá.
Una vez en nuestra habitación, Margot me confesó que la citación no estaba dirigida a papá, sino a ella. De nuevo me asusté muchísimo y me eché a llorar.  Margot  tiene  dieciséis  años.  De  modo  que  quieren  llevarse  a  chicas  solas  tan jóvenes como ella... Pero por suerte no iría, lo había dicho mamá, y seguro que a eso se había  referido  papá  cuando  conversaba  conmigo  sobre  el  hecho  de  escondernos.
Escondernos... ¿Dónde nos esconderíamos? ¿En la ciudad, en el campo, en una casa, en una cabaña, cómo, cuándo, dónde? Eran muchas las preguntas que no podía hacer, pero que me venían a la mente una y otra vez.
Margot  y  yo  empezamos  a  guardar  lo  indispensable  en  una  cartera  del  colegio.  Lo primero que guardé fue este cuaderno de tapas duras, luego unas plumas, pañuelos, libros del colegio, un peine, cartas viejas... Pensando en el escondite, metí en la cartera las cosas más estúpidas, pero no me arrepiento. Me importan más los recuerdos que los vestidos.
A las cinco llegó por fin papá. Llamamos por teléfono al señor Kleiman, pidiéndole que viniera esa misma tarde. Van Daan fue a buscar a Miep. Miep vino, y en una bolsa se llevó algunos zapatos, vestidos, chaquetas, ropa interior y medias, y prometió volver por la noche. Luego hubo un gran silencio en la casa: ninguno de nosotros quería comer nada, aún hacía calor y todo resultaba muy extraño.
La habitación grande del piso de arriba se la habíamos alquilado a un tal Goldschmidt, un hombre divorciado de treinta y pico, que por lo visto no tenía nada que hacer, por lo que se  quedó  matando  el  tiempo  hasta  las  diez  con  nosotros  e4  el  salón,  sin  que  hubiera manera de hacerle entender que se fuera.
A las once llegaron Miep y Jan Gies. Miep trabaja desde 1933 para papá y se ha hecho íntima   amiga   de   la   familia,   al   igual   que   su   flamente   marido   Jan.   Nuevamente desaparecieron  zapatos,  medias,  libros  y  ropa  interior  en  la  bolsa  de  Miep  y  en  los grandes  bolsillos  del  abrigo  de  Jan,  y  a  las  once  y  media  también  desaparecieron  ellos mismos.
Estaba muerta de cansancio, y aunque sabía que sería la última noche en que dormiría en mi cama, me dormí en seguida y no me desperté hasta las cinco y media de la mañana, cuando me llamó mamá. Por suerte hacía menos calor que el domingo; durante todo el día cayó una lluvia cálida. Todos nos pusimos tanta ropa que era como si tuviéramos que pasar la noche en un frigorífico, pero era para poder llevarnos más prendas de vestir. A ningún judío que estuviera en nuestro lugar se le habría ocurrido salir de casa con una maleta  llena  de  ropa.  Yo  lleva  a  puestas  dos  camisetas,  tres  pantalones,  un  vestido, encima  una  falda,  una  chaqueta,  un  abrigo  de  verano,  dos  pares  de  me  'as,  zapatos cerrados, un gorro, un pañuelo y muchas cosas as; estando todavía en casa ya me entró asfixia, pero no había' más remedio.
Margot llenó de libros la cartera del colegio, sacó la bicicleta del garaje para bicicletas y salió detrás de Miep, con un rumbo para mí desconocido. Y es que yo seguía sin saber cuál era nuestro misterioso destino.
A las siete y media también nosotros cerramos la puerta a nuestras espaldas. Del único del que había tenido que despedirme era de Moortje, mi gatito, que sería acogido en casa de los vecinos, según le indicamos al señor Goldschmidt en una nota. Las camas deshechas, la mesa del desayuno sin recoger, medio kilo de carne para el gato en   la   nevera,   todo   daba   la   impresión   de   que   habíamos   abandonado   la   casa atropelladamente. Pero no nos importaba la impresión que dejáramos, queríamos irnos, sólo irnos y llegar a puerto seguro, nada más.
Seguiré mañana.

Tu Ana


jueves, 20 de febrero de 2014

Lectura 17


DIARIO ANA FRANK
LECTURA 17
Alegría Fernández



PARTE II
Me acorde esta  frase  uno  de  esos  días  medio  melancólicos  en  que  estaba  sentada  con  la  cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente  me  puse  a  cavilar  sin  moverme  de  donde  estaba.  Sí,  es  cierto,  el  papel  es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras  llamado  pomposamente  «diario»,  a  no  ser  que  alguna  vez  en  mi  vida  tenga  un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.  He  llegado  al  punto  donde  nace  toda  esta  idea  de  escribir  un  diario:  no  tengo  ninguna amiga.
Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres  muy  buenos  y  una  hermana  de  dieciséis,  y  tengo  como  treinta  amigas  en  total, entre  buenas  y  menos  buenas.  Tengo  un  montón  de  admiradores  que  tratan  de  que nuestras  miradas  se  crucen  o  que,  cuando  no  hay  otra  posibilidad,  intentan  mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las  chicas  que  conozco  lo  único  que  puedo  hacer  es  divertirme  y  pasarlo  bien.  Nunca hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas. Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa  mía,  el  asunto  es  que  las  cosas  son  como  son  y  lamentablemente  no  se  pueden cambiar. De ahí este diario. Para  realzar  todavía  más  en  mi  fantasía  la  idea  de  la  amiga  tan  anhelada,  no  quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Como  nadie  entendería  nada  de  lo  que  fuera  a  contarle  a  Kitty  si  lo  hiciera  así,  sin ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de mi vida, por poco que me plazca hacerlo. Mi padre, el más bueno de todos los padres que he conocido en mi vida, no se casó hasta los treinta y seis años con mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926 en Alemania, en Francfort del Meno. El 1 z de junio de 1929 le seguí yo. Viví en Francfort hasta los cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa», mi padre se vino a Holanda en 1933, donde fue nombrado director de Opekta, una compañía holandesa de preparación  de  mermeladas.  Mi  madre,  Edith  Holländer,  también  vino  a  Holanda  en septiembre,  y  Margot  y  yo  fuimos  a  Aquisgrán,  donde  vivía  mi  abuela.  Margot  vino  a Holanda  en  diciembre  y  yo  en  febrero,  cuando  me  pusieron  encima  de  la  mesa  como regalo de cumpleaños para Margot. Pronto  empecé  a  ir  al  jardín  de  infancia  del  colegio  Montessori,  y  allí  estuve  hasta cumplir los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela primaria. En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos mucho al despedirnos a fin de curso y  lloramos  las  dos,  porque  yo  había  sido  admitida  en  el  liceo  judío,  al  que  también  iba
Margot.
Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se había quedado  en  Alemania  seguía  siendo  víctima  de  las  medidas  antijudías  decretadas  por Hitler.  Tras  los  pogromos  de  1938,  mis  dos  tíos  maternos  huyeron  y  llegaron  sanos  y salvos a Norteamérica; mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir Librodot                                             con nosotros. Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás: primero la guerra, luego la capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los judíos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas  libertades.  Los  judíos  deben  llevar  una  estrella  de  David;  deben  entregar  sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco  en  coches  particulares;  los  judíos  sólo  pueden  hacer  la  compra  desde  las  tres hasta las cinco de la tarde; sólo pueden ir a una peluquería judía; no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; no les está permitida la entrada en las piscinas ni en las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les está permitido practicar remo; no les está permitido practicar ningún deporte en público; no les está permitido estar sentados en sus jardines después de las ocho de la noche, tampoco  en  los  jardines  de  sus  amigos;  los  judíos  no  pueden  entrar  en  casa  de  cristianos; tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas por el estilo. Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido.»
En  el  verano  de  1941,  la  abuela  enfermó  gravemente.  Hubo  que  operarla  y  mi cumpleaños apenas lo festejamos. El del verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había acabado la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo mucho que pienso en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos festejado  para  compensar  los  anteriores,  y  también  tuvimos  encendida  la  vela  de  la abuela.
Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy,
 20 de junio de 1942, fecha en que estreno mi diario con toda solemnidad. 
¡Querida Kitty!
Empiezo ya mismo. En casa está todo tranquilo. Papá y mamá han salido y Margot ha ido a  jugar  al  ping-pong  con  unos  chicos  en  casa  de  su  amiga  Trees.  Yo  también  juego mucho  al  pingpong  últimamente,  tanto  que  incluso  hemos  fundado  un  club  con  otras cuatro chicas, llamado «La Osa Menor menos dos». Un nombre algo curioso, que se basa en  una  equivocación.  Buscábamos  un  nombre  original,  y  como  las  socias  somos  cinco pensamos  en  las  estrellas,  en  la  Osa  Menor.  Creíamos  que  estaba  formada  por  cinco estrellas,  pero  nos  equivocamos:  tiene  siete,  al  igual  que  la  Osa  Mayor.  De  ahí  lo  de «menos dos». En casa de use Wagner tienen un juego de ping-pong, y la gran mesa del comedor de los Wagner está siempre a nuestra disposición. Como a las cinco jugadoras de ping-pong nos gusta mucho el helado, sobre todo en verano, y jugando al ping-pong nos  acaloramos  mucho,  nuestras  partidas  suelen  terminar  en  una  visita  a  alguna  de  las heladerías más próximas abiertas a los judíos, como Oase o Delphi. No nos molestamos en  llevar  nuestros  monederos,  porque  Oase  está  generalmente  tan concurrido  que  entre los presentes siempre hay algún señor dadivoso perteneciente a nuestro amplio círculo de amistades,  o  algún  admirador,  que  nos  ofrece  más  helado  del  que  podríamos  tomar  en toda una semana.
Supongo  que  te  extrañará  un  poco  que  a  mi  edad  te  esté  hablando  de  admiradores. Lamentablemente,  aunque  en  algunos  casos  no  tanto,  en  nuestro  colegio  parece  ser  un mal ineludible. Tan pronto como un chico me pregunta si me puede acompañar a casa en bicicleta y entablamos una conversación, nueve de cada diez veces puedes estar segura de que el muchacho en cuestión tiene la maldita costumbre de apasionarse y no quitarme los ojos  de  encima.  Después  de  algún  tiempo,  el  enamoramiento  se  les  va  pasando,  sobre todo  porque  yo  no  hago  mucho  caso  de  sus  miradas  fogosas  y  sigo  pedaleando alegremente. Cuando a veces la cosa se pasa de castaño oscuro, sacudo un poco la bici, se me cae la cartera, el joven se siente obligado a detenerse para recogerla, y cuando me la entrega  yo  ya  he  cambiado  completamente  de  tema.  Éstos  no  son  sino  los  más inofensivos;  también  los  hay  que  te  tiran  besos  o  que  intentan  cogerte  del  brazo,  pero conmigo lo tienen difícil: freno y me niego a seguir aceptando su compañía, o me hago la ofendida y les digo sin rodeos que se vayan a su casa.
Basta por hoy. Ya hemos sentado las bases de nuestra amistad. ¡Hasta mañana!
Tu Ana  
Domingo, 21 de junio de 1942
Querida Kitty:
Toda la clase tiembla. El motivo, claro, es la reunión de profesores que se avecina. Media clase se pasa el día apostando a que si aprueban o no el curso. G. Z. y yo nos morimos de risa por culpa de nuestros compañeros de atrás, C. N. y Jacques Kocernoot, que ya han puesto en juego todo el capital que tenían para las vacaciones. «¡Que tú apruebas!», «¡que no!», «¡que sí!», y así todo el santo día, pero ni las miradas suplicantes de G. pidiendo silencio, ni las broncas que yo les suelto, logran que aquellos dos se calmen. Calculo  que  la  cuarta  parte  de  mis  compañeros  de  clase  deberán  repetir  curso,  por  lo zoquetes  que  son,  pero  como  los  profesores  son  gente  muy  caprichosa,  quién  sabe  si ahora, a modo de excepción, no les da por repartir buenas notas.
En cuanto a mis amigas y a mí misma no me hago problemas, creo que todo saldrá bien. Sólo las matemáticas me preocupan un poco. En fin, habrá que esperar. Mientras tanto, nos damos ánimos mutuamente. Con  todos  mis  profesores  y  profesoras  me  entiendo  bastante  bien.  Son  nueve  en  total: siete  hombres  y  dos  mujeres.  El  profesor  Keesing,  el  viejo  de  matemáticas,  estuvo  un tiempo  muy  enfadado  conmigo  porque  hablaba  demasiado.  Me  previno  y  me  previno, hasta que un día me castigó. Me mandó hacer una redacción; tema: «La parlanchina». ¡La parlanchina! ¿Qué se podría escribir sobre ese tema? Ya lo vería más adelante. Lo apunté en mi agenda, guardé la agenda en la cartera y traté de tranquilizarme.
Por la noche, cuando ya había acabado con todas las demás tareas, descubrí que todavía me  quedaba  la  redacción.  Con  la  pluma  en  la  boca,  me  puse  a  pensar  en  lo  que  podía escribir. Era muy fácil ponerse a desvariar y escribir lo más espaciado posible, pero dar  una  prueba  convincente  de  la  necesidad  de  hablar  ya  resultaba  más  difícil.  Estuve pensando y repensando, luego se me ocurrió una cosa, llené las tres hojas que me había dicho el profe y me quedé satisfecha. Los argumentos que había aducido eran que hablar Librodot                                            era propio de las mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar. Al profesor Keesing le hicieron mucha gracia mis argumentos, pero cuando en la clase siguiente  seguí  hablando,  tuve  que  hacer  una  segunda  redacción  esta  vez  sobre  «La parlanchina empedernida». También  entregué  esa  redacción,  y  Keesing  no  tuvo  motivo de  queja  durante  dos  clases.  En  la  tercera,  sin  embargo,  le  pareció  que  había  vuelto  a pasarme de la raya. «Ana Frank, castigada por hablar en clase. Redacción sobre el tema: "Cuacuá, cuacuá, parpaba la pata".»
Todos mis compañeros soltaron la carcajada. No tuve más remedio que reírme con ellos, aunque  ya  se  me  había  agotado  la  inventiva  en  lo  referente  a  las  redacciones  sobre  el parloteo.  Tendría  que  ver  si  le  encontraba  un  giro  original  al  asunto.  Mi  amiga  Sanne, poetisa excelsa, me ofreció su ayuda para hacer la redacción en verso de principio a fin, con lo que me dio una gran alegría. Keesing quería ponerme en evidencia mandándome hacer  una  redacción  sobre  un  tema  tan  ridículo,  pero  con  mi  poema  yo  le  pondría  en evidencia a él por partida triple. Logramos  terminar  el  poema  y  quedó  muy  bonito.  Trataba  de  una  pata  y  un  cisne  que tenían  tres  patitos.  Como  los  patitos  eran  tan  parlanchines,  el  papá  cisne  los  mató  a picotazos. Keesing por suerte entendió y soportó la broma; leyó y comentó el poema en clase y hasta en otros cursos. A partir de entonces no se opuso a que hablara en clase y nunca más me castigó; al contrario, ahora es él el que siempre está gastando bromas.
Tu Ana


miércoles, 12 de febrero de 2014

Lectura 16



DIARIO DE ANA FRANK



2 de junio de 1942

Espero poder confiártelo todo como aún no lo he podido hacer con nadie, y espero que seas para mí un gran apoyo.

28 de setiembre de 1942

Hasta  ahora  has  sido  para  mí  un  gran  apoyo,  y  también  Kitty,  a  quien  escribo regularmente.  Esta  manera  de  escribir  en  mi  diario  me  agrada  mucho  más  y  ahora  me cuesta esperar cada vez a que llegue el momento para sentarme a escribir en ti.
¡Estoy tan contenta de haberte traído conmigo!


Domingo, 14 de junio de 1942

Lo mejor será que empiece desde el momento en que te recibí, o sea, cuando te vi en la mesa de los regalos de cumpleaños (porque también presencié el momento de la compra, pero eso no cuenta).
El viernes 12 de junio, a las seis de la mañana ya me había despertado, lo que se entiende, ya que era mi cumpleaños. Pero a las seis todavía no me dejan levantarme, de modo que tuve que contener mi curiosidad hasta las siete menos cuarto. Entonces ya no pude más:
me  levanté  y  me  fui  al  comedor,  donde  Moortje 1 ,  el  gato,  me  recibió  haciéndome carantoñas.
Poco después de las siete fui a saludar a papá y mamá y luego al salón, a desenvolver los regalos, lo primero que vi fuiste tú, y quizá hayas sido uno de mis regalos más bonitos.
Luego un ramo de rosas y dos ramas de peonías. Papá y mamá me regalaron una blusa azul, un juego de mesa, una botella de zumo de uva que a mi entender sabe un poco a vino  (¿acaso  el  vino  no  se  hace  con  uvas?),  un  rompecabezas,  un  tarro  de  crema,  un billete  de  2,50  florines  y  un  vale  para  comprarme  dos  libros.  Luego  me  regalaron  otro libro,  La  cámara  oscura,  de  Hildebrand  (pero  como  Margot  ya  lo  tiene  he  ido  a cambiarlo), una bandeja de galletas caseras (hechas por mí misma, porque últimamente se me  da  muy  bien  eso  de  hacer  galletas),  muchos  dulces  y  una  tarta  de  fresas  hecha  por mamá.  También  una  carta  de  la  abuela,  que  ha  llegado  justo  a  tiempo;  pero  eso, naturalmente, ha sido casualidad.
Entonces  pasó  a  buscarme  Hanneli  y  nos  fuimos  al  colegio.  En  el  recreo  convidé  a galletas a los profesores y a los alumnos, y luego tuvimos que volver a clase. Llegué a casa a las cinco, pues había ido a gimnasia (aunque no me dejan participar porque se me dislocan  fácilmente  los  brazos  y  las  piernas)  y  como  juego  de  cumpleaños  elegí  el voleibol  para  que  jugaran  mis  compañeras.  Al  llegar  a  casa  ya  me  estaba  esperando Sanne  Lederman.  A  Ilse  Wagner,  Hanneli  Goslar  y  Jacqueline  van  Maarsen  las  traje conmigo  de  la  clase  de  gimnasia,  porque  son  compañeras  mías  del  colegio.  Hanneli  y Sanne  eran  antes  mis  mejores  amigas,  y  cuando  nos  veían  juntas,  siempre  nos  decían:
«Ahí van Anne, Hanne y Sanne.» A Jacqueline van Maarsen la conocí hace poco en el  liceo judío y es ahora mi mejor amiga. use es la mejor amiga de Hanneli, y Sanne va a otro colegio, donde tiene sus amigas.
El  club  me  ha  regalado  un  libro  precioso,  Sagas  y  leyendas  neerlandesas,  pero  por equivocación me han regalado el segundo tomo, y por eso he cambiado otros dos libros por el primer tomo. La tía Helene me ha traído otro rompecabezas, la tía Stephanie un broche muy mono y la tía Leny un libro muy divertido, Las vacaciones de Daisy en la montaña. Esta mañana, cuando me estaba bañando, pensé en lo bonito que sería tener un perro  como  Rin-tintín.  Yo  también  lo  llamaría  Rin-tin-tín,  y  en  el  colegio  siempre  lo dejaría con el conserje, o cuando hiciera buen tiempo, en el garaje para las bicicletas.

Lunes, 15 de junio de 1942

El  domingo  por  la  tarde  festejamos  mi  cumpleaños.  Rin-tin-tín  gustó  mucho  a  mis compañeros. Me regalaron dos broches, una señal para libros y dos libros. Ahora quisiera contar algunas cosas sobre las clases y el colegio, comenzando por los alumnos. Betty Bloemendaal tiene aspecto de pobretona, y creo que de veras lo es, vive en la Jan Klasenstraat, una calle al oeste de la ciudad, que ninguno de nosotros sabe dónde queda. En  el  colegio  es  muy  buena  alumna,  pero  sólo  porque  es  muy  aplicada,  pues  su inteligencia va dejando que desear. Es una chica bastante tranquila. A  Jacqueline  van  Maarsen  la  consideran  mi  mejor  amiga,  pero  nunca  he  tenido  una verdadera  amiga.  Al  principio  pensé  que  Jacque  lo  sería,  pero  me  ha  decepcionado bastante.
D.  Q. 2   es  una  chica  muy  nerviosa  que  siempre  se  olvida  de  las  cosas  y  a  la  que  en  el colegio dan un castigo tras otro. Es muy buena chica, sobre todo con G. Z. E.  S.  es  una  chica  que  habla  tanto  que  termina  por  cansarte.  Cuando  te  pregunta  algo, siempre se pone a tocarte el pelo o los botones. Dicen que no le caigo nada bien, pero mucho no me importa, ya que ella a mí tampoco me parece demasiado simpática.
Henny  Mets  es  una  chica  alegre  y  divertida,  pero  habla  muy  alto  y  cuando  juega  en  la calle  se  nota  que  todavía  es  una  niña.  Es  una  lástima  que  tenga  una  amiga,  llamada Beppy, que influye negativamente en ella, ya que ésta es una marrana y una grosera. J.   R.,   a   quien   podríamos   dedicar   capítulos   enteros,   es   una   chica   presumida, cuchicheadora, desagradable, que le gusta hacerse la mayor; siempre anda con tapujos y es una hipócrita. Se ha ganado a Jacqueline, lo que es una lástima. Llora por cualquier cosa, es quisquillosa y sobre todo muy melindrosa. Siempre quiere que le den la razón. Es muy rica y tiene el armario lleno de vestidos preciosos, pero que la hacen muy mayor. La onta se cree que es muy guapa, pero es todo lo contrario. Ella y yo no nos soportamos para nada.
Ilse Wagner es una niña alegre y divertida, pero es una quisquilla y por eso a veces un poco latosa use me aprecia mucho. Es muy guapa, pero holgazana.
Hanneli Goslar o Lies, como la llamamos en el colegio, es una chica un poco curiosa. Por lo general es tímida, pero en su casa es de lo más fresca. Todo lo que le cuentas se lo cuenta a su madre. Pero tiene opiniones muy definidas y sobre todo últimamente le tengo mucho aprecio.
Nannie van Praag-Sigaar es una niña graciosa, bajita e inteligente. Me cae simpática. Es bastante guapa. No hay mucho que comentar sobre ella.
Eefje de Jong es muy maja. Sólo tiene doce años, pero ya es toda una damisela. Me trata siempre como a un bebé. También es muy servicial, y por eso me cae muy bien.
G. Z. es la más guapa del curso. Tiene una cara preciosa, pero para las cosas del colegio es bastante cortita. Creo que tendrá que repetir curso, pero eso, naturalmente, nunca se lo he dicho.
Para gran sorpresa mía, G. Z. no ha tenido que repetir curso. 
Y la última de las doce chicas de la clase soy yo, que soy compañera de pupitre de G. Z.
Sobre los chicos hay mucho, aunque a la vez poco que contar. Maurice Coster es uno de mis muchos admiradores, pero es un chico bastante pesado.
Sallie  Springer  es  un  chico  terriblemente  grosero  y  corre  el  rumor de que ha copulado.
Sin embargo me cae simpático, porque es muy divertido. Emiel Bonewit es el admirador de G. Z., pero ella a él no le hace demasiado caso. Es un chico bastante aburrido. Rob  Cohen  también  ha  estado  enamorado  de  mí,  pero  ahora  ya  no  lo  soporto.  Es hipócrita, mentiroso, llorón, latoso, está loco y se da unos humos tremendos. Max van der Velde es hijo de unos granjeros de Medemblik, pero es un buen tipo, como diría Margot.
Herman Koopman también es un grosero, igual que Jopie de Beer, que es un donjuán y un mujeriego.
Leo Blom es el amigo del alma de Jopie de Beer pero se le contagia su grosería.
Albert de Mesquita es un chico que ha venido del colegio Montessori y que se ha saltado un curso. Es muy inteligente. 
Leo Slager ha venido del mismo colegio pero no es tan inteligente.
Ru Stoppelmon es un chico bajito y gracioso de Almelo, que ha comenzado el curso más tarde.
C. N. hace todo lo que está prohibido.
Jacques Kocernoot está sentado detrás de nosotras con Pam y nos hace morir de risa (a G. y a mí).
Harry Schaap es el chico más decente de la clase, y es bastante simpático.
Werner Joseph ídem de ídem, pero por culpa de los tiempos que corren es algo callado, por lo que parece un chico un tanto aburrido.
Sam Salomon parece uno de esos pillos arrabaleros, un granuja. (¡Otro admirador!)
Appie Riem es bastante ortodoxo, pero otro mequetrefe.
Ahora  debo  terminar.  La  próxima  vez  tendré  muchas  cosas  que  escribir  en  ti,  es  decir, que contarte. ¡Adiós! ¡Estoy contenta de tenerte!

Sábado, 20 de junio de 1942


Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que más tarde ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años. Pero eso en realidad da igual, tengo ganas de escribir y mucho más aún de desahogarme y sacarme de una vez unas cuantas espinas. «El papel es más paciente que los hombres.»

jueves, 6 de febrero de 2014

Lectura 15

NOCHE DE VAMPIROS




Una rosa negra...
Llora lágrimas negras...
Sobre las líneas...
Negras...
De sus ojos…
Negros...


Avanza entre las calles sin mirar. Recuerdos. Piensa. Pero nada llega a su mente. Se ha bajado de la montura hace años. Pero no sabe bien, tampoco, cual es el nombre o el color de lo que siente. Una mujer se cruza en su camino y lo esquiva. Él no se da cuenta. Sólo escucha el sonido de la calle como si se tratara de un concierto. Sus ojos al mirar convierten cada detalle en una fotografía. Luego la guarda en algún lugar de la memoria. Sólo manchas. Formas. Cosas raras. El dolor lo ha anestesiado. Quieto. Quieto. Alguien a su lado hace ruido. Él mira. Siempre mira, aunque apenas recuerda quién es ese ser que lo acompaña.
Es Londres, 1985. Primavera.                                 
Es primavera, eso lo recuerda, aunque recordar es un trabajo difícil, hace falta concentración y estar despierto, y él nunca está despierto ni concentrado. Le duele la cabeza. Por las tardes le ocurre eso, una punzada, justo sobre los ojos. Como un sombrero de copa afilado. Vamos, se dice tratando de ordenar un poco las cosas.

Su nombre es Mateo Alvear, eso lo sabe Camina despacio por Trafalgar Square hacia Wardour Street en medio del aire tibio de una noche que recién comienza. Es lunes, No sabe mucho más.
El rechinar de ruedas a su lado lo inquieta. Siente el roce de los cuerpos en el tumulto, tocándolo. ¿Ha dicho algo? Tal vez, No está seguro, A su lado, alguien se mantiene atento. No se logra alejar. Cree saber que su nombre es Paul. Lo mira con los ojos nublados. Paul es un chico pálido, maquillado, rubio y estúpido.
Sí. Tiene que ser Paul Rainer, piensa, y baja los ojos. Claro. Claro. Paul Rainer. El nombre queda flotando. Pero en realidad todo siempre queda flotando. Ruuuun. Se da vuelta. Un automóvil pasa cerca y siente una estela de aire sobre la oreja izquierda. Los ojos se le cierran instintivamente. Mira nuevamente a Paul Rainer. Él lo mira de vuelta con los ojos embrutecidos. Le dice algo, Mateo no entiende. Tampoco quiere saber más. Está bien. Que se quede ahí, a su lado, tampoco le gusta estar tanto tiempo solo.
Vuelve a abrir la boca. Este tipo es insoportable. ¿Comamos un Mc Donald? Dice. Mateo da vuelta el cuello y lo contempla. Ok, es cierto. Ahí está la tienda. A sus espaldas. Pero no puede siquiera pensar en masticar un pedazo de carne de vaca. Lo imagina. Manos. Pan tibio. Aroma a cebolla y pepiños. Carne de vaca estrujada y caliente. Siente como una bocanada de nauseas lo invade. Decide no contestar. Seguir caminando. Ya están cerca. Si Paul Rainer quiere comer cadáveres por él está bien. Pero nada ocurre. Simplemente giran en Wardour y Paul Rainer baja el rostro ofendido. Tu no me escuchas, ha dicho, pero Mateo tampoco responderá a eso. ¿Para qué?
II
Desde luego que hace falta, le habían dicho sus padres. Algo hay que hacer. Entonces surgió esta idea. Mateo la pensó durante semanas y luego consiguió que la psiquiatra lo recomendara. Así sería todo mucho más fácil, ¿No?. Para todos.
Después, cuando estuvo seguro, cuando supo que vendría a esta ciudad se prometió no hacer nada tonto. Nada que lo echara a perder. Suficiente había pensado. Suficientes palabras de adultos y explicaciones y psiquíatras. Mateo es casi un niño. Pero no lo sabe. Jamás lo ha sabido. Ahora tampoco. Ahora mucho menos. Sólo acepta las cosas. Buenos días. Buenos Noches. Muchas Gracias. Todo eso lo dice como un autómata. También a Paul Rainer, su improvisado hermano en este improvisado intercambio estudiantil. Mateo Alvear, el mejor alumno de literatura inglesa en un colegio caro y repleto de literatura inglesa. Mateo Alvear, el pequeño Mateo es enviado de intercambio a un prestigioso internado para jóvenes ricos en Londres. ¿Se entiende?
¿Algo así? Supongo. Es decir. Suponemos. Todo parece normal, aunque a Mateo Alvear nada le ocurre alrededor. Todo lo que pasa es sólo una replica de lo que le pasa a él, adentro, en algún punto de su voluntad que jamás sede. Le importa estar aquí, eso sí. Y escuchar como todo el mundo habla con ese acento rebuscado que él practicó día tras días, sólo por joder.
Este es un buen lugar para él. No quiere echarlo todo a perder. Aquí, su rostro blanco que contrasta con los labios casi morados está de moda. Muy bien, piensa, esto está muy bien. Aunque él nunca ha usado maquillaje, como los demás, como Paul Rainer, que se pasa horas frente al espejo para obtener esa palidez pegajosa, una copia apenas tímida del blanco fantasmal de Mateo.
Ya lo sabemos ¿no?
Dos adolescentes caminan por Wardour Streer. Mateo Alvear ha llegado a la ciudad unos meses antes, sus padres lo han enviado en un programa de intercambio estudiantil. Para ver si mejora, piensan, para ver si es posible. Mateo, en cambio, no piensa. Su mente pasa. Camina por la calle Wardour escuchando el sonido que producen las suelas de sus zapatos sobre la piedra y los adoquines. De vez en cuando mira de reojo a Paul, quien se detiene en cada vitrina, para confirmar su aspecto, para corregir los mechones de pelo que caen sobre su frente, y palpar el maquillaje blanco que cubre su rostro. El delineador que dibuja sus párpados para darle aquel aspecto lloroso que añora, y que a Mateo no le hace falta.
El cielo está despejado y corre un viento delgado y cálido. Londres no parece la ciudad brumosa de las postales, y el genero de las ropas negras que cubren a Mateo Alvear corre delicadamente por su piel. Lleva una camisa blanca, de seda, repleta de pequeños botones. Su cuello largo y lampiño se mantiene tieso, sosteniendo una cabeza cuadrada y simétrica. Mateo insulta las calles con su belleza. Nadie lo mira a los ojos. Escupe sus brazos largos y delgados, vomita en el rostro de los Punks, gritándoles justo encima de las orejas descubiertas, la angustia imposible de dos ojos perfectos, teñidos de petróleo.

Pero es completamente incapaz de saberlo. Su mente está apagada. No existen espejos que lo reflejen, hace años que no se mira. Es por eso que nada le importa, es por eso que ahora se siente bien, aunque tampoco lo sepa. Hay palabras que no tienen sentido, ha pensado antes, también, mientras reflexionaba acerca de los motivos por los que llegó tan lejos. Los mismos por los que sus padres de entonces no pudieron más. Pero ya sus pasos los han llevado hasta Meard Street, ese oscuro callejón por el que las tribus de adolescentes vestidos de negro hacen su aparición en la noche, el lugar se llama Gossip, the dark heart of Soho… en la esquina de la calle Dean. Es noche de Batcave.