viernes, 22 de noviembre de 2013

9na Lectura



Leyendas de Querétaro

EL AGUJERO DEL DIABLO

(La Celda de Satanás)

                Hace mucho tiempo, en el Convento de San Francisco, (hoy Museo Regional) permanecían  los jóvenes seminaristas que estudiaban para ser sacerdotes, entre ellos había uno que era de los más destacados. Una mañana, cuando fueron todos a misa, este joven sintió que alguien lo miraba,  al voltearse vio que era una mujer bellísima y joven, pero como el había decidido entregar su vida a Dios, no podía pensar en ninguna mujer, así que decidió olvidarse de ella y rezar durante toda la tarde, para olvidarla.
Al día siguiente cuando fueron a misa, el muchacho sintió otra vez esa mirada penetrante, se trataba de la misma muchacha, así que, al terminar la misa, fue con su confesor a pedir ayuda, el cual  le dijo que se trataba del demonio, que intentaba alejarlo de Dios.  Por tal motivo el joven seminarista decidió no ir a misa al día siguiente y quedarse a rezar en su celda. Ya por la tarde sus compañeros decidieron ir a verlo y este les dijo que todo estaba bien, pero en la noche, al estar rezando el muchacho, de pronto oyó ruidos y al voltear a la pared vio la silueta de la muchacha que se desprendía de la pared poco a poco, para después irse convirtiendo en una especie de bestia y hombre mezclados. El seminarista rezó y rezó y sus compañeros al darse cuenta intentaron abrir la puerta pero se dieron cuenta de que estaba totalmente bloqueada. Entonces todos ellos empezaron a rezar en voz muy alta, hasta que finalmente se dio una tremenda explosión, que impulsó a la bestia a salir por el techo.
Gracias a su fe, el demonio había sido derrotado una vez más y al salir de la celda dejó un enorme agujero en el techo.
A ese agujero ahora le llamamos "EL AGUJERO DEL DIABLO"

Esta leyenda le fue narrada a Marisa por la Miss Irma Tamayo y es una versión condensada de la leyenda "La Celda de Satanás" que le narró Don Germán Patiño al escritor y abogado Don José Guadalupe Ramírez Álvarez y que aparece publicada en la página 41 de su libro "Leyendas de Querétaro".


 



LA CASA DEL FALDÓN

En la segunda mitad del siglo XVIII  residía en Querétaro Don Pablo de Tapia, descendiente directo del fundador de Querétaro de origen indio, Don Fernando de Tapía. Don Pablo ocupaba entonces el cargo de Alcalde de la ciudad. Por aquel entonces también residía aquí  un acaudalado personaje de origen español de nombre Fadrique de Cázares y Puente que ocupaba el cargo de Regidor del Ayuntamiento, que desde luego era de menor rango que el de Tapia.
Cuenta la leyenda que en una elegante procesión bajo palio de Corpus Christie de aquella época, concurrieron los más importantes miembros del Clero, del Ayuntamiento, de la nobleza y personas muy distinguidas de la ciudad. Entre ellos ocupaban un lugar preponderante Don Fadrique el regidor español y Don Pablo el alcalde de origen indio, ambos a cual más elegantemente vestidos.
Ambos personajes, como personas notables, tenían encomendado portar dos de los bastones de soporte del palio utilizado para cubrir el Cuerpo de Cristo que daba motivo a la procesión. Don Fadrique procedió a tomar uno de los bastones y enseguida Don Pablo, que tenía mayor rango, se adelantó y tomo el siguiente. Esta acción le molestó al orgulloso regidor Don Fadrique que enfurecido le dio un tirón a uno de los faldones de la casaca de seda que portaba Don Pablo. El jalón fue tan fuerte que Don Fadrique se quedó con el faldón en su mano, causando tremenda confusión y enojo entre la concurrencia, estando a punto de suspenderse tan notable acontecimiento.
Tras del evento Don Pablo se sintió muy ofendido y emprendió un juicio legal en contra del regidor Don Fadrique, mismo que transcurrió durante varios meses. Cuando la Real Audiencia dictó sentencia concluyó que Don Fadrique debería ser desterrado de la ciudad de Querétaro y además pagar el daño causado en la casaca de Don Pablo y las costas del juicio.
Ante tal situación, Don Fadrique se vio obligado a construir una nueva residencia que quedara localizada fuera de los linderos de la ciudad. Como en aquellos días el Río Querétaro (hoy Av. Universidad) determinaba los límites de la ciudad, Don Fadrique construyó su nueva casa en lo que se conocía como "la otra banda", es decir en los terrenos que quedaban del otro lado del río. La construcción, que aún existe  frente al Templo de San Sebastián y la calle de Primavera, destacaba entre el conjunto de caseríos ubicados entonces en la zona, por sus rasgos de alta nobleza.
En la esquina de la casa de tres niveles, tiene en lo alto una terraza que le servía a Don Fadrique de mirador, para poder al menos, disfrutar de la vista de las cúpulas de las iglesias y hermosas huertas arboladas, así como de los espléndidos atardeceres primaverales de la ciudad queretana. Don Fadrique vivió en esa casa hasta su muerte, misma que en la actualidad, una vez que fue remodelada, se utiliza  para albergar un centro cultural, siendo un espacio ideal para las manifestaciones artísticas. En sus espacios se imparten disciplinas relacionadas con las bellas artes y manualidades.



LA  CONQUISTA DE QUERÉTARO.

Cuenta la leyenda (conocida como la Leyenda Dorada) que en el año de 1531 se llevó a cabo la conquista y la fundación de Querétaro, la cual se consumó por medio de una batalla muy singular.
Un indio de raza otomí cuyo origen fue el pueblo de Nopala, cercano a Jilotepec, acabó por convertirse en pieza muy importante para que los conquistadores españoles pudiesen lograr su objetivo. Conín fue su nombre y como era un excelente comerciante y negociador, viajaba con mucha frecuencia a la zona denominada La Cañada. En ese sitio se asentaban tribus chichimecas que recibían a Conín como un amigo, entregándole pieles de animales a cambio de sal y granos.
Para el año de 1529, Conin y un grupo de familias otomíes decidieron asentarse en la comarca cercana a La Cañada y como en ese sitio había muchas peñas le denominaron Queréndaro, que en lenguaje tarasco significa "Lugar donde hay peñas".
Cuando Don Hernán Pérez de Bocanegra regresó de Michoacán, acompañado de un religioso franciscano que tenía la encomienda de catequizar a la región, aprovecharon las dotes diplomáticas de Conin, el cual fue convertido al catolicismo y bautizado con el nombre español de Fernando de Tapia.
Este hombre fue el encargado de convencer a las tribus otomíes de la región de Jilotepec para que se aliaran a Conín y le ayudaran en la complicada tarea de conquistar y catequizar a los pobladores chichimecas de La Cañada.
El ejército conquistador, comandado por Fernando de Tapia (Conin), partió de San Juan del Río el 23 de Julio de 1531 y acampó en el Cerro Colorado el cual se encuentra cerca del Valle de Querétaro. Desde ese lugar Fernando de Tapia envió emisarios para que se entrevistaran con el Cacique de los Chichimecas don Juan Bautista Criado.
Al día siguiente regresaron al Campamento los emisarios acompañados por representantes del Cacique Chichimeca. Ya en el Parlamento, se acordó que el sometimiento seria pacífico, pero para demostrar la fuerza de los dos grupos se llevaría a cabo un combate en el cual pelearía el mismo número de hombres, sin armas, cuerpo a cuerpo, usando solamente los brazos, los pies y la boca.
Al amanecer del siguiente día, 25 de Julio de 1531, se le dio principio a la batalla, los dos grupos lucharon durante todo el día y al atardecer aún no había vencedor..Los españoles al darse cuenta de la superioridad de los Chichimecas y al encontrarse ellos en inferioridad, comenzaron a pedir auxilio invocando a su santo patrono Señor Santiago, en ese momento el cielo oscureció, se eclipsó el sol, salieron las estrellas y apareció en el cielo una cruz, como de cuatro varas de alto, y a su lado el Apóstol Santiago montado en un brioso caballo. Los Chichimecas al darse cuenta de esto se rindieron.
Desde ese momento, la ciudad ha llevado el nombre de la muy noble y leal ciudad de Santiago de Querétaro. En el escudo de armas de la ciudad se observa un óvalo en cuyo centro se ve una cruz, teniendo a su lado al Apóstol Santiago a caballo, y en el cuartel superior, el Sol poniéndose y el cielo cubierto de estrellas.
Querétaro es el nombre que le dieron los españoles al anterior Queréndaro, cuyo significado era "Lugar donde hay peñas".
Esta leyenda fue redactada por Marisa, en base a los datos del libro "Así es Querétaro" de Don Manuel M. de la Llata", publicado por Editorial Nevado en 1981.


jueves, 14 de noviembre de 2013

8va Lectura


EL BOSQUE DE LOS PIGMEOS

ISABEL ALLENDE



Al hermano Fernando de la Fuente, misionero en África, cuyo espíritu anima esta Historia


La adivina del mercado

A una orden del guía, Michael Mushaha, la caravana de elefantes se detuvo. Empezaba el calor sofocante del mediodía, cuando las bestias de la vasta reserva natural descansaban. La vida se detenía por unas horas, la tierra africana se convertía en un infierno de lava ardiente y hasta las hienas y los buitres buscaban sombra. Alexander Cold y Nadia Santos montaban un elefante macho caprichoso de nombre Kobi. El animal le había tomado cariño a Nadia, porque en esos días ella había hecho el esfuerzo de aprender los fundamentos de la lengua de los elefantes y de comunicarse con él. Durante los largos paseos le contaba de su país, Brasil, una tierra lejana donde no había criaturas tan grandes como él, salvo unas antiguas bestias fabulosas ocultas en el impenetrable corazón de las montañas de América. Kobi apreciaba a Nadia tanto como detestaba a Alexander y no perdía ocasión de demostrar ambos sentimientos. Las cinco toneladas de músculo y grasa de Kobi se detuvieron en un pequeño oasis, bajo unos árboles polvorientos, alimentados por un charco de agua color té con leche. Alexander había cultivado un arte propio para tirarse al suelo desde tres metros de altura sin machucarse demasiado, porque en los cinco días de safari todavía no conseguía colaboración del animal. No se dio cuenta de que Kobi se había colocado de tal manera, que al caer aterrizó en el charco, hundiéndose hasta las rodillas. Borobá, el monito negro de Nadia, le brincó encima. Al intentar desprenderse del mono, perdió el equilibrio y cayó sentado. Soltó una maldición entre dientes, se sacudió a Borobá y se puso de pie con dificultad, porque no veía nada, sus lentes chorreaban agua sucia. Estaba buscando un trozo limpio de su camiseta para limpiarlos, cuando recibió un trompazo en la espalda, que lo tiró de bruces. Kobi aguardó que se levantara para dar media vuelta y colocar su monumental trasero en posición, luego soltó una estruendosa ventosidad frente a la cara del muchacho. Un coro de carcajadas de los otros miembros de la expedición celebró la broma. Nadia no tenía prisa en descender, prefirió esperar a que Kobi la ayudara a llegar a tierra firme con dignidad. Pisó la rodilla que él le ofreció, se apoyó en su trompa y llegó al suelo con liviandad de bailarina. El elefante no tenía esas consideraciones con nadie más, ni siquiera con Michael Mushaha, por quien sentía respeto, pero no afecto. Era una bestia con principios claros. Una cosa era pasear turistas sobre su lomo, un trabajo como cualquier otro, por el cual era remunerado con excelente comida y baños de barro, y otra muy diferente era hacer trucos de circo por un puñado de maní. Le gustaba el maní, no podía negarlo, pero más placer le daba atormentar a personas como Alexander. ¿Por qué le caía mal? No estaba seguro, era una cuestión de piel. Le molestaba que estuviera siempre cerca de Nadia. Había trece animales en la manada, pero él tenía que montar con la chica; era muy poco delicado de su parte entrometerse de ese modo entre Nadia y él. ¿No se daba cuenta de que ellos necesitaban privacidad para conversar? Un buen trompazo y algo de viento fétido de vez en cuando era lo menos que ese tipo merecía. Kobi lanzó un largo soplido cuando Nadia pisó tierra firme y le agradeció plantándole un beso en la trompa. Esa muchacha tenía buenos modales, jamás lo humillaba ofreciéndole maní.
—Ese elefante está enamorado de Nadia —se burló Kate Cold. A Borobá no le gustó el cariz que había tomado la relación de Kobi con su ama. Observaba, bastante preocupado. El interés de Nadia por aprender el idioma de los paquidermos podía tener peligrosas consecuencias para él. ¿No estaría pensando cambiar de mascota? Tal vez había llegado la hora de fingirse enfermo para recuperar la completa atención de su ama, pero temía que lo dejara en el campamento y perderse los estupendos paseos por la reserva. Ésta era su única oportunidad de ver a los animales salvajes y, por otra parte, no convenía apartar la vista de su rival. Se instaló en el hombro de Nadia, dejando bien establecido su derecho, y desde allí amenazó al elefante con un puño.
—Y este mono está celoso —agregó Kate.
La vieja escritora estaba acostumbrada a los cambios de humor de Borobá, porque compartía el mismo techo con él desde hacía casi dos años. Era como tener un hombrecito peludo en su apartamento. Así fue desde el principio, porque Nadia sólo aceptó irse a Nueva York a estudiar y vivir con ella si llevaba a Borobá. Nunca se separaban. Estaban tan apegados que consiguieron un permiso especial para que pudiera ir a la escuela con ella. Era el único mono en la historia del sistema educativo de la ciudad que acudía a clases regularmente. A Kate no le extrañaría que supiera leer. Tenía pesadillas en las que Borobá, sentado en el sofá con lentes y un vaso de brandy en la mano, leía la sección económica del periódico.
Kate observó al extraño trío que formaban Alexander, Nadia y Borobá. El mono, que sentía celos de cualquier criatura que se aproximara a su ama, al principio aceptó a Alexander como un mal inevitable y con el tiempo le tomó cariño. Tal vez se dio cuenta de que en ese caso no le convenía plantear a Nadia el ultimátum de «o él o yo», como solía hacer. Quién sabe a cuál de los dos ella hubiera escogido. Kate pensó que ambos jóvenes habían cambiado mucho en ese año. Nadia cumpliría quince años y su nieto dieciocho, ya tenía el porte físico y la seriedad de los adultos.
También Nadia y Alexander tenían conciencia de los cambios. Durante las obligadas separaciones se comunicaban con una tenacidad demente por correo electrónico. Se les iba la vida tecleando ante la computadora en un diálogo inacabable, en el cual compartían desde los detalles más aburridos de sus rutinas, hasta los tormentos filosóficos propios de la adolescencia. Se enviaban fotografías con frecuencia, pero eso no los preparó para la sorpresa que se llevaron al verse cara a cara y comprobar cuánto habían crecido. Alexander dio un estirón de potrillo y alcanzó la altura de su padre. Sus facciones se habían definido y en los últimos meses debía afeitarse a diario. Por su parte Nadia ya no era la criatura esmirriada con plumas de loro ensartadas en una oreja que él conociera en el Amazonas unos años antes; ahora podía adivinarse la mujer que sería dentro de poco. La abuela y los dos jóvenes se encontraban en el corazón de África, en el primer safari en elefante que existía para turistas. La idea nació de Michael Mushaha, un naturalista africano graduado en Londres, a quien se le ocurrió que ésa era la mejor forma de acercarse a la fauna salvaje. Los elefantes africanos no se domesticaban fácilmente, como los de la India y otros lugares del mundo, pero con paciencia y prudencia, Michael lo había logrado. En el folleto publicitario lo explicaba en pocas frases: «Los elefantes son parte del entorno y su presencia no aleja a otras bestias; no necesitan gasolina ni camino, no contaminan el aire, no llaman la atención».
Cuando Kate Cold fue comisionada para escribir un artículo al respecto, Alexander y Nadia estaban con ella en Tunkhala, la capital del Reino del Dragón de Oro. Habían sido invitados por el rey Dil Bahadur y su esposa, Pema, a conocer a su primer hijo y asistir a la inauguración de la nueva estatua del dragón. La original, destruida en una explosión, fue reemplazada por otra idéntica, que fabricó un joyero amigo de Kate.
Por primera vez el pueblo de aquel reino del Himalaya tenía ocasión de ver el misterioso objeto de leyenda, al cual antes sólo tenía acceso el monarca coronado. Dil Bahadur decidió exponer la estatua de oro y piedras preciosas en una sala del palacio real, por donde desfiló la gente a admirarla y depositar sus ofrendas de flores e incienso. Era un espectáculo magnífico. El dragón, colocado sobre una base de madera policromada, brillaba en la luz de cien lámparas. Cuatro soldados, vestidos con los antiguos uniformes de gala, con sus sombreros de piel y penachos de plumas, montaban guardia con lanzas decorativas. Dil Bahadur no permitió que se ofendiera al pueblo con un despliegue de medidas de seguridad. Acababa de terminar la ceremonia oficial para develar la estatua cuando le avisaron a Kate Cold que había una llamada para ella de Estados Unidos. El sistema telefónico del país era anticuado y las comunicaciones internacionales resultaban un lío, pero después de mucho gritar y repetir, el editor de la revista
International Geographic consiguió que la escritora comprendiera la naturaleza de su próximo trabajo. Debía partir para África de inmediato.
—Tendré que llevar a mi nieto y su amiga Nadia, que están aquí conmigo — explicó ella.
—¡La revista no paga sus gastos, Kate! —replicó el editor desde una distancia sideral.
—¡Entonces no voy! —chilló ella de vuelta.
Y así fue como días más tarde llegó a África con los chicos y allí se reunió con los dos fotógrafos que siempre trabajaban con ella, el inglés Timothy Bruce y el latinoamericano Joel González. La escritora había prometido no volver a viajar con su nieto y con Nadia, que le habían hecho pasar bastante susto en dos viajes anteriores, pero pensó que un paseo turístico por África no presentaba peligro alguno.  Un empleado de Michael Mushaha recibió a los miembros de la expedición cuando aterrizaron en la capital de Kenya. Les dio la bienvenida y los llevó al hotel para que descansaran, porque el viaje había sido matador: tomaron cuatro aviones, cruzaron tres continentes y volaron miles de millas. Al día siguiente se levantaron temprano y partieron a dar una vuelta por la ciudad, visitar un museo y el mercado, antes de embarcarse en la avioneta que los conduciría al safari.
El mercado se encontraba en un barrio popular, en medio de una vegetación lujuriosa. Las callejuelas sin pavimentar estaban atiborradas de gente y vehículos: motocicletas con tres y cuatro personas encima, autobuses destartalados, carretones tirados a mano. Los más variados productos de la tierra, del mar y de la creatividad humana se ofrecían allí, desde cuernos de rinoceronte y peces dorados del Nilo hasta contrabando de armas. Los miembros del grupo se separaron, con el compromiso de juntarse al cabo de una hora en una determinada esquina. Era más fácil decirlo que cumplirlo, porque en el tumulto y el bochinche no había cómo ubicarse. Temiendo que Nadia se perdiera o la atropellaran, Alexander la tomó de la mano y partieron juntos. El mercado presentaba una muestra de la variedad de razas y culturas africanas: nómadas del desierto; esbeltos jinetes en sus caballos engalanados; musulmanes con elaborados turbantes y medio rostro tapado; mujeres de ojos ardientes con dibujos azules tatuados en la cara; pastores desnudos con los cuerpos decorados con barro rojo y tiza blanca. Centenares de niños correteaban descalzos entre jaurías de perros. Las mujeres eran un espectáculo: unas lucían vistosos pañuelos almidonados en la cabeza, que de lejos parecían las velas de un barco, otras iban con el cráneo afeitado y collares de cuentas desde los hombros hasta la barbilla; unas se envolvían en metros y metros de tela de brillantes colores, otras iban casi desnudas. Llenaban el aire un incesante parloteo en varias lenguas, música, risas, bocinazos, lamentos de animales que mataban allí mismo. La sangre chorreaba de las mesas de los carniceros y desaparecía en el polvo del suelo, mientras negros gallinazos volaban a poca altura, listos para atrapar las vísceras. Alexander y Nadia paseaban maravillados por aquella fiesta de color, deteniéndose para regatear el precio de una pulsera de vidrio, saborear un pastel de maíz o tomar una foto con la cámara automática ordinaria que habían comprado a última hora en el aeropuerto. De pronto se estrellaron de narices contra un avestruz, que estaba atado por las patas aguardando su suerte. El animal —mucho más alto, fuerte y bravo de lo imaginado— los observó desde arriba con infinito desdén y sin previo aviso dobló el largo cuello y dirigió un picotazo a Borobá, quien iba sobre la cabeza de Alexander, aferrado firmemente a sus orejas. El mono alcanzó a esquivar el golpe mortal y se puso a chillar como un demente. El avestruz, batiendo sus cortas alas, arremetió contra ellos hasta donde alcanzaba la cuerda que lo retenía. Por casualidad Joel González apareció en ese instante y pudo plasmar con su cámara la expresión de espanto de Alexander y del mono, mientras Nadia los defendía a manotazos del inesperado atacante. —¡Esta foto aparecerá en la tapa de la revista! —exclamó Joel.  Huyendo del altanero avestruz, Nadia y Alexander doblaron una esquina y se encontraron de súbito en el sector del mercado destinado a la brujería. Había hechiceros de magia buena y de magia mala, adivinos, fetichistas, curanderos, envenenadores, exorcistas, sacerdotes de vudú, que ofrecían sus servicios a los clientes bajo unos toldos sujetos por cuatro palos, para protegerse del sol. Provenían de centenares de tribus y practicaban diversos cultos. Sin soltarse las manos, los amigos recorrieron las callecitas, deteniéndose ante animalejos en frascos de alcohol y reptiles disecados; amuletos contra el mal ojo y el mal de amor; hierbas, lociones y bálsamos medicinales para curar las enfermedades del cuerpo y del alma; polvos de soñar, de olvidar, de resucitar; animales vivos para sacrificios; collares de protección contra la envidia y la codicia; tinta de sangre para escribir a los muertos y, en fin, un arsenal inmenso de objetos fantásticos para paliar el miedo de vivir.
Nadia había visto ceremonias de vudú en Brasil y estaba más o menos familiarizada con sus símbolos, pero para Alexander esa zona del mercado era un mundo fascinante. Se detuvieron ante un puesto diferente a los otros, un techo cónico de paja, del cual colgaban unas cortinas de plástico. Alexander se inclinó para ver qué había adentro y dos manos poderosas lo agarraron de la ropa y lo halaron hacia el interior.
Una mujer enorme estaba sentada en el suelo bajo la techumbre. Era una montaña de carne coronada por un gran pañuelo color turquesa en la cabeza.
Vestía de amarillo y azul, con el pecho cubierto de collares de cuentas multicolores. Se presentó como mensajera entre el mundo de los espíritus y el mundo material, adivina y sacerdotisa vudú. En el suelo había una tela pintada con dibujos en blanco y negro; la rodeaban varias figuras de dioses o demonios en madera, algunos mojados con sangre fresca de animales sacrificados, otros llenos de clavos, junto a los cuales se veían ofrendas de frutas, cereales, flores y dinero. La mujer fumaba unas hojas negras enrolladas como un cilindro, cuyo humo espeso hizo lagrimear a los jóvenes. Alexander trató de soltarse de las manos que lo inmovilizaban, pero ella lo fijó con sus ojos protuberantes, al tiempo que lanzaba un rugido profundo. El muchacho reconoció la voz de su animal totémico, la que oía en trance y emitía cuando adoptaba su forma.
—¡Es el jaguar negro! —exclamó Nadia a su lado. La sacerdotisa obligó al chico americano a sentarse frente a ella, sacó del escote una bolsa de cuero muy gastado y vació su contenido sobre la tela pintada. Eran unas conchas blancas, pulidas por el uso. Empezó a mascullar algo en su idioma, sin soltar el cigarro, que sujetaba con los dientes.
—Anglais? English? —preguntó Alexander.
—Vienes de otra parte, de lejos. ¿Qué quieres de Ma Bangesé? —replicó ella, haciéndose entender en una mezcla de inglés y vocablos africanos.
Alexander se encogió de hombros y sonrió nervioso, mirando de reojo a Nadia, a ver si ella entendía lo que estaba sucediendo. La muchacha sacó del bolsillo un par de billetes y los colocó en una de las calabazas, donde estaban las ofertas de dinero.
—Ma Bangesé puede leer tu corazón —dijo la mujerona, dirigiéndose a
Alexander. —¿Qué hay en mi corazón?
—Buscas medicina para curar a una mujer —dijo ella.
—Mi madre ya no está enferma, su cáncer está en remisión... —murmuró Alexander, asustado, sin comprender cómo una hechicera de un mercado en África sabía sobre Lisa.
—De todos modos, tienes miedo por ella —dijo Ma Bangesé. Agitó las conchas en una mano y las hizo rodar como dados—. No eres dueño de la vida o de la muerte de esa mujer —agregó.
—¿Vivirá? —preguntó Alexander, ansioso.
—Si regresas, vivirá. Si no regresas, morirá de tristeza, pero no de enfermedad.
—¡Por supuesto que volveré a mi casa! —exclamó el joven.
—No es seguro. Hay mucho peligro, pero eres valiente. Deberás usar tu valor, de otro modo morirás y esta niña morirá contigo —declamó la mujer señalando a Nadia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Alexander.
—Se puede hacer daño y se puede hacer el bien. No hay recompensa por hacer el bien, sólo satisfacción en tu alma. A veces hay que pelear. Tú tendrás que decidir.
—¿Qué debo hacer?
—Mama Bangesé sólo ve el corazón, no puede mostrar el camino.—Y volviéndose hacia Nadia, quien se había sentado junto a Alexander, le puso un dedo en la frente, entre los ojos—. Tú eres mágica y tienes visión de pájaro, ves desde arriba, desde la distancia. Puedes ayudarlo —dijo.
Cerró los ojos y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, mientras el sudor le corría por la cara y el cuello. El calor era insoportable. Hasta ellos llegaba el olor del mercado: fruta podrida, basura, sangre, gasolina. Ma Bangesé emitió un sonido gutural, que surgió de su vientre, un largo y ronco lamento que subió de tono hasta estremecer el suelo, como si proviniera del fondo mismo de la tierra. Mareados y transpirando, Nadia y Alexander temieron que les fallaran las fuerzas. El aire del minúsculo recinto, lleno de humo, se hizo irrespirable. Cada vez más aturdidos, trataron de escapar, pero no pudieron moverse. Los sacudió una vibración de tambores, oyeron aullar perros, se les llenó la boca de saliva amarga y ante sus ojos incrédulos la inmensa mujer se redujo a la nada, como un globo que se desinfla, y en su lugar emergió un fabuloso pájaro de espléndido plumaje amarillo y azul con una cresta color turquesa, un ave del paraíso que desplegó el arco iris de sus alas y los envolvió, elevándose con ellos.
Los amigos fueron lanzados al espacio. Pudieron verse a sí mismos como dos trazos de tinta negra perdidos en un caleidoscopio de colores brillantes y formas ondulantes que cambiaban a una velocidad aterradora. Se convirtieron en luces de bengala, sus cuerpos se deshicieron en chispas, perdieron la noción de estar vivos, del tiempo y del miedo. Luego las chispas se juntaron en un torbellino eléctrico y volvieron a verse como dos puntos minúsculos volando entre los dibujos del fantástico caleidoscopio. Ahora eran dos astronautas de la mano, flotando en el espacio sideral. No sentían sus cuerpos, pero tenían una vaga conciencia del movimiento y de estar conectados. Se aferraron a ese contacto, porque era la única manifestación de su humanidad; con las manos unidas no estaban totalmente  perdidos. Verde, estaban inmersos en un verde absoluto. Comenzaron a descender como flechas y cuando el choque parecía inevitable, el color se volvió difuso y en vez de estrellarse flotaron como plumas hacia abajo, hundiéndose en una vegetación absurda, una flora algodonosa de otro planeta, caliente y húmeda. Se convirtieron en medusas transparentes, diluidas en el vapor de aquel lugar. En ese estado gelatinoso, sin huesos que les dieran forma, ni fuerzas para defenderse, ni voz para llamar, confrontaron las violentas imágenes que se presentaron en rápida sucesión ante ellos, visiones de muerte, sangre, guerra y bosque arrasado. Una procesión de espectros en cadenas desfiló ante ellos, arrastrando los pies entre carcasas de grandes animales. Vieron canastos llenos de manos humanas, niños y mujeres en jaulas.
De pronto volvieron a ser ellos mismos, en sus cuerpos de siempre, y entonces surgió ante ellos, con la espantosa nitidez de las peores pesadillas, un amenazante ogro de tres cabezas, un gigante con piel de cocodrilo. Las cabezas eran diferentes: una con cuatro cuernos y una hirsuta melena de león; la segunda era calva, sin ojos y echaba fuego por las narices; la tercera era un cráneo de leopardo con colmillos ensangrentados y ardientes pupilas de demonio. Las tres tenían en común fauces abiertas y lenguas de iguana. Las descomunales zarpas del monstruo se movieron pesadamente tratando de alcanzarlos, sus ojos hipnóticos se clavaban en ellos, los tres hocicos escupieron una densa saliva ponzoñosa. Una y otra vez los jóvenes eludían los feroces manotazos, sin poder huir porque estaban presos en un lodazal de pesadumbre. Esquivaron al monstruo por un tiempo infinito, hasta que de súbito se encontraron con lanzas en las manos y, desesperados, empezaron a defenderse a ciegas. Cuando vencían a una de las cabezas, las otras dos arremetían y si lograban hacer retroceder a éstas, la primera volvía al ataque. Las lanzas se quebraron en el combate. Entonces, en el instante final, cuando iban a ser devorados, reaccionaron con un esfuerzo sobrehumano y se convirtieron en sus animales totémicos, Alexander en el Jaguar y Nadia en el Águila; pero ante aquel enemigo formidable no servían la fiereza del primero o las alas del segundo... Sus gritos se perdieron entre los bramidos del ogro.
—¡Nadia! ¡Alexander! La voz de Kate Cold los trajo de vuelta al mundo conocido y se encontraron sentados en la misma postura en que habían iniciado el viaje alucinante, en el mercado africano, bajo el techo de paja, frente a la enorme mujer vestida de amarillo y azul.
—Los oímos gritar. ¿Quién es esta mujer?, ¿qué pasó? —preguntó la abuela.
—Nada, Kate, no pasó nada —logró articular Alexander, tambaleándose.
No supo explicar a su abuela lo que acababan de experimentar. La voz profunda de Ma Bangesé pareció llegarles desde la dimensión de los sueños.
—¡Cuidado! —les advirtió la adivina.
—¿Qué les pasó? —repitió Kate.
—Vimos un monstruo de tres cabezas. Era invencible... —murmuró Nadia, todavía aturdida.
—No se separen. Juntos pueden salvarse, separados morirán —dijo Ma Bangesé. A la mañana siguiente el grupo del International Geographic viajó en una avioneta hasta la vasta reserva natural, donde los aguardaba Michael Mushaha y el safari en elefante. Alexander y Nadia todavía se hallaban bajo el impacto de la experiencia del mercado. Alexander concluyó que el humo del tabaco de la hechicera contenía una droga, pero eso no explicaba el hecho de que ambos tuvieran exactamente las mismas visiones. Nadia no trató de racionalizar el asunto, para ella ese horrible viaje era una fuente de información, una forma de aprender, como se aprende en los sueños. Las imágenes permanecieron nítidas en su memoria; estaba segura de que en algún momento tendría que recurrir a ellas. La avioneta era pilotada por su dueña, Angie Ninderera, una mujer aventurera y animada por una contagiosa energía, quien aprovechó el vuelo para dar un par de vueltas extra y mostrarles la majestuosa belleza del paisaje. Una hora después aterrizaron en un descampado a un par de millas del campamento de Mushaha. Las modernas instalaciones del safari defraudaron a Kate, que esperaba algo más rústico. Varios eficientes y amables empleados africanos, de uniforme caqui y walkie-talkie, atendían a los turistas y se ocupaban de los elefantes. Había varias carpas, tan amplias como suites de hotel, y un par de construcciones livianas de madera, que contenían las áreas comunes y las cocinas. Mosquiteros blancos colgaban sobre las camas, los muebles eran de bambú y a modo de alfombra había pieles de cebra y antílope. Los baños contaban con letrinas y unas ingeniosas duchas con agua tibia. Disponían de un generador de electricidad, que funcionaba de siete a diez de la noche, el resto del tiempo se arreglaban con velas y lámparas de petróleo. La comida, a cargo de dos cocineros, resultó tan sabrosa que hasta Alexander, quien por principio rechazaba cualquier plato cuyo nombre no supiera deletrear, la devoraba. Total, el campamento era más elegante que la mayoría de los lugares donde Kate había tenido que dormir en su profesión de viajera y escritora. La abuela decidió que eso restaba puntos al safari; no dejaría de criticarlo en su artículo.
Sonaba una campana a las 5.45 de la mañana, así aprovechaban las horas más frescas del día, pero despertaban antes con el sonido inconfundible de las bandadas de murciélagos, que regresaban a sus guaridas al anunciarse el primer rayo de sol, después de haber volado la noche entera. A esa hora el olor del café recién preparado ya impregnaba el aire. Los visitantes abrían sus tiendas y salían a estirar los miembros, mientras se elevaba el incomparable sol de África, un grandioso círculo de fuego que llenaba el horizonte. En la luz del alba el paisaje reverberaba, parecía que en cualquier momento la tierra, envuelta en una bruma rojiza, se borraría hasta desaparecer, como un espejismo. Pronto el campamento hervía de actividad, los cocineros llamaban a la mesa y Michael Mushaha dictaba sus primeras órdenes. Después del desayuno los reunía para darles una breve conferencia sobre los animales, los pájaros y la vegetación que verían durante el día. Timothy Bruce y Joel González preparaban sus cámaras y los empleados traían a los elefantes. Los acompañaba un bebé elefante de dos años, que trotaba alegre junto a su madre, el único a quien de vez en cuando debían recordarle el camino, porque se distraía soplando mariposas o bañándose en las pozas y ríos.
Desde la altura de los elefantes el panorama era soberbio. Los grandes  paquidermos se movían sin ruido, mimetizados con la naturaleza. Avanzaban con pesada calma, pero cubrían sin esfuerzo muchas millas en poco tiempo. Ninguno, salvo el bebé, había nacido en cautiverio; eran animales salvajes y por lo tanto, impredecibles. Michael Mushaha les advirtió que debían atenerse a las normas, de otro modo no les podía garantizar seguridad. La única del grupo que solía violar el reglamento era Nadia Santos, quien desde el primer día estableció una relación tan especial con los elefantes, que el director del safari optó por hacer la vista gorda.
Los visitantes pasaban la mañana recorriendo la reserva. Se entendían con gestos, sin hablar para no ser detectados por otros animales. Abría la marcha Mushaha sobre el macho más viejo de la manada; detrás iban Kate y los fotógrafos sobre hembras, una de ellas la madre del bebé; luego Alexander, Nadia y Borobá sobre Kobi. Cerraban la fila un par de empleados del safari montados en machos jóvenes, con las provisiones, los toldos para la siesta y parte del equipo fotográfico. Llevaban también un poderoso anestésico para disparar, en caso de verse frente a una fiera agresiva. Los paquidermos solían detenerse a comer hojas de los mismos árboles bajo los cuales momentos antes descansaba una familia de leones. Otras veces pasaban tan cerca de los rinocerontes, que Alexander y Nadia podían verse reflejados en el ojo redondo que los estudiaba con desconfianza desde abajo. Las manadas de búfalos y de impalas no se inmutaban con la llegada del grupo; tal vez olían a los seres humanos, pero la poderosa presencia de los elefantes los desorientaba. Pudieron pasearse entre tímidas cebras, fotografiar de cerca de una jauría de hienas disputándose la carroña de un antílope y acariciar el cuello de una jirafa, mientras ella los observaba con ojos de princesa y les lamía las manos.
—Dentro de unos años no habrá animales salvajes libres en África, sólo se podrán ver en parques y reservas —se lamentó Michael Mushaha.
Se detenían a mediodía bajo la protección de los árboles, almorzaban el contenido de unos canastos y descansaban en la sombra hasta las cuatro o cinco de la tarde. A la hora de la siesta los animales salvajes se echaban a descansar y la extensa planicie de la reserva se inmovilizaba bajo los rayos ardientes. Michael Mushaha conocía el terreno, sabía calcular bien el tiempo y la distancia; cuando el disco inmenso del sol comenzaba a descender ya estaban cerca del campamento y podían ver el humo. A veces por las noches salían de nuevo a ver a los animales que acudían al río a beber.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

7ma Lectura


EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS 


La casa nueva

Cuando  vio  su  casa  nueva  por  primera  vez,  Bruno  abrió  los  ojos  desmesuradamente,  sus labios formaron una O y los brazos se le extendieron hacia los lados. Era todo lo contrario de su antigua casa y no podía creer que de verdad fueran a vivir allí. 
La casa de Berlín estaba en una calle tranquila donde había otras también muy grandes, y  le  gustaba  contemplarlas  porque  eran  casi  iguales  a  la  suya,  aunque  no  idénticas,  y en ellas  vivían  otros  niños  con  los  que  Bruno  jugaba  (si  eran  amigos)  o  a  los  que  no  se acercaba (si eran rivales). La nueva, en cambio, estaba aislada, en un sitio vacío y desolado, y  no  había  ninguna  otra  casa  cerca,  lo  que  significaba  que  no  habría  otras  familias  en  el vecindario ni otros niños con los que jugar, ni amigos ni rivales. 
La  casa  de  Berlín  era  enorme,  y  pese  a  que  Bruno  había  vivido  nueve  años  en  ella, todavía encontraba rincones y recovecos que no había explorado a fondo.  Incluso había habitaciones enteras —como el despacho de Padre, donde estaba Prohibido
Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones— en las que apenas había curioseado. Sin embargo,  la  casa  nueva  sólo  tenía  dos  plantas:  un  piso  superior  donde  estaban  los  tres dormitorios y el único cuarto de baño, y una planta baja donde se encontraban la cocina, el comedor   y   el   nuevo   despacho   de   Padre   (sujeto,   presumiblemente,   a   las   mismas restricciones que el antiguo). También había un sótano, donde dormía el servicio. 
Alrededor  de  la  de  Berlín  había  otras  calles  con  grandes  casas,  y  cuando  caminabas hacia el centro de la ciudad siempre encontrabas personas que paseaban y se paraban para charlar un momento, y personas que pasaban con prisa y decían que no tenían tiempo de pararse, aquel día no, porque aquel día tenían un montón de cosas que hacer. Había tiendas con  llamativos  escaparates  y  puestos  de  fruta  y  verdura  con  enormes  bandejas  de  coles, zanahorias,  coliflores  y  mazorcas  de  maíz.  En  algunos  apenas  cabían  los  puerros, champiñones,  nabos  y  coles  de  Bruselas;  había  otros  con  lechugas,  judías  verdes, calabacines y chirivías. A veces Bruno se plantaba delante de aquellos puestos, cerraba los ojos  y  aspiraba  sus  aromas;  la  dulce  mezcla  de  efluvios  de  toda  aquella  materia  viva  le producía un ligero mareo. Pero alrededor de la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando tranquilamente ni caminando con prisa, y por supuesto, tampoco ninguna tienda ni puestos de fruta y verdura. Cuando cerraba los ojos, sólo notaba vacío y frío alrededor, como si se hallara en el lugar más solitario del planeta. Era como el fondo de la nada. 
En Berlín la gente sacaba mesas a la calle, y a veces, cuando Bruno volvía caminando de  la  escuela  con  Karl,  Daniel  y  Martin,  había  hombres  y  mujeres  sentados  a  aquellas mesas,  tomando  bebidas  espumosas  y  riendo  a  carcajadas;  la  gente  que  se  sentaba  a aquellas mesas debía de ser muy graciosa, pensaba él, porque dijeran lo que dijesen siempre había alguien que se reía. Sin embargo, la casa nueva tenía algo que hizo pensar a Bruno que allí nunca se reía nadie; que no había nada de qué reírse y nada de qué alegrarse. 
—Me  parece  que  nos  hemos  equivocado  —opinó  Bruno  unas  horas  después  de  su
llegada,  mientras  Maria  deshacía  las  maletas  en  el  piso  de  arriba.  (María  no  era  la  única criada en la casa nueva: había otras tres que estaban muy flacas y casi nunca hablaban entre ellas, salvo esporádicos susurros. También había un anciano que, según dijeron a Bruno, se encargaría de preparar las hortalizas todos los días y servirles la comida en el comedor, y que parecía muy desdichado y un poco malhumorado.) 
—A  nosotros  no  nos  corresponde  pensar  —dijo  Madre  mientras  abría  una  caja  que contenía un juego de sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían regalado cuando se casó con Padre—. Ciertas personas toman las decisiones por nosotros. 
Como no sabía qué significaba aquello, Bruno fingió no haberla oído. 
—Me  parece  que  nos  hemos  equivocado  —repitió—.  Creo  que  lo  mejor  será  olvidar todo esto y volver a casa. La experiencia es la madre de la ciencia —añadió, una frase que había aprendido hacía poco y que le gustaba utilizar siempre que era posible. 
Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima de la mesa. —Te voy a enseñar otro refrán —dijo—: «Al mal tiempo, buena cara.» 
—Pues yo no veo que pongamos buena cara. Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado  de  idea.  Si  no  hay  más  remedio  que  pasar  el  resto  del  día  aquí,  y  cenar  y quedarnos a dormir esta noche porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana tendríamos  que  levantarnos  temprano  si  queremos  llegar  a  Berlín  antes  de  la  hora  de merendar. 
Madre suspiró. —Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a María a deshacer las maletas? —dijo. —¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos a...? 
—¡Sube,   Bruno,   por   favor!   —le   espetó   Madre,   porque   al   parecer   no   había
inconveniente  en  que  ella  lo  interrumpiera  a  él,  pero  no  funcionaba  igual  a  la  inversa—.
Estamos aquí, hemos llegado, éste será nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos que poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido? 
Bruno no sabía qué significaba «el futuro inmediato», y así lo dijo. —
Significa que ahora vivimos aquí —explicó Madre—. Y no se hable más. 
Al niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior, algo que cuando ascendiera de las  profundidades  de  su  ser  y  saliera  al  mundo  exterior  le  haría  gritar  y  chillar  que  todo aquello era una equivocación y una injusticia y un grave error por el que alguien pagaría tarde o temprano, o que sencillamente le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo habían podido llegar a aquella situación. Él estaba tan tranquilo, jugando en su casa, con sus tres  mejores  amigos  para  toda  la  vida,  deslizándose  por  la  barandilla  de  la  escalera, intentando  ponerse  de  puntillas  para  contemplar  todo  Berlín,  y  de  pronto  se  encontraba atrapado allí, en aquella casa fría y horrible con tres criadas que hablaban en susurros y un camarero  de  aspecto  desdichado  y  malhumorado,  donde  parecía  que  nadie  podría  estar alegre nunca. 
—Bruno, he dicho que subas y deshagas las maletas ahora mismo —le ordenó Madre con aspereza.  El supo que hablaba en serio, así que dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, pero no permitiría que se vertieran.  Subió al piso de arriba y se giró lentamente, describiendo un círculo completo, con la esperanza  de  descubrir  una  pequeña  puerta  o  un  armario  que  más  tarde  podría  explorar, pero no había nada. En aquella planta sólo había cuatro puertas, dos a cada lado del pasillo, enfrentadas. Una daba a su dormitorio, otra al dormitorio de Gretel, otra al dormitorio de Madre y Padre y otra al cuarto de baño. 
—Este no es mi hogar y nunca lo será —masculló al entrar en su habitación y encontrar toda su ropa esparcida por la cama y las cajas de juguetes y libros todavía por vaciar. Era evidente que María no tenía claras sus prioridades—. Mi madre me ha dicho que venga a ayudarte —dijo con voz-queda.  María  asintió  y  señaló  una  gran  bolsa  que  contenía  todos  sus  calcetines,  camisetas  y calzoncillos. 
—Si quieres, separa todo eso y ve poniéndolo en esa cómoda de ahí. —Señaló un feo mueble al fondo de la habitación, junto a un espejo cubierto de polvo.  Bruno  suspiró  y  abrió  la  bolsa  repleta  de  ropa  interior.  Le  habría  encantado  meterse dentro y confiar en que cuando saliera habría despertado y se encontraría de nuevo en su casa. 
—«¿Tú  qué  piensas  de  todo  esto,  María?  —preguntó  tras  un  largo  silencio;  siempre
había  sentido  simpatía  por  María,  a  quien  consideraba  una  más  de  la  familia,  pese  a  que Padre dijera que sólo era una criada y con un sueldo excesivo, por cierto. 
—¿De qué? 
—De esto —dijo él, como si fuera lo más obvio del mundo—. De que hayamos venido a un sitio como éste. ¿No crees que hayamos cometido un grave error? 
—Yo no soy nadie para opinar sobre eso, señorito Bruno —repuso María—. Tu madre ya te ha explicado que el trabajo de tu padre... 
—Jo , estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre! Es de lo único que se habla, la verdad.  El  trabajo  de  Padre  no  sé  qué  y  el  trabajo  de  Padre  no  sé  cuántos.  Mira,  si  ese trabajo significa que tenemos que irnos de casa y que tengo que dejar la barandilla de la escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida, creo que Padre debería replantearse su trabajo, ¿no te parece? 
Entonces  se  oyó  un  chirrido  proveniente  del  pasillo.  Bruno  se  asomó  y  vio  cómo  se abría  un  poco  la  puerta  de  la  habitación  de  Madre  y  Padre.  Se  quedó  paralizado.  Madre seguía  abajo,  lo  cual  significaba  que  Padre  estaba  allí  y  que  quizá  hubiera  oído  lo  que Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta, casi sin atreverse a respirar, temiendo que Padre saliera de repente para llevárselo abajo y leerle la cartilla. 
La puerta se abrió un poco más y Bruno dio un paso atrás al ver aparecer una figura, pero no era Padre. Era un hombre mucho más joven y más bajo que Padre, aunque vestía el mismo tipo de uniforme, sólo que sin tantos adornos. Estaba muy serio y llevaba la gorra firmemente  calada.  Bruno  vio  que  tenía  el  pelo  muy  rubio  alrededor  de  las  sienes,  de  un rubio casi artificial. Llevaba una caja en las manos y se dirigía hacia la escalera, pero se paró un momento al ver a Bruno allí plantado, observándolo. Lo miró de arriba abajo como si fuera la primera vez que veía a un niño y no estuviera muy seguro de qué hacer con él: comérselo, hacer caso omiso de él o pegarle una patada y echarlo escaleras abajo. Al final lo saludó con un rápido gesto y siguió su camino. 
—¿Quién  era  ése?  —preguntó  Bruno.  Parecía  un  joven  tan  serio  y  tan  agobiado  que debía de tratarse de alguien muy importante. 
—Uno de los soldados de tu padre, supongo —contestó María, que al ver aparecer al joven se había puesto muy tiesa y juntado las manos delante del pecho como si rezara. En lugar  de  mirarlo  a  la  cara,  había  bajado  la  vista  al  suelo,  como  si  temiera  convertirse  en piedra  si  atisbaba  sus  ojos;  no  se  relajó  hasta  que  el  joven  se  hubo  marchado—.  Ya  los iremos conociendo. 
—Creo que no me cae bien. Parece demasiado serio. —Tu padre también es muy serio —observó María. 
—Sí,  pero  él  es  Padre.  Los  padres  han  de  ser  serios.  Tanto  da  que  sean  verduleros, maestros, cocineros o comandantes —añadió, enumerando todos los trabajos que sabía que hacían los padres decentes y respetables y sobre cuyos títulos había meditado en numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése sea un padre. Aunque se lo veía muy serio, eso sí. 
—Bueno,  es  que  tienen  un  trabajo  muy  serio  —suspiró  la  criada—.  O  al  menos  eso creen ellos. Pero yo en tu lugar evitaría a los soldados. 
—Aparte  de  eso,  no  veo  qué  otra  cosa  puedo  hacer—dijo  Bruno  con  tristeza—.  Ni siquiera creo que haya alguien con quien jugar que no sea Gretel. Menudo consuelo. Gretel es tonta de remate. 
De  nuevo  sintió  ganas  de  llorar,  pero  se  contuvo,  pues  no  quería  parecer  un  niño pequeño  delante  de  María.  Echó  un  vistazo  al  dormitorio,  intentando  descubrir  algo interesante. No había nada, o al menos eso parecía. Pero entonces le llamó la atención una cosa.  En  el  lado  opuesto  al  de  la  puerta  había  una  ventana  que  arrancaba  del  techo  y  se prolongaba a lo largo de la pared, parecida a la de la buhardilla de la casa de Berlín, sólo que no estaba tan alta. Bruno la miró y pensó que quizá podría ver por ella sin necesidad de ponerse de puntillas. 

Se acercó poco a poco, con la esperanza de divisar Berlín y su casa y las calles aledañas y  las  mesas  donde  los  vecinos  se  sentaban  a  tomar  sus  bebidas  espumosas  y  contarse historias graciosísimas. Avanzó despacio porque no quería llevarse un chasco. Pero como aquél era el dormitorio de un niño, no tuvo que caminar demasiado para llegar a la ventana. Pegó  la  cara  al  cristal  y  vio  lo  que  había  fuera,  y  esta  vez,  si  bien  sus  ojos  se  abrieron desmesuradamente y sus labios formaron una O, sus manos permanecieron pegadas a los costados porque algo le hizo sentir un frío y un temor muy intensos.