jueves, 3 de octubre de 2013

3ra Lectura

El club de los Corazones Solitarios
Elizabeth  Eulberg  


DOS

Todo ocurrió muy deprisa.
Empezó como cualquier otro verano. Llegaron los Taylor, y la casa estaba hasta los  topes.  Nate  y  yo  coqueteábamos  sin  parar…  siguiendo  la  rutina  de  los  últimos años.  Sólo  que,  esta  vez, por  debajo  del  coqueteo  latían  otras  cosas.  Como  deseo. Como futuro. Como sexo.
Todo  lo  que  había  soñado  empezó  a  suceder.  Para  mí,  Nate  era  perfecto.  El chico  con  el  que  comparaba  a  todos  los  demás.  El  que  siempre  conseguía  que  el corazón se me acelerara y el estómago se me encogiera.
Aquel verano, por fin, mis sentimientos fueron correspondidos.  Quedamos  un  par  de veces, nada del  otro  mundo.  Fuimos  al  cine,  a  cenar,  y demás.
Nuestros  padres  no  tenían  ni  idea  de  lo  que  estaba  pasando.  Nate  no  quería decírselo, y me  dejé llevar. Alegó que reaccionarían de manera exagerada, y no se lo discutí.  Aunque  sabía  que  nuestros  padres  siempre  habían  deseado  que,  en  un futuro,  acabáramos  juntos,  no  estaba  convencida  de  que  ya  estuvieran  preparados.
Sobre todo porque Nate dormía abajo, en nuestro sótano insonorizado. Todo  iba  de  maravilla. Nate  me  decía  lo  que  yo  quería  oír.  Que  era  preciosa, perfecta. Que al besarme se le cortaba la respiración.
Me encontraba en la gloria.
Nos  besábamos.  Luego,  nos  besábamos  más.  Y  después,  mucho  más.  Pero  al poco   tiempo   ya   no   era   suficiente.   Al   poco   tiempo,   las   manos   empezaron  a deambular, la ropa empezó a desprenderse. Era lo que yo siempre había deseado… pero parecía ir deprisa. Demasiado deprisa. Por mucho que le diera a Nate, siempre quería  más.  Y  yo  me  resistía.  Todo  cuanto  hacíamos  se  convertía  en  una  lucha constante por ver hasta dónde cedería yo.
Habíamos tardado tanto en llegar hasta ese punto que no quería precipitar las cosas. No entendía por qué no nos limitábamos a disfrutar del momento, a disfrutar de estar juntos, en vez de apresurarnos hasta el paso siguiente.
Y cuando digo «paso siguiente», me refiero al contacto físico.
No había mucho de qué hablar sobre los pasos siguientes en cuanto a nuestra relación. Después  de  un  par  de  semanas,  Nate  empezó  a  decir  que,  para  él,  yo  era  la única, su amor verdadero. Sería tan increíble, aseguraba, si le permitiera amarme de la manera en la que él quería…
Justo  lo  que  yo  había  imaginado  durante  tanto  tiempo.  Lo  que  siempre  había deseado. Así que pensé: «Sí, lo haré. Porque será con él. Y eso es lo que importa».
Decidí darle una sorpresa.
Decidí confiar en él.
Decidí dar el paso.
Lo tenía todo planeado, todo calculado. Nuestros padres iban a salir hasta tarde y tendríamos la casa para nosotros solos.
— ¿Estás  segura  de  que  es  lo  que  quieres,  Pen?  —me  preguntó  Tracy  aquella mañana.
—Lo único que sé es que no quiero perderlo —respondí.
Tal era mi razonamiento. Lo haría por Nate. No tenía nada que ver conmigo ni con lo que yo quería. Todo era por él.
Quería  que  resultara  espontáneo.  Quería  que  le  pillara  desprevenido,  y  que luego  se sintiera  abrumado  por  lo  perfecto  que  era,  por  lo  perfecta  que  era  yo.  Ni siquiera  sabía  que  yo estaba  en  casa;  quería  que  pensara  que  había  salido  aquella noche,  para  que  la  sorpresa fuera  aún  mayor.  Quería  demostrarle  que  estaba preparada. Dispuesta. Que era capaz. Lo tenía todo pensado, excepto la ropa que me iba a poner. Me metí a hurtadillas en la habitación de mi hermana Rita y registré sus cajones hasta encontrar un camisón de seda blanco que no dejaba mucho espacio a la imaginación. También le cogí su bata de encaje rojo.
Cuando  por  fin  estuve  preparada,  bajé  sigilosamente  las  escaleras  hasta  la habitación  de Nate,  en  el  sótano.  Empecé  a  desatarme  la  bata,  con  una  mezcla  de emoción  y  de  puro  nerviosismo.  Me  moría  de  ganas  de  ver  la  expresión  de  Nate cuando me descubriera. Me moría de ganas de demostrarle lo que sentía, de modo que él, por fin, sintiera lo mismo que yo.
Esbocé una sonrisa mientras encendía la luz.
— ¡Sorpresa! —grité. Nate se incorporó del sofá como un resorte, con una expresión de pánico en el semblante.
—Hola… —dije con tono sumiso, a la vez que dejaba caer la bata al suelo.
Entonces, otra cabeza surgió del sofá.
Una chica.
Con Nate.
Me quedé petrificada, sin creer lo que veían mis ojos. Pasé la mirada del uno al otro mientras, a tientas, reunían su ropa. Por fin, agarré la bata y me la puse, tratando de cubrir la mayor parte posible de mi cuerpo.
La chica empezó a soltar risitas nerviosas.
— ¿No habías dicho que tu hermana había salido esta noche?
¿Su hermana? Nate no tenía una hermana. Traté de convencerme de que existía una buena explicación para lo que estaba viendo. Nate no me haría una cosa así, de ninguna manera. Sobre todo en mi propia casa. Quizá aquella chica había tenido un accidente  justo  delante  de  la  puerta  y  Nate  la  había  llevado  adentro  para…  eh… consolarla. O acaso ensayaban una escena de una representación estival de… Romeo y Julieta al desnudo. O tal vez me había quedado dormida y se trataba de una pesadilla. Sólo que no era así.
La chica terminó de vestirse y Nate, esquivando mi mirada, la acompañó al piso de arriba.
Todo un caballero.
Tras lo que me pareció una eternidad, regresó.
—Penny  —dijo,  colocando  una  mano  alrededor  de  mi  cintura—,  lamento  que tuvieras que ver eso.
Intenté responder, pero no encontraba la voz.
Subió los brazos hasta mis hombros y empezó a frotarlos a través de la bata.
—Lo  siento,  Penny.  Lo  siento  mucho.  Ha  sido  una  estupidez,  tienes  que creerme. Soy un idiota. Un idiota de categoría. Un completo idiota.
Negué con la cabeza.
— ¿Cómo has podido? —mis palabras eran apenas un suspiro; se me contraía la garganta.
Se inclinó sobre mí.
—En  serio,  no  volverá  a  ocurrir.  Escúchame,  no  ha  pasado  nada.  En  absoluto.
No  fue  nada.  Ella  no  es  nadie.  Sabes  lo  mucho  que  significas  para  mí.  Eres  tú  con quien  quiero  estar.  Eres  tú  de  quien  estoy  enamorado  —bajó  las  manos  por  mi espalda—.  ¿Te  sientes  mejor  ahora?  Dime  qué  puedo  hacer,  Penny.  Lo  último  que quiero es herirte.
La conmoción se iba pasando, dejando al descubierto la furia que subyacía. Me aparté de un empujón.
— ¿Cómo has podido? —espeté—. ¿CÓMO HAS PODIDO?
Esta última parte la dije a gritos.
—Mira, ya me he disculpado.
— ¿Te has DISCULPADO?
—Penny, lo siento muchísimo.
— ¿LO SIENTES?
—Por favor, para de una vez y escúchame. Te lo puedo explicar.
—Muy bien, perfecto —me senté en el sofá—. Explícame.
Nate me lanzó una mirada nerviosa; evidentemente, no había contado con que me sentara a escuchar lo que tuviera que decir.
—Penny, esa chica no significa nada para mí.
—Pues  no  daba  esa  impresión  —me  ajusté  el  cinturón  de  la  bata  y  agarré  un almohadón para taparme las piernas.
Nate exhaló un suspiro. Un suspiro en toda regla.
—Bueno, ya empezamos con el  melodrama  —ironizó. Entonces,  se sentó a mi lado  con  los  brazos  cruzados—.  Muy  bien.  Si  no  estás  dispuesta  a  aceptar  mis disculpas, no veo qué otra cosa puedo hacer.
— ¿Disculpas? —Repliqué entre risas—. ¿Crees que decir «lo siento» es suficiente para  borrar  lo  que  ha  pasado?  Creía  que  habías  dicho  que  soy  especial  —miré  al suelo, avergonzada de mí misma por haber sacado el tema a relucir.
—Pues claro que eres especial, Penny. Venga ya, ¿qué pensabas que iba a pasar?
—la cara de Nate se tiñó de un rojo brillante—. A ver, las cosas son así: tú y yo…, nosotros…, nosotros…, bueno, es lo que hay…
No daba crédito a lo que estaba oyendo. El Nate de sólo unos días atrás había desaparecido y una especie de… bestia había ocupado su lugar.
— ¿Me quieres decir de qué estás hablando?
— ¡Santo Dios! —Nate se levantó del sofá y empezó a pasear de un lado a otro—.  Esto  es  exactamente  de  lo  que  estoy  hablando:  mírate,  ahí  sentada,  como  cuando éramos niños y no conseguías lo que querías. Bueno, he querido estar contigo desde hace  mucho  tiempo,  Penny.  Muchísimo.  Pero  aunque  tú  creas  que  quieres  estar conmigo, no me quieres a mí. Lo que quieres es a tu amor de la infancia. El Nate que te cogía de la mano y te daba besos en la mejilla. Bueno, pues ese Nate ha crecido. Y quizá tú deberías hacer lo mismo.
—Pero yo…
— ¿Qué? Tú ¿qué? ¿Te has puesto el camisón de tu hermana? Eso son juegos de niños,  Penny.  Para  ti,  es  un  día  de  boda  perpetuo,  sin  luna  de  miel,  sin  quitarte  el vestido de novia, sin nada de nada. Pero ¿sabes qué? La gente practica el sexo. No es para tanto.
Empecé a temblar de arriba abajo. Sus palabras me golpeaban.
Nate negó con la cabeza.
—No  me  debería  haber  liado  contigo.  ¿Qué  puedo  decir?  Estaba  harto,  y  era
mucho  más  fácil  ceder  a  tus  fantasías  que  enfrentarme  a  ellas.  Además,  lo  admito, tienes ese toque de chica de clase media que te favorece. Nunca se me ocurrió que, al final, no era más que una provocación.
El estómago se me revolvió. Las lágrimas me surcaban las mejillas.
—Oh,  venga  ya  —Nate  se  sentó  y  me  rodeó  con  el  brazo—.  Grítame  un  poco más y te sentirás mejor. Luego, pasaremos página.
Me desembaracé a sacudidas y salí corriendo escaleras arriba.
Para huir de Nate.
Para huir de las mentiras.
Para huir de todo.
Pero  no  podía  huir.  Nate  iba  a  seguir  instalado  en  nuestra  casa  otras  dos semanas. Cada mañana, tendría que levantarme y mirarlo a la cara. Observar cómo salía por la puerta, sabiendo que seguramente iba a verse con ella. Sabiendo que Nate tenía que buscar en otro sitio porque yo no era lo bastante buena para él. Nunca me vería «de esa manera».
Día tras día me recordaba a mí misma que era una fracasada. Que lo que había deseado durante años había terminado haciéndome sufrir más de lo imaginable.
Rita, mi hermana mayor, fue la única persona de mi familia a la que se lo conté,
y  la  obligué  a  jurar  que  no  se  lo  diría  a  nadie.  Sabía  que  aquello  perjudicaría  la prolongada y estrecha amistad entre nuestros padres, y no me parecía justo que Nate también destruyera eso. Además, me daba vergüenza. No soportaba la idea de que mis padres descubrieran lo estúpida que era su hija.
Rita  intentó  consolarme.  Llegó  a  amenazar  con  matar  a  Nate  si  se  acercaba  a menos de tres metros de mí. Pero incluso treinta metros habrían sido pocos
—Todo irá bien, Penny —prometió Rita mientras me rodeaba con sus brazos—.
Todos nos empotramos contra algunos badenes por el camino.
Yo no me había empotrado contra un badén, sino contra un muro de ladrillo.

Y no quería volver a sufrir ese dolor nunca más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario