El club de los
Corazones Solitarios
Elizabeth
Eulberg
Todo
ocurrió muy deprisa.
Empezó
como cualquier otro verano. Llegaron los Taylor, y la casa estaba hasta
los topes. Nate
y yo coqueteábamos
sin parar… siguiendo
la rutina de
los últimos años. Sólo
que, esta vez, por
debajo del coqueteo
latían otras cosas.
Como deseo. Como futuro. Como
sexo.
Todo lo
que había soñado
empezó a suceder.
Para mí, Nate
era perfecto. El chico
con el que
comparaba a todos
los demás. El
que siempre conseguía
que el corazón se me acelerara y
el estómago se me encogiera.
Aquel
verano, por fin, mis sentimientos fueron correspondidos. Quedamos
un par de veces, nada del otro
mundo. Fuimos al
cine, a cenar,
y demás.
Nuestros padres
no tenían ni
idea de lo
que estaba pasando.
Nate no quería decírselo, y me dejé llevar. Alegó que reaccionarían de
manera exagerada, y no se lo discutí.
Aunque sabía que
nuestros padres siempre
habían deseado que,
en un futuro, acabáramos
juntos, no estaba
convencida de que
ya estuvieran preparados.
Sobre
todo porque Nate dormía abajo, en nuestro sótano insonorizado. Todo iba
de maravilla. Nate me
decía lo que
yo quería oír.
Que era preciosa, perfecta. Que al besarme se le
cortaba la respiración.
Me
encontraba en la gloria.
Nos besábamos.
Luego, nos besábamos
más. Y después,
mucho más. Pero
al poco tiempo ya
no era suficiente.
Al poco tiempo,
las manos empezaron
a deambular, la ropa empezó a desprenderse. Era lo que yo siempre había
deseado… pero parecía ir deprisa. Demasiado deprisa. Por mucho que le diera a
Nate, siempre quería más. Y
yo me resistía.
Todo cuanto hacíamos
se convertía en
una lucha constante por ver hasta
dónde cedería yo.
Habíamos
tardado tanto en llegar hasta ese punto que no quería precipitar las cosas. No
entendía por qué no nos limitábamos a disfrutar del momento, a disfrutar de
estar juntos, en vez de apresurarnos hasta el paso siguiente.
Y
cuando digo «paso siguiente», me refiero al contacto físico.
No
había mucho de qué hablar sobre los pasos siguientes en cuanto a nuestra
relación. Después de un
par de semanas,
Nate empezó a
decir que, para
él, yo era la
única, su amor verdadero. Sería tan increíble, aseguraba, si le permitiera
amarme de la manera en la que él quería…
Justo lo
que yo había
imaginado durante tanto
tiempo. Lo que
siempre había deseado. Así que
pensé: «Sí, lo haré. Porque será con él. Y eso es lo que importa».
Decidí
darle una sorpresa.
Decidí
confiar en él.
Decidí
dar el paso.
Lo
tenía todo planeado, todo calculado. Nuestros padres iban a salir hasta tarde y
tendríamos la casa para nosotros solos.
— ¿Estás segura
de que es
lo que quieres,
Pen? —me preguntó
Tracy aquella mañana.
—Lo
único que sé es que no quiero perderlo —respondí.
Tal
era mi razonamiento. Lo haría por Nate. No tenía nada que ver conmigo ni con lo
que yo quería. Todo era por él.
Quería que
resultara espontáneo. Quería
que le pillara
desprevenido, y que luego
se sintiera abrumado por
lo perfecto que
era, por lo
perfecta que era
yo. Ni siquiera sabía
que yo estaba en
casa; quería que
pensara que había
salido aquella noche, para
que la sorpresa fuera aún
mayor. Quería demostrarle
que estaba preparada. Dispuesta.
Que era capaz. Lo tenía todo pensado, excepto la ropa que me iba a poner. Me
metí a hurtadillas en la habitación de mi hermana Rita y registré sus cajones
hasta encontrar un camisón de seda blanco que no dejaba mucho espacio a la imaginación.
También le cogí su bata de encaje rojo.
Cuando por
fin estuve preparada,
bajé sigilosamente las
escaleras hasta la habitación
de Nate, en el
sótano. Empecé a
desatarme la bata,
con una mezcla
de emoción y de
puro nerviosismo. Me
moría de ganas
de ver la
expresión de Nate cuando me descubriera. Me moría de ganas
de demostrarle lo que sentía, de modo que él, por fin, sintiera lo mismo que
yo.
Esbocé
una sonrisa mientras encendía la luz.
—
¡Sorpresa! —grité. Nate se incorporó del sofá como un resorte, con una
expresión de pánico en el semblante.
—Hola…
—dije con tono sumiso, a la vez que dejaba caer la bata al suelo.
Entonces,
otra cabeza surgió del sofá.
Una
chica.
Con
Nate.
Me
quedé petrificada, sin creer lo que veían mis ojos. Pasé la mirada del uno al otro
mientras, a tientas, reunían su ropa. Por fin, agarré la bata y me la puse,
tratando de cubrir la mayor parte posible de mi cuerpo.
La
chica empezó a soltar risitas nerviosas.
— ¿No
habías dicho que tu hermana había salido esta noche?
¿Su
hermana? Nate no tenía una hermana. Traté de convencerme de que existía una
buena explicación para lo que estaba viendo. Nate no me haría una cosa así, de ninguna
manera. Sobre todo en mi propia casa. Quizá aquella chica había tenido un accidente justo
delante de la
puerta y Nate
la había llevado
adentro para… eh… consolarla. O acaso ensayaban una escena
de una representación estival de… Romeo y Julieta al desnudo. O tal vez me
había quedado dormida y se trataba de una pesadilla. Sólo que no era así.
La
chica terminó de vestirse y Nate, esquivando mi mirada, la acompañó al piso de
arriba.
Todo
un caballero.
Tras
lo que me pareció una eternidad, regresó.
—Penny —dijo, colocando
una mano alrededor
de mi cintura—,
lamento que tuvieras que ver eso.
Intenté
responder, pero no encontraba la voz.
Subió
los brazos hasta mis hombros y empezó a frotarlos a través de la bata.
—Lo siento,
Penny. Lo siento
mucho. Ha sido
una estupidez, tienes
que creerme. Soy un idiota. Un idiota de categoría. Un completo idiota.
Negué
con la cabeza.
— ¿Cómo
has podido? —mis palabras eran apenas un suspiro; se me contraía la garganta.
Se
inclinó sobre mí.
—En serio,
no volverá a
ocurrir. Escúchame, no ha pasado
nada. En absoluto.
No fue
nada. Ella no
es nadie. Sabes
lo mucho que
significas para mí.
Eres tú con quien
quiero estar. Eres
tú de quien
estoy enamorado —bajó
las manos por mi
espalda—. ¿Te sientes
mejor ahora? Dime
qué puedo hacer,
Penny. Lo último
que quiero es herirte.
La
conmoción se iba pasando, dejando al descubierto la furia que subyacía. Me aparté
de un empujón.
— ¿Cómo
has podido? —espeté—. ¿CÓMO HAS PODIDO?
Esta
última parte la dije a gritos.
—Mira,
ya me he disculpado.
— ¿Te
has DISCULPADO?
—Penny,
lo siento muchísimo.
— ¿LO
SIENTES?
—Por
favor, para de una vez y escúchame. Te lo puedo explicar.
—Muy
bien, perfecto —me senté en el sofá—. Explícame.
Nate
me lanzó una mirada nerviosa; evidentemente, no había contado con que me
sentara a escuchar lo que tuviera que decir.
—Penny,
esa chica no significa nada para mí.
—Pues no
daba esa impresión
—me ajusté el
cinturón de la
bata y agarré
un almohadón para taparme las piernas.
Nate
exhaló un suspiro. Un suspiro en toda regla.
—Bueno,
ya empezamos con el melodrama —ironizó. Entonces, se sentó a mi lado con
los brazos cruzados—.
Muy bien. Si
no estás dispuesta
a aceptar mis disculpas, no veo qué otra cosa puedo
hacer.
— ¿Disculpas?
—Repliqué entre risas—. ¿Crees que decir «lo siento» es suficiente para borrar
lo que ha
pasado? Creía que
habías dicho que
soy especial —miré
al suelo, avergonzada de mí misma por haber sacado el tema a relucir.
—Pues
claro que eres especial, Penny. Venga ya, ¿qué pensabas que iba a pasar?
—la
cara de Nate se tiñó de un rojo brillante—. A ver, las cosas son así: tú y yo…,
nosotros…, nosotros…, bueno, es lo que hay…
No
daba crédito a lo que estaba oyendo. El Nate de sólo unos días atrás había desaparecido
y una especie de… bestia había ocupado su lugar.
— ¿Me
quieres decir de qué estás hablando?
— ¡Santo
Dios! —Nate se levantó del sofá y empezó a pasear de un lado a otro—. Esto
es exactamente de
lo que estoy
hablando: mírate, ahí
sentada, como cuando éramos niños y no conseguías lo que
querías. Bueno, he querido estar contigo desde hace mucho
tiempo, Penny. Muchísimo.
Pero aunque tú
creas que quieres
estar conmigo, no me quieres a mí. Lo que quieres es a tu amor de la
infancia. El Nate que te cogía de la mano y te daba besos en la mejilla. Bueno,
pues ese Nate ha crecido. Y quizá tú deberías hacer lo mismo.
—Pero
yo…
— ¿Qué?
Tú ¿qué? ¿Te has puesto el camisón de tu hermana? Eso son juegos de niños, Penny.
Para ti, es un día
de boda perpetuo,
sin luna de
miel, sin quitarte
el vestido de novia, sin nada de nada. Pero ¿sabes qué? La gente
practica el sexo. No es para tanto.
Empecé
a temblar de arriba abajo. Sus palabras me golpeaban.
Nate
negó con la cabeza.
—No me
debería haber liado
contigo. ¿Qué puedo
decir? Estaba harto,
y era
mucho más
fácil ceder a
tus fantasías que
enfrentarme a ellas.
Además, lo admito, tienes ese toque de chica de clase
media que te favorece. Nunca se me ocurrió que, al final, no era más que una
provocación.
El
estómago se me revolvió. Las lágrimas me surcaban las mejillas.
—Oh, venga
ya —Nate se
sentó y me
rodeó con el
brazo—. Grítame un
poco más y te sentirás mejor. Luego, pasaremos página.
Me
desembaracé a sacudidas y salí corriendo escaleras arriba.
Para
huir de Nate.
Para
huir de las mentiras.
Para
huir de todo.
Pero no
podía huir. Nate
iba a seguir
instalado en nuestra
casa otras dos semanas. Cada mañana, tendría que
levantarme y mirarlo a la cara. Observar cómo salía por la puerta, sabiendo que
seguramente iba a verse con ella. Sabiendo que Nate tenía que buscar en otro
sitio porque yo no era lo bastante buena para él. Nunca me vería «de esa
manera».
Día
tras día me recordaba a mí misma que era una fracasada. Que lo que había
deseado durante años había terminado haciéndome sufrir más de lo imaginable.
Rita,
mi hermana mayor, fue la única persona de mi familia a la que se lo conté,
y la
obligué a jurar
que no se
lo diría a
nadie. Sabía que
aquello perjudicaría la prolongada y estrecha amistad entre
nuestros padres, y no me parecía justo que Nate también destruyera eso. Además,
me daba vergüenza. No soportaba la idea de que mis padres descubrieran lo
estúpida que era su hija.
Rita intentó
consolarme. Llegó a
amenazar con matar
a Nate si
se acercaba a menos de tres metros de mí. Pero incluso
treinta metros habrían sido pocos
—Todo
irá bien, Penny —prometió Rita mientras me rodeaba con sus brazos—.
Todos
nos empotramos contra algunos badenes por el camino.
Yo
no me había empotrado contra un badén, sino contra un muro de ladrillo.
Y no
quería volver a sufrir ese dolor nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario