jueves, 31 de octubre de 2013

6ta Lectura

EL JARDÍN OLVIDADO 
KATE MORTON



El lugar donde se acurrucó estaba oscuro, pero la pequeña hizo como le ordenaron. La dama le había dicho que aguardara, que aún no estaba a salvo, tenía que estarse tan quieta como los ratones de una alacena. La niña supo que era un Detrás de los barriles de madera, la niña escuchaba. Evocó una imagen en su mente, tal como su padre le había enseñado. Muy cerca, unos hombres, que supuso eran marineros, gritaban a otros más lejos. Voces fuertes y toscas, llenas del mar y su sal. En la distancia las sirenas de los barcos, los silbatos, los remos al chocar contra el agua; y más allá, el grito de las grises gaviotas de alas extendidas para absorberlos
La dama regresaría, eso había dicho, pero la pequeña deseaba que fuera pronto. Había estado esperando largo tiempo, tanto que el sol había recorrido el cielo y ahora calentaba sus rodillas bajo su vestido nuevo. Prestó atención, esperando oír el ruido de las enaguas de la dama siseando contra los tablones del muelle. El taconeo de sus zapatos, apresurados, siempre apresurados, como nunca habían sonado los de su madre. La pequeña se preguntaba, de esa forma vaga y despreocupada de los niños que son muy queridos, dónde estaba su mamá. Cuándo regresaría. Y también se preguntaba acerca de la dama. Sabía quién era, había escuchado a la abuela hablar de ella. La dama se llamaba la Autora y vivía en una pequeña casa en los límites de la propiedad, más allá del laberinto. Se suponía que la pequeña no lo sabía. Se le había prohibido jugar en el laberinto de setos espinosos. Mamá y la abuela le habían dicho que era peligroso aproximarse al acantilado. Pero a veces, cuando nadie la observaba, a la pequeña le gustaba hacer cosas prohibidas.
Motas de polvo, cientos de ellas, danzaban en el haz de luz solar que se filtraba entre los dos barriles. La pequeña sonrió y entonces la dama, el acantilado, el laberinto y su madre abandonaron sus pensamientos. Extendió un dedo y trató de apresar una mota. Se rió del modo en que las motas se acercaban para luego escabullirse.

Los ruidos más allá de su escondrijo eran ahora diferentes. La pequeña podía escuchar el barullo de cosas moviéndose, de voces excitadas. Se inclinó hacia la rendija y apretó su rostro contra la fría madera de los barriles. Con un ojo examinó los muelles.
Piernas, zapatos y dobladillos de enaguas. Retazos de coloridas cintas de papel se agitaban de un lado a otro, y en el muelle, resabiadas gaviotas a la caza de migajas. Hubo un bandazo y el enorme barco gimió larga y gravemente desde el interior de su vientre. Las vibraciones pasaron a través de los tablones del muelle hasta la punta de los dedos de la pequeña. Se produjo un instante de tensión en el que se encontró conteniendo la respiración, las palmas extendidas a los lados, luego el barco se puso en marcha y se apartó del muelle. La sirena sonó y hubo una ola de vítores, gritos de «Bon voyage». Estaban en camino. Hacia América, un lugar llamado Nueva York en donde papá había nacido. Ella los había oído cuchichear sobre el tema durante un tiempo, mamá diciéndole a papá que deberían partir tan pronto fuera posible, que no podían permitirse seguir aguardando.
La pequeña volvió a reír; el bote se deslizaba sobre el agua como una ballena gigante, como Moby Dick en el cuento que su padre le leía con frecuencia. A mamá no le gustaba que le leyera semejantes historias. Decía que eran demasiado aterradoras y que le metían ideas en la cabeza que luego no podrían sacarle. Papá siempre besaba a mamá en la frente cuando ella decía cosas por el estilo, le decía que tenía razón y que tendría más cuidado en el futuro. Pero así y todo continuaba contándole historias a la pequeña sobre la gran ballena. Y otras —que eran sus favoritas— de un libro de cuentos sobre viejas ciegas y doncellas huérfanas y un largo viaje por alta mar. Él se aseguraba de que mamá no se enterara, que fuera su secreto.
La pequeña entendió que había secretos que no podían compartir con mamá. Mamá no estaba bien, había estado enferma desde antes de que naciera la niña. La abuela siempre estaba diciéndole que se comportara bien, recordándole que si mamá se enfadaba algo terrible podría sucederle y todo sería por su culpa. La pequeña amaba a su madre y no quería entristecerla, no quería que algo terrible sucediera, así que mantenía esas cosas en secreto. Como las historias fantásticas, y el jugar cerca del laberinto, y las veces en que papá la había llevado a visitar a la Autora en la casa de los límites de la propiedad.
—¡Aja! —Exclamó una voz junto a su oído—. ¡Te encontré! —El barril fue apartado y la pequeña parpadeó bajo la luz del sol. Parpadeó hasta que el dueño de la voz se movió y bloqueó la luz. Era un muchacho grande, de ocho o nueve años, supuso—.
Tú no eres Sally —dijo.
La pequeña negó con la cabeza.
—¿Quién eres?
Se suponía que no debía decir a nadie su nombre. Era un juego que estaban jugando ella y la dama.
—¿Y bien?
—Es un secreto.
Él frunció la nariz y sus pecas se juntaron.
—¿Y eso?
Se encogió de hombros. Se suponía que no debía mencionar a la dama. Papá siempre se lo estaba recordando.
—¿Dónde está Sally, entonces? —El niño se impacientaba. Miró a derecha y a izquierda—. La vi correr en esta dirección. Estoy seguro de ello.
Se escuchó una fuerte risa más allá, en el muelle, y el ruido de pasos a la carrera. El rostro del niño se iluminó.
—¡Rápido! —dijo y comenzó a correr—. Se está escapando.
La pequeña inclinó la cabeza por delante del barril y lo vio escabullirse entre la multitud en persecución de un torbellino de pequeñas enaguas.
El hormigueo de sus pies la incitaba a seguirle.
Pero la dama había dicho que esperara.

El niño se estaba alejando. Esquivó a un hombre rollizo de bigotes encerados que fruncía el ceño de tal modo que sus facciones se juntaban en el centro de su rostro como una familia de cangrejos asustados.
La pequeña rió.
Tal vez todo fuera parte del mismo juego. La dama le recordaba más a una niña que a los adultos que conocía. Tal vez ella también estuviera jugando. Salió de detrás del barril y se puso lentamente de pie. El pie izquierdo se le había dormido y ahora sentía calambres. Esperó un momento a que le volviera la sensibilidad, mirando mientras el niño doblaba por una esquina y desaparecía.
Después, sin pensarlo dos veces, salió a la carrera detrás de él. Con pasos veloces y el corazón cantándole en el pecho.
2
Brisbane,, Australia,, 1930
Al final, celebraron el cumpleaños de Nell en el edificio de los Forester, en Latrobe Terrace. Hugh había sugerido el nuevo salón de baile de la ciudad, pero Nell, haciéndose eco de su madre, había dicho que era una tontería meterse en gastos superfluos, especialmente ahora, que los tiempos eran tan difíciles. Hugh accedió, pero en cambio insistió en que ella encargara a Sydney las cintas de encaje especial que sabía le apetecían para su vestido. Lil le había metido esa idea en la cabeza antes de morir. Se había inclinado y, tomando su mano, le había mostrado el anuncio del periódico, con la dirección de la calle Pitt, explicándole lo fino que era el encaje, cuánto significaría para Nellie, y que, aunque pudiera parecer extravagante, podría reutilizarse para el vestido de novia, cuando llegara el momento. Después había sonreído, y fue como si volviera a tener dieciséis años, ya que le dejó embelesado.
Lil y Nell habían estado trabajando en el vestido de cumpleaños desde hacía un par de semanas. Por las noches, cuando Nell regresaba a casa del trabajo en la tienda de periódicos, tomaban el té, y las hermanas pequeñas peleaban letárgicamente en la terraza al tiempo que una multitud de mosquitos anegaba el aire de la noche haciendo que uno se sintiera enloquecer por el zumbido. Nell tomaba su canasta de costura y acercaba una silla junto al lecho de enferma de su madre. Hugh a veces las escuchaba, riendo sobre algo que había sucedido en la tienda: una discusión que Max Fitzsimmons había tenido con un cliente, o la última dolencia de la señora Blackwell, o las travesuras de los mellizos de Nancy Brown. Permanecía cerca de la puerta, llenando su pipa de tabaco y escuchando mientras Nell bajaba la voz, rebosante de satisfacción al contar algo que Danny había dicho. Alguna promesa que había hecho sobre la casa que iba a comprarle cuando se casaran, el automóvil al que le había echado el ojo y que su padre creía poder conseguir por poco dinero porque era una bicoca, la última batidora de cocina de la tienda de McWhirter.A Hugh le gustaba Danny: no podía pedir más para Nell, lo cual no estaba mal, teniendo en cuenta que la pareja había sido inseparable desde que se conocieron…

jueves, 17 de octubre de 2013

5ta Lectura




EL NIÑO CON EL  

PIJAMA DE RAYAS  
John Boyne  

El descubrimiento de Bruno  
 Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una sorpresa al ver que María, la criada de 
la  familia  —que  siempre  andaba  cabizbaja  y  no  solía  levantar  la  vista  de  la  alfombra—, 
estaba  en  su  dormitorio  sacando  todas  sus  cosas  del  armario  y  metiéndolas  en  cuatro grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más.  
— ¿Qué haces? —le preguntó con toda la educación de que fue capaz, pues, aunque no 
le  hizo  ninguna  gracia  encontrarla  revolviendo  sus  cosas,  su  madre  siempre  le  recordaba que tenía que tratarla con respeto y no limitarse a imitar el modo en que Padre se dirigía a la criada—. No toques eso.  
María  sacudió  la  cabeza  y  señaló  la  escalera,  detrás  de  Bruno,  donde  acababa  de aparecer la madre del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo, recogido en la nuca con una especie de redecilla. Se retorcía las manos, nerviosa, como si hubiera algo que le habría gustado no tener que decir o algo que le habría gustado no tener que creer.  
—Madre —dijo Bruno—, ¿qué pasa? ¿Por qué María está revolviendo mis cosas?  
—Está haciendo las maletas.  
— ¿Haciendo las maletas? —repitió él, y repasó a toda prisa los días anteriores, considerando si se había portado especialmente mal o si había  pronunciado  aquellas  palabras  que  tenía  prohibido  pronunciar,  y  si  por  eso lo castigarían mandándolo a algún sitio. Pero no encontró nada. Es más, en los últimos días se 
había  portado  de  forma  perfectamente  correcta  y  no  recordaba  haber  causado  ningún problema—. ¿Por qué? —Preguntó entonces—. ¿Qué he hecho?  
Pero  Madre  ya  había  subido  a  su  dormitorio,  donde  Lars,  el  mayordomo,  estaba recogiendo  sus  cosas.  La  mujer  echó  un  vistazo,  suspiró  y  alzó  las  manos  con  gesto  de frustración  antes  de  volver  hacia  la  escalera.  En  ese  momento  Bruno  subía,  porque  no pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una explicación.  
—Madre —insistió—, ¿qué pasa? ¿Vamos a mudarnos?  
—Ven conmigo —dijo ella, señalando el gran comedor, donde la semana anterior había cenado el Furias—. Hablaremos abajo.  
Bruno se volvió y bajó la escalera a toda prisa, adelantando a su madre, de modo que ya la esperaba en el comedor cuando ella llegó. La observó un momento en silencio y pensó 
que  aquella  mañana  se  había  aplicado  mal  el  maquillaje,  porque  tenía  los  bordes  de  los 
párpados  más  rojos  de  lo  habitual,  igual  que se  le  ponían  a  él  cuando  se  portaba  mal,  se metía en un aprieto y acababa llorando.  
—Mira, hijo, no tienes que preocuparte —dijo ella, acomodándose en la silla donde se había  sentado  la  acompañante  del  Furias,  una  rubia  hermosísima,  y  desde  donde  ésta  se había  despedido  de  Bruno  con  la  mano  cuando  Padre  cerró  las  puertas—.  Ya  verás,  de hecho vas a vivir una gran aventura.  
— ¿Qué aventura? ¿Vais a mandarme a algún sitio?  
—No, no te vas sólo tú —repuso ella, y por un instante pareció que quería sonreír—. 
Nos vamos todos. Tú, Gretel, tu padre y yo. Los cuatro.  Bruno arrugó la nariz. No le importaba demasiado que enviaran a Gretel a algún sitio, porque  ella  era  tonta  de  remate  y  no  hacía  más  que  fastidiarlo,  pero  le  pareció  un  poco injusto que todos tuvieran que irse con ella.  
—Pero ¿adónde? —preguntó—. ¿Adonde nos vamos? ¿Por qué no podemos quedarnos aquí? —Es por el trabajo de tu padre. Ya sabes lo importante que es, ¿verdad?  
—Sí, claro. —Bruno asintió con la cabeza. Siempre acudían muchas visitas a la casa (hombres  con  uniformes  fabulosos  y  mujeres  con  máquinas  de  escribir  que  él  no  podía tocar  con  las  manos  sucias),  y  todos  se mostraban  muy  educados  con  su  padre  y  comentaban que era un hombre con porvenir y que el Furia tenía grandes proyectos para él.  
—Bueno, pues a veces, cuando alguien es muy importante —continuó Madre—, su jefe le pide que vaya a algún sitio para hacer un trabajo muy especial.  
— ¿Qué  clase  de  trabajo?  —preguntó  Bruno,  porque  sinceramente  (y  él  siempre 
procuraba  ser  sincero  consigo  mismo)  no  estaba  del  todo  seguro  de  en  qué  consistía  el trabajo de Padre.  
Un  día,  en  la  escuela,  todos  habían  hablado  de  sus  padres  y  Karl  había  dicho  que  el suyo era verdulero, y Bruno sabía que era verdad porque regentaba la verdulería del centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que su padre era maestro, y Bruno sabía que era verdad porque enseñaba a los chicos mayores, aquellos a quienes no era conveniente acercarse. Y Martin había dicho que su padre era cocinero, y Bruno sabía que era verdad porque cuando iba a buscar a su hijo a la escuela siempre llevaba una bata blanca y un delantal de cuadros escoceses, como si acabara de salir de la cocina.  
Pero cuando le preguntaron a Bruno qué hacía su padre, él abrió la boca para contestar y  entonces  se  dio  cuenta de  que  no  lo  sabía.  Sólo  podía  decir  que  era  un  hombre  con porvenir  y  que  el  Furias  tenía  grandes  proyectos  para  él.  Bueno,  eso  y  que  tenía  un uniforme fabuloso.  
—Es  un  trabajo  muy  importante  —dijo  Madre  tras  vacilar  un  instante—.  Un  trabajo para el que se requiere un hombre muy especial. Lo entiendes, ¿verdad?  
— ¿Y tenemos que ir todos?  
—Por supuesto. No querrás que Padre vaya solo a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no?  
—No, claro —concedió Bruno.  
—Padre nos añoraría mucho si no nos tuviera a su lado —añadió ella.  
— ¿A quién añoraría más? ¿A mí o a Gretel?  
—Os  añoraría  a  ambos  por  igual  —afirmó  Madre,  porque  no  le  gustaba  mostrar favoritismos, algo que Bruno respetaba, sobre todo porque sabía que en el fondo él era su favorito.  
—Pero ¿y la casa? ¿Quién cuidará de ella mientras estemos fuera?  
La madre suspiró y paseó la mirada por la habitación como si no fuera a verla nunca más.  Era  una  casa  muy  bonita,  con  cinco  plantas,  contando  el  sótano  donde  el  cocinero 
preparaba  las  comidas  y  donde  María  y  Lars  se  sentaban  a  la  mesa  y  discutían  y  se llamaban cosas que no había que llamar a nadie. Y contando también la pequeña buhardilla 
de  ventanas  inclinadas  que  había  en  lo  alto  del  edificio,  desde  donde  Bruno  podía contemplar todo Berlín si se ponía de puntillas y se aferraba al marco.  
—De momento tenemos que cerrar la casa —dijo Madre—. Pero algún día regresaremos. — ¿Y el cocinero? ¿Y Lars? ¿Y María? ¿No seguirán viviendo aquí?  
—Ellos  vienen  con  nosotros.  Pero  basta  de  preguntas.  Quiero  que  subas  y  ayudes  a María a hacer tus maletas.  
El niño se levantó, pero no fue a ninguna parte. Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más antes de dar el tema por zanjado.  
— ¿Y  está  muy  lejos?  —preguntó—.  Ese  sitio  al.  que  vamos.  ¿Está  a  más  de  un kilómetro?  
— ¡Qué  gracia!  —exclamó  Madre,  y  rio  de  manera  extraña,  porque  no  parecía contenta, desviando la mirada como para evitar que su hijo le viera? la cara—. Sí, Bruno, está a más de un kilómetro. La verdad es que está bastante más lejos.  
Bruno abrió mucho los ojos y sus labios formaron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia los lados, como solía ocurrirle cuando algo le sorprendía.  
—No  querrás  decir  que  nos  vamos  de  Berlín,  ¿verdad?  —repuso,  intentando  tomar aire al mismo tiempo que pronunciaba aquellas palabras.  
—Me temo que sí —dijo Madre, asintiendo tristemente con la cabeza—. El trabajo de tu padre es...  
—Pero  ¿y  la  escuela?  —la  interrumpió  Bruno,  algo  que  sabía  que  no  debía  hacer, aunque  supuso  que  en  aquella  ocasión  su  madre  le  perdonaría—.  ¿Y  Karl  y  Daniel  y Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy cuando queramos hacer cosas juntos?  
—Tendrás  que  despedirte  de  tus  amigos  por  un  tiempo.  Pero  descuida,  volverás  a verlos más adelante. Y no interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor —añadió, 
pues  pese  a  que  aquélla  era  una  noticia  extraña  y  desagradable,  no  había  ninguna necesidad de que Bruno incumpliera las normas de educación que le habían inculcado.  
— ¿Despedirme  de  ellos?  —preguntó  el  niño  mirándola  fijamente—.  ¿Despedirme  de ellos? —repitió, escupiendo las palabras como si tuviera la boca llena de trocitos de galleta masticados—.   ¿Despedirme   de   Karl   y   Daniel   y   Martin?   —Continuó,   subiendo peligrosamente el tono hasta casi gritar, algo que no le estaba permitido dentro de casa—. 
¡Pero si son mis tres mejores amigos para toda la vida!  
—Bueno,  ya  harás  nuevas  amistades  —dijo  Madre  quitándole  importancia  con  un ademán, como si fuera fácil encontrar a tres mejores amigos para toda la vida.  
—Es que nosotros teníamos planes —protestó él. — ¿Planes? —
Madre enarcó las cejas—. ¿Qué clase de planes?  
—Eso no puedo decírtelo —contestó Bruno, ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre todo al cabo de unas semanas, cuando terminara el curso escolar y empezaran las vacaciones de verano. Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo planes, sino que podrían ponerlos en práctica.  —Lo siento, hijo, pero tus planes tendrán que esperar. No tenemos alternativa.  
—Pero...  
—Basta, Bruno —espetó ella con brusquedad, poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en serio—. Precisamente la semana pasada te quejabas de cómo habían cambiado las cosas en los últimos tiempos.  
—Bueno, es que no me gusta que ahora haya que apagar todas las luces por la noche 
—admitió él.  
—Eso lo hace todo el mundo. Así nos protegemos. Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nosj marchamos. Bueno, ahora quiero que subas y ayudes a María a hacer tus maletas. No tenemos tanto tiempo como me habría gustado para prepararnos, gracias a ciertas personas.  
Bruno  asintió  y  se  alejó  cabizbajo,  consciente  de  que  «ciertas  personas»  era  una expresión  que  utilizaban  los  adultos  y  que  significaba  «Padre»,  y  que  él  no  debía emplearla.  
Subió  despacio  la  escalera,  sujetándose  a  la  barandilla  con  una  mano  mientras  se preguntaba  si  en  la casa  nueva  de  aquel  sitio  nuevo  donde  estaba  el  trabajo  nuevo  de  su padre habría una barandilla tan fabulosa como aquélla para deslizarse. Porque la barandilla de su casa arrancaba del último piso —justo enfrente de la pequeña buhardilla desde donde, si  se  ponía  de  puntillas  y  se  aferraba  al  marco  de  la  ventana,  podía contemplar  todo Berlín—, discurría hasta la planta baja y terminaba justo enfrente de la enorme puerta de roble de doble hoja. Y no había nada que a Bruno le gustara más que montarse en la barandilla en el último piso y deslizarse por toda la casa haciendo «zuuum».  
Bajaba desde el último piso hasta el siguiente, donde se encontraban el dormitorio de sus padres y el cuarto de baño grande que no le dejaban utilizar.  
Continuaba hasta el siguiente, donde estaba su dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad habría debido utilizar más a menudo.  
Y seguía hasta la planta baja, donde se caía del extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos pies si no quería recibir una penalización de cinco puntos y verse obligado a empezar de nuevo.  
La  barandilla  era  lo  mejor  de  la  casa  —eso  y  que  los  abuelos  vivían  muy  cerca—. Cuando  reparó  en aquello,  Bruno  se  preguntó  si  ellos  irían  también  al  sitio  del  nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la necesitaba mucho porque era tonta de remate —todo habría sido más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la casa—, pero los abuelos... Hombre, aquello era muy distinto.  
Subió despacio la escalera hacia su dormitorio, pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba con el comedor —y donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones—, y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho más fuerte que ella, poniendo fin a la conversación. 
Entonces la puerta del despacho se cerró y Bruno no oyó nada más, de modo que le pareció buena idea volver a su habitación y encargarse personalmente de hacer las maletas; de lo contrario, María sacaría todas sus cosas del armario sin cuidado ni consideración, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble y que eran suyas y de nadie más.  


jueves, 10 de octubre de 2013

4ta Lectura


Elizabeth Eulberg
[El Club de los Corazones Solitarios]



Tres
Me sentía perdida. Necesitaba esconderme. Escapar.
Sólo se me ocurrió un remedio para aliviar el dolor. Recurrí a los únicos cuatro chicos que nunca me fallarían. Los únicos cuatro chicos que jamás me partirían el corazón, que no me decepcionarían.
John, Paul, George y Ringo.
Lo entenderá cualquiera que se haya aferrado a una canción como a un bote salvavidas. O que haya puesto una canción para despertar un sentimiento, un recuerdo. O que haya hecho sonar mentalmente una banda sonora para ahogar una conversación o una escena desagradable.
En cuanto regresé a mi habitación, destrozada por el rechazo de Nate, subí el volumen de mi estéreo hasta tal punto que la cama empezó a temblar. Los Beatles habían sido siempre una especie de manta reconfortante que me aportaba seguridad. Formaban parte de mi vida incluso antes de que naciera. De hecho, de no haber sido por los Beatles, no habría llegado a nacer.
Mis padres se conocieron la noche en que John Lennon murió de un disparo, junto a un altar improvisado en un parque de Chicago. Ambos eran fans de los Beatles de toda la vida, y con el paso del tiempo decidieron que no tenían más remedio que llamar a sus tres hijas con los nombres de tres canciones del grupo: Lucy in the Sky with Diamonds, Lovely Rita y Penny Lane.
Eso sí, mis dos hermanas mayores tuvieron la suerte de que les pusieran segundos nombres corrientes, pero a mí me otorgaron el título completo de Lennon y McCartney: Penny Lane. Incluso nací el 7 de febrero, aniversario de la primera visita de los Beatles a Estados Unidos. No creía que fuera una casualidad. No me habría extrañado que mi madre se hubiera negado a empujar para que yo naciera en esa fecha concreta.
Casi todos los viajes familiares tenían como destino la ciudad de Liverpool, en Inglaterra. En todas nuestras felicitaciones de Navidad aparecíamos recreando la portada de un disco de los Beatles. Aquello debería haberme incitado a la rebelión. En cambio, los Beatles se convirtieron en parte de mí. Ya me sintiera feliz o desdichada, sus letras, su música me suponían un consuelo.
Ahora, traté de sofocar las palabras de Nate con una explosión de Help! Mientras tanto, recurrí a mi diario. Al cogerlo, el ejemplar encuadernado en piel se notaba pesado, cargado por los años de emociones que contenían sus páginas. Lo abrí e inspeccioné las entradas, casi todas con letras de los Beatles. A cualquier otra persona le habrían resultado asociaciones absurdas; pero, para mí, el significado de las letras iba mucho más allá de las palabras. Eran instantáneas de mi vida: de lo bueno, lo malo y lo relacionado con los chicos.
Cuánto sufrimiento. Me puse a examinar mis relaciones anteriores.
Dan Walker, de segundo de bachillerato y, según Tracy, mejor «un tío bueno». Salimos cuatro meses, cuando empecé cuarto de secundaria. Las cosas comenzaron bastante bien, si por «bien» se entiende ir al cine y a tomar pizza los viernes por la noche con el resto de las parejas de la ciudad. Al final, Dan empezó a confundirme con el personaje de la película Casi famosos, también llamado Penny Lane. Era una groupie empedernida, y a Dan se le metió en su cabeza hueca que, si tocaba a la guitarra Stairway to Heaven, me rendiría. No tardé mucho en darme cuenta de que el atractivo físico no conlleva necesariamente las dotes de un buen guitarrista. Una vez que se hubo percatado de que mis bragas seguían en su sitio, Dan cambió de melodía.
Después vino Derek Simpson, quien —estoy convencida— sólo salió conmigo porque pensaba que mi madre, farmacéutica, le podía conseguir pastillas.
Darren McWilliams no fue mucho mejor. Empezamos a salir justo antes de que este verano me entrara la locura por Nate. Parecía un tipo encantador hasta que le dio por frecuentar a Laura Jaworski, quien resultó ser una buena amiga mía. Acabó quedando con las dos el mismo día. No se le ocurrió que compararíamos nuestras agendas.
Dan, Derek y Darren. Y sólo en cuarto de secundaria. Me engañaron, me mintieron y me utilizaron. ¿Qué lección aprendí? La de mantenerme alejada de los chicos cuyo nombre de pila empiece por «D», ya que todos ellos eran el diablo personificado.
Puede que el verdadero nombre de Nate fuera Dante el Destructor de Deseos. Porque era diez veces peor que los tres «D» juntos.
Aparté el diario a un lado. Estaba furiosa con Nate, es verdad. Pero, sobre todo, estaba furiosa conmigo misma. ¿Por qué me presté a salir con ellos? ¿Qué saqué de aquellas relaciones, aparte de un corazón destrozado? Yo era más inteligente que todo eso. Tendría que haberlo sabido.
¿En serio quería seguir siendo utilizada? ¿Es que había alguien ahí fuera que mereciera la pena?
Había creído que Nate sí merecía la pena, pero estaba equivocada.
Cuando me levanté para llamar a Tracy —tenía que compartir mis penas con ella—, algo me llamó la atención. Me acerqué a mi póster preferido de los Beatles y empecé a pasar los dedos por las letras: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.
Había contemplado aquel póster día tras día durante los últimos siete años. Había escuchado aquel álbum, uno de mis favoritos, cientos de veces. Era como si, para mí, siempre hubiera sido una única palabra muy larga: SgtPepper’sLonelyHeartsClubBand. Pero ahora tres términos se desligaban del resto, y descubrí en la expresión algo completamente nuevo.
Lonely.
Hearts.
Club.
Entonces, sucedió.
Algo relacionado con aquellas palabras.
Lonely. Hearts. Club.
Club. Corazones. Solitarios.
En teoría, podría sonar deprimente. Pero en aquella música no había nada deprimente.
No, este Club de los Corazones Solitarios era justo lo contrario a deprimente. Era fascinante.
Había tenido la respuesta delante de mis ojos, desde el principio. Sí, había encontrado una manera para que dejaran de engañarme, de mentirme, de utilizarme.
Dejaría de torturarme al salir con fracasados. Disfrutaría de los beneficios de la soltería. Por una vez, me concentraría en mí misma. Primero de bachillerato iba a ser mi año. Todo giraría alrededor de mí, Penny Lane Bloom, fundadora y socia única del Club de los Corazones Solitarios.

jueves, 3 de octubre de 2013

3ra Lectura

El club de los Corazones Solitarios
Elizabeth  Eulberg  


DOS

Todo ocurrió muy deprisa.
Empezó como cualquier otro verano. Llegaron los Taylor, y la casa estaba hasta los  topes.  Nate  y  yo  coqueteábamos  sin  parar…  siguiendo  la  rutina  de  los  últimos años.  Sólo  que,  esta  vez, por  debajo  del  coqueteo  latían  otras  cosas.  Como  deseo. Como futuro. Como sexo.
Todo  lo  que  había  soñado  empezó  a  suceder.  Para  mí,  Nate  era  perfecto.  El chico  con  el  que  comparaba  a  todos  los  demás.  El  que  siempre  conseguía  que  el corazón se me acelerara y el estómago se me encogiera.
Aquel verano, por fin, mis sentimientos fueron correspondidos.  Quedamos  un  par  de veces, nada del  otro  mundo.  Fuimos  al  cine,  a  cenar,  y demás.
Nuestros  padres  no  tenían  ni  idea  de  lo  que  estaba  pasando.  Nate  no  quería decírselo, y me  dejé llevar. Alegó que reaccionarían de manera exagerada, y no se lo discutí.  Aunque  sabía  que  nuestros  padres  siempre  habían  deseado  que,  en  un futuro,  acabáramos  juntos,  no  estaba  convencida  de  que  ya  estuvieran  preparados.
Sobre todo porque Nate dormía abajo, en nuestro sótano insonorizado. Todo  iba  de  maravilla. Nate  me  decía  lo  que  yo  quería  oír.  Que  era  preciosa, perfecta. Que al besarme se le cortaba la respiración.
Me encontraba en la gloria.
Nos  besábamos.  Luego,  nos  besábamos  más.  Y  después,  mucho  más.  Pero  al poco   tiempo   ya   no   era   suficiente.   Al   poco   tiempo,   las   manos   empezaron  a deambular, la ropa empezó a desprenderse. Era lo que yo siempre había deseado… pero parecía ir deprisa. Demasiado deprisa. Por mucho que le diera a Nate, siempre quería  más.  Y  yo  me  resistía.  Todo  cuanto  hacíamos  se  convertía  en  una  lucha constante por ver hasta dónde cedería yo.
Habíamos tardado tanto en llegar hasta ese punto que no quería precipitar las cosas. No entendía por qué no nos limitábamos a disfrutar del momento, a disfrutar de estar juntos, en vez de apresurarnos hasta el paso siguiente.
Y cuando digo «paso siguiente», me refiero al contacto físico.
No había mucho de qué hablar sobre los pasos siguientes en cuanto a nuestra relación. Después  de  un  par  de  semanas,  Nate  empezó  a  decir  que,  para  él,  yo  era  la única, su amor verdadero. Sería tan increíble, aseguraba, si le permitiera amarme de la manera en la que él quería…
Justo  lo  que  yo  había  imaginado  durante  tanto  tiempo.  Lo  que  siempre  había deseado. Así que pensé: «Sí, lo haré. Porque será con él. Y eso es lo que importa».
Decidí darle una sorpresa.
Decidí confiar en él.
Decidí dar el paso.
Lo tenía todo planeado, todo calculado. Nuestros padres iban a salir hasta tarde y tendríamos la casa para nosotros solos.
— ¿Estás  segura  de  que  es  lo  que  quieres,  Pen?  —me  preguntó  Tracy  aquella mañana.
—Lo único que sé es que no quiero perderlo —respondí.
Tal era mi razonamiento. Lo haría por Nate. No tenía nada que ver conmigo ni con lo que yo quería. Todo era por él.
Quería  que  resultara  espontáneo.  Quería  que  le  pillara  desprevenido,  y  que luego  se sintiera  abrumado  por  lo  perfecto  que  era,  por  lo  perfecta  que  era  yo.  Ni siquiera  sabía  que  yo estaba  en  casa;  quería  que  pensara  que  había  salido  aquella noche,  para  que  la  sorpresa fuera  aún  mayor.  Quería  demostrarle  que  estaba preparada. Dispuesta. Que era capaz. Lo tenía todo pensado, excepto la ropa que me iba a poner. Me metí a hurtadillas en la habitación de mi hermana Rita y registré sus cajones hasta encontrar un camisón de seda blanco que no dejaba mucho espacio a la imaginación. También le cogí su bata de encaje rojo.
Cuando  por  fin  estuve  preparada,  bajé  sigilosamente  las  escaleras  hasta  la habitación  de Nate,  en  el  sótano.  Empecé  a  desatarme  la  bata,  con  una  mezcla  de emoción  y  de  puro  nerviosismo.  Me  moría  de  ganas  de  ver  la  expresión  de  Nate cuando me descubriera. Me moría de ganas de demostrarle lo que sentía, de modo que él, por fin, sintiera lo mismo que yo.
Esbocé una sonrisa mientras encendía la luz.
— ¡Sorpresa! —grité. Nate se incorporó del sofá como un resorte, con una expresión de pánico en el semblante.
—Hola… —dije con tono sumiso, a la vez que dejaba caer la bata al suelo.
Entonces, otra cabeza surgió del sofá.
Una chica.
Con Nate.
Me quedé petrificada, sin creer lo que veían mis ojos. Pasé la mirada del uno al otro mientras, a tientas, reunían su ropa. Por fin, agarré la bata y me la puse, tratando de cubrir la mayor parte posible de mi cuerpo.
La chica empezó a soltar risitas nerviosas.
— ¿No habías dicho que tu hermana había salido esta noche?
¿Su hermana? Nate no tenía una hermana. Traté de convencerme de que existía una buena explicación para lo que estaba viendo. Nate no me haría una cosa así, de ninguna manera. Sobre todo en mi propia casa. Quizá aquella chica había tenido un accidente  justo  delante  de  la  puerta  y  Nate  la  había  llevado  adentro  para…  eh… consolarla. O acaso ensayaban una escena de una representación estival de… Romeo y Julieta al desnudo. O tal vez me había quedado dormida y se trataba de una pesadilla. Sólo que no era así.
La chica terminó de vestirse y Nate, esquivando mi mirada, la acompañó al piso de arriba.
Todo un caballero.
Tras lo que me pareció una eternidad, regresó.
—Penny  —dijo,  colocando  una  mano  alrededor  de  mi  cintura—,  lamento  que tuvieras que ver eso.
Intenté responder, pero no encontraba la voz.
Subió los brazos hasta mis hombros y empezó a frotarlos a través de la bata.
—Lo  siento,  Penny.  Lo  siento  mucho.  Ha  sido  una  estupidez,  tienes  que creerme. Soy un idiota. Un idiota de categoría. Un completo idiota.
Negué con la cabeza.
— ¿Cómo has podido? —mis palabras eran apenas un suspiro; se me contraía la garganta.
Se inclinó sobre mí.
—En  serio,  no  volverá  a  ocurrir.  Escúchame,  no  ha  pasado  nada.  En  absoluto.
No  fue  nada.  Ella  no  es  nadie.  Sabes  lo  mucho  que  significas  para  mí.  Eres  tú  con quien  quiero  estar.  Eres  tú  de  quien  estoy  enamorado  —bajó  las  manos  por  mi espalda—.  ¿Te  sientes  mejor  ahora?  Dime  qué  puedo  hacer,  Penny.  Lo  último  que quiero es herirte.
La conmoción se iba pasando, dejando al descubierto la furia que subyacía. Me aparté de un empujón.
— ¿Cómo has podido? —espeté—. ¿CÓMO HAS PODIDO?
Esta última parte la dije a gritos.
—Mira, ya me he disculpado.
— ¿Te has DISCULPADO?
—Penny, lo siento muchísimo.
— ¿LO SIENTES?
—Por favor, para de una vez y escúchame. Te lo puedo explicar.
—Muy bien, perfecto —me senté en el sofá—. Explícame.
Nate me lanzó una mirada nerviosa; evidentemente, no había contado con que me sentara a escuchar lo que tuviera que decir.
—Penny, esa chica no significa nada para mí.
—Pues  no  daba  esa  impresión  —me  ajusté  el  cinturón  de  la  bata  y  agarré  un almohadón para taparme las piernas.
Nate exhaló un suspiro. Un suspiro en toda regla.
—Bueno, ya empezamos con el  melodrama  —ironizó. Entonces,  se sentó a mi lado  con  los  brazos  cruzados—.  Muy  bien.  Si  no  estás  dispuesta  a  aceptar  mis disculpas, no veo qué otra cosa puedo hacer.
— ¿Disculpas? —Repliqué entre risas—. ¿Crees que decir «lo siento» es suficiente para  borrar  lo  que  ha  pasado?  Creía  que  habías  dicho  que  soy  especial  —miré  al suelo, avergonzada de mí misma por haber sacado el tema a relucir.
—Pues claro que eres especial, Penny. Venga ya, ¿qué pensabas que iba a pasar?
—la cara de Nate se tiñó de un rojo brillante—. A ver, las cosas son así: tú y yo…, nosotros…, nosotros…, bueno, es lo que hay…
No daba crédito a lo que estaba oyendo. El Nate de sólo unos días atrás había desaparecido y una especie de… bestia había ocupado su lugar.
— ¿Me quieres decir de qué estás hablando?
— ¡Santo Dios! —Nate se levantó del sofá y empezó a pasear de un lado a otro—.  Esto  es  exactamente  de  lo  que  estoy  hablando:  mírate,  ahí  sentada,  como  cuando éramos niños y no conseguías lo que querías. Bueno, he querido estar contigo desde hace  mucho  tiempo,  Penny.  Muchísimo.  Pero  aunque  tú  creas  que  quieres  estar conmigo, no me quieres a mí. Lo que quieres es a tu amor de la infancia. El Nate que te cogía de la mano y te daba besos en la mejilla. Bueno, pues ese Nate ha crecido. Y quizá tú deberías hacer lo mismo.
—Pero yo…
— ¿Qué? Tú ¿qué? ¿Te has puesto el camisón de tu hermana? Eso son juegos de niños,  Penny.  Para  ti,  es  un  día  de  boda  perpetuo,  sin  luna  de  miel,  sin  quitarte  el vestido de novia, sin nada de nada. Pero ¿sabes qué? La gente practica el sexo. No es para tanto.
Empecé a temblar de arriba abajo. Sus palabras me golpeaban.
Nate negó con la cabeza.
—No  me  debería  haber  liado  contigo.  ¿Qué  puedo  decir?  Estaba  harto,  y  era
mucho  más  fácil  ceder  a  tus  fantasías  que  enfrentarme  a  ellas.  Además,  lo  admito, tienes ese toque de chica de clase media que te favorece. Nunca se me ocurrió que, al final, no era más que una provocación.
El estómago se me revolvió. Las lágrimas me surcaban las mejillas.
—Oh,  venga  ya  —Nate  se  sentó  y  me  rodeó  con  el  brazo—.  Grítame  un  poco más y te sentirás mejor. Luego, pasaremos página.
Me desembaracé a sacudidas y salí corriendo escaleras arriba.
Para huir de Nate.
Para huir de las mentiras.
Para huir de todo.
Pero  no  podía  huir.  Nate  iba  a  seguir  instalado  en  nuestra  casa  otras  dos semanas. Cada mañana, tendría que levantarme y mirarlo a la cara. Observar cómo salía por la puerta, sabiendo que seguramente iba a verse con ella. Sabiendo que Nate tenía que buscar en otro sitio porque yo no era lo bastante buena para él. Nunca me vería «de esa manera».
Día tras día me recordaba a mí misma que era una fracasada. Que lo que había deseado durante años había terminado haciéndome sufrir más de lo imaginable.
Rita, mi hermana mayor, fue la única persona de mi familia a la que se lo conté,
y  la  obligué  a  jurar  que  no  se  lo  diría  a  nadie.  Sabía  que  aquello  perjudicaría  la prolongada y estrecha amistad entre nuestros padres, y no me parecía justo que Nate también destruyera eso. Además, me daba vergüenza. No soportaba la idea de que mis padres descubrieran lo estúpida que era su hija.
Rita  intentó  consolarme.  Llegó  a  amenazar  con  matar  a  Nate  si  se  acercaba  a menos de tres metros de mí. Pero incluso treinta metros habrían sido pocos
—Todo irá bien, Penny —prometió Rita mientras me rodeaba con sus brazos—.
Todos nos empotramos contra algunos badenes por el camino.
Yo no me había empotrado contra un badén, sino contra un muro de ladrillo.

Y no quería volver a sufrir ese dolor nunca más.