jueves, 17 de octubre de 2013

5ta Lectura




EL NIÑO CON EL  

PIJAMA DE RAYAS  
John Boyne  

El descubrimiento de Bruno  
 Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una sorpresa al ver que María, la criada de 
la  familia  —que  siempre  andaba  cabizbaja  y  no  solía  levantar  la  vista  de  la  alfombra—, 
estaba  en  su  dormitorio  sacando  todas  sus  cosas  del  armario  y  metiéndolas  en  cuatro grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble, que eran suyas y de nadie más.  
— ¿Qué haces? —le preguntó con toda la educación de que fue capaz, pues, aunque no 
le  hizo  ninguna  gracia  encontrarla  revolviendo  sus  cosas,  su  madre  siempre  le  recordaba que tenía que tratarla con respeto y no limitarse a imitar el modo en que Padre se dirigía a la criada—. No toques eso.  
María  sacudió  la  cabeza  y  señaló  la  escalera,  detrás  de  Bruno,  donde  acababa  de aparecer la madre del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo, recogido en la nuca con una especie de redecilla. Se retorcía las manos, nerviosa, como si hubiera algo que le habría gustado no tener que decir o algo que le habría gustado no tener que creer.  
—Madre —dijo Bruno—, ¿qué pasa? ¿Por qué María está revolviendo mis cosas?  
—Está haciendo las maletas.  
— ¿Haciendo las maletas? —repitió él, y repasó a toda prisa los días anteriores, considerando si se había portado especialmente mal o si había  pronunciado  aquellas  palabras  que  tenía  prohibido  pronunciar,  y  si  por  eso lo castigarían mandándolo a algún sitio. Pero no encontró nada. Es más, en los últimos días se 
había  portado  de  forma  perfectamente  correcta  y  no  recordaba  haber  causado  ningún problema—. ¿Por qué? —Preguntó entonces—. ¿Qué he hecho?  
Pero  Madre  ya  había  subido  a  su  dormitorio,  donde  Lars,  el  mayordomo,  estaba recogiendo  sus  cosas.  La  mujer  echó  un  vistazo,  suspiró  y  alzó  las  manos  con  gesto  de frustración  antes  de  volver  hacia  la  escalera.  En  ese  momento  Bruno  subía,  porque  no pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una explicación.  
—Madre —insistió—, ¿qué pasa? ¿Vamos a mudarnos?  
—Ven conmigo —dijo ella, señalando el gran comedor, donde la semana anterior había cenado el Furias—. Hablaremos abajo.  
Bruno se volvió y bajó la escalera a toda prisa, adelantando a su madre, de modo que ya la esperaba en el comedor cuando ella llegó. La observó un momento en silencio y pensó 
que  aquella  mañana  se  había  aplicado  mal  el  maquillaje,  porque  tenía  los  bordes  de  los 
párpados  más  rojos  de  lo  habitual,  igual  que se  le  ponían  a  él  cuando  se  portaba  mal,  se metía en un aprieto y acababa llorando.  
—Mira, hijo, no tienes que preocuparte —dijo ella, acomodándose en la silla donde se había  sentado  la  acompañante  del  Furias,  una  rubia  hermosísima,  y  desde  donde  ésta  se había  despedido  de  Bruno  con  la  mano  cuando  Padre  cerró  las  puertas—.  Ya  verás,  de hecho vas a vivir una gran aventura.  
— ¿Qué aventura? ¿Vais a mandarme a algún sitio?  
—No, no te vas sólo tú —repuso ella, y por un instante pareció que quería sonreír—. 
Nos vamos todos. Tú, Gretel, tu padre y yo. Los cuatro.  Bruno arrugó la nariz. No le importaba demasiado que enviaran a Gretel a algún sitio, porque  ella  era  tonta  de  remate  y  no  hacía  más  que  fastidiarlo,  pero  le  pareció  un  poco injusto que todos tuvieran que irse con ella.  
—Pero ¿adónde? —preguntó—. ¿Adonde nos vamos? ¿Por qué no podemos quedarnos aquí? —Es por el trabajo de tu padre. Ya sabes lo importante que es, ¿verdad?  
—Sí, claro. —Bruno asintió con la cabeza. Siempre acudían muchas visitas a la casa (hombres  con  uniformes  fabulosos  y  mujeres  con  máquinas  de  escribir  que  él  no  podía tocar  con  las  manos  sucias),  y  todos  se mostraban  muy  educados  con  su  padre  y  comentaban que era un hombre con porvenir y que el Furia tenía grandes proyectos para él.  
—Bueno, pues a veces, cuando alguien es muy importante —continuó Madre—, su jefe le pide que vaya a algún sitio para hacer un trabajo muy especial.  
— ¿Qué  clase  de  trabajo?  —preguntó  Bruno,  porque  sinceramente  (y  él  siempre 
procuraba  ser  sincero  consigo  mismo)  no  estaba  del  todo  seguro  de  en  qué  consistía  el trabajo de Padre.  
Un  día,  en  la  escuela,  todos  habían  hablado  de  sus  padres  y  Karl  había  dicho  que  el suyo era verdulero, y Bruno sabía que era verdad porque regentaba la verdulería del centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que su padre era maestro, y Bruno sabía que era verdad porque enseñaba a los chicos mayores, aquellos a quienes no era conveniente acercarse. Y Martin había dicho que su padre era cocinero, y Bruno sabía que era verdad porque cuando iba a buscar a su hijo a la escuela siempre llevaba una bata blanca y un delantal de cuadros escoceses, como si acabara de salir de la cocina.  
Pero cuando le preguntaron a Bruno qué hacía su padre, él abrió la boca para contestar y  entonces  se  dio  cuenta de  que  no  lo  sabía.  Sólo  podía  decir  que  era  un  hombre  con porvenir  y  que  el  Furias  tenía  grandes  proyectos  para  él.  Bueno,  eso  y  que  tenía  un uniforme fabuloso.  
—Es  un  trabajo  muy  importante  —dijo  Madre  tras  vacilar  un  instante—.  Un  trabajo para el que se requiere un hombre muy especial. Lo entiendes, ¿verdad?  
— ¿Y tenemos que ir todos?  
—Por supuesto. No querrás que Padre vaya solo a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no?  
—No, claro —concedió Bruno.  
—Padre nos añoraría mucho si no nos tuviera a su lado —añadió ella.  
— ¿A quién añoraría más? ¿A mí o a Gretel?  
—Os  añoraría  a  ambos  por  igual  —afirmó  Madre,  porque  no  le  gustaba  mostrar favoritismos, algo que Bruno respetaba, sobre todo porque sabía que en el fondo él era su favorito.  
—Pero ¿y la casa? ¿Quién cuidará de ella mientras estemos fuera?  
La madre suspiró y paseó la mirada por la habitación como si no fuera a verla nunca más.  Era  una  casa  muy  bonita,  con  cinco  plantas,  contando  el  sótano  donde  el  cocinero 
preparaba  las  comidas  y  donde  María  y  Lars  se  sentaban  a  la  mesa  y  discutían  y  se llamaban cosas que no había que llamar a nadie. Y contando también la pequeña buhardilla 
de  ventanas  inclinadas  que  había  en  lo  alto  del  edificio,  desde  donde  Bruno  podía contemplar todo Berlín si se ponía de puntillas y se aferraba al marco.  
—De momento tenemos que cerrar la casa —dijo Madre—. Pero algún día regresaremos. — ¿Y el cocinero? ¿Y Lars? ¿Y María? ¿No seguirán viviendo aquí?  
—Ellos  vienen  con  nosotros.  Pero  basta  de  preguntas.  Quiero  que  subas  y  ayudes  a María a hacer tus maletas.  
El niño se levantó, pero no fue a ninguna parte. Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más antes de dar el tema por zanjado.  
— ¿Y  está  muy  lejos?  —preguntó—.  Ese  sitio  al.  que  vamos.  ¿Está  a  más  de  un kilómetro?  
— ¡Qué  gracia!  —exclamó  Madre,  y  rio  de  manera  extraña,  porque  no  parecía contenta, desviando la mirada como para evitar que su hijo le viera? la cara—. Sí, Bruno, está a más de un kilómetro. La verdad es que está bastante más lejos.  
Bruno abrió mucho los ojos y sus labios formaron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia los lados, como solía ocurrirle cuando algo le sorprendía.  
—No  querrás  decir  que  nos  vamos  de  Berlín,  ¿verdad?  —repuso,  intentando  tomar aire al mismo tiempo que pronunciaba aquellas palabras.  
—Me temo que sí —dijo Madre, asintiendo tristemente con la cabeza—. El trabajo de tu padre es...  
—Pero  ¿y  la  escuela?  —la  interrumpió  Bruno,  algo  que  sabía  que  no  debía  hacer, aunque  supuso  que  en  aquella  ocasión  su  madre  le  perdonaría—.  ¿Y  Karl  y  Daniel  y Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy cuando queramos hacer cosas juntos?  
—Tendrás  que  despedirte  de  tus  amigos  por  un  tiempo.  Pero  descuida,  volverás  a verlos más adelante. Y no interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor —añadió, 
pues  pese  a  que  aquélla  era  una  noticia  extraña  y  desagradable,  no  había  ninguna necesidad de que Bruno incumpliera las normas de educación que le habían inculcado.  
— ¿Despedirme  de  ellos?  —preguntó  el  niño  mirándola  fijamente—.  ¿Despedirme  de ellos? —repitió, escupiendo las palabras como si tuviera la boca llena de trocitos de galleta masticados—.   ¿Despedirme   de   Karl   y   Daniel   y   Martin?   —Continuó,   subiendo peligrosamente el tono hasta casi gritar, algo que no le estaba permitido dentro de casa—. 
¡Pero si son mis tres mejores amigos para toda la vida!  
—Bueno,  ya  harás  nuevas  amistades  —dijo  Madre  quitándole  importancia  con  un ademán, como si fuera fácil encontrar a tres mejores amigos para toda la vida.  
—Es que nosotros teníamos planes —protestó él. — ¿Planes? —
Madre enarcó las cejas—. ¿Qué clase de planes?  
—Eso no puedo decírtelo —contestó Bruno, ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre todo al cabo de unas semanas, cuando terminara el curso escolar y empezaran las vacaciones de verano. Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo planes, sino que podrían ponerlos en práctica.  —Lo siento, hijo, pero tus planes tendrán que esperar. No tenemos alternativa.  
—Pero...  
—Basta, Bruno —espetó ella con brusquedad, poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en serio—. Precisamente la semana pasada te quejabas de cómo habían cambiado las cosas en los últimos tiempos.  
—Bueno, es que no me gusta que ahora haya que apagar todas las luces por la noche 
—admitió él.  
—Eso lo hace todo el mundo. Así nos protegemos. Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nosj marchamos. Bueno, ahora quiero que subas y ayudes a María a hacer tus maletas. No tenemos tanto tiempo como me habría gustado para prepararnos, gracias a ciertas personas.  
Bruno  asintió  y  se  alejó  cabizbajo,  consciente  de  que  «ciertas  personas»  era  una expresión  que  utilizaban  los  adultos  y  que  significaba  «Padre»,  y  que  él  no  debía emplearla.  
Subió  despacio  la  escalera,  sujetándose  a  la  barandilla  con  una  mano  mientras  se preguntaba  si  en  la casa  nueva  de  aquel  sitio  nuevo  donde  estaba  el  trabajo  nuevo  de  su padre habría una barandilla tan fabulosa como aquélla para deslizarse. Porque la barandilla de su casa arrancaba del último piso —justo enfrente de la pequeña buhardilla desde donde, si  se  ponía  de  puntillas  y  se  aferraba  al  marco  de  la  ventana,  podía contemplar  todo Berlín—, discurría hasta la planta baja y terminaba justo enfrente de la enorme puerta de roble de doble hoja. Y no había nada que a Bruno le gustara más que montarse en la barandilla en el último piso y deslizarse por toda la casa haciendo «zuuum».  
Bajaba desde el último piso hasta el siguiente, donde se encontraban el dormitorio de sus padres y el cuarto de baño grande que no le dejaban utilizar.  
Continuaba hasta el siguiente, donde estaba su dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad habría debido utilizar más a menudo.  
Y seguía hasta la planta baja, donde se caía del extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos pies si no quería recibir una penalización de cinco puntos y verse obligado a empezar de nuevo.  
La  barandilla  era  lo  mejor  de  la  casa  —eso  y  que  los  abuelos  vivían  muy  cerca—. Cuando  reparó  en aquello,  Bruno  se  preguntó  si  ellos  irían  también  al  sitio  del  nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la necesitaba mucho porque era tonta de remate —todo habría sido más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la casa—, pero los abuelos... Hombre, aquello era muy distinto.  
Subió despacio la escalera hacia su dormitorio, pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba con el comedor —y donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones—, y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho más fuerte que ella, poniendo fin a la conversación. 
Entonces la puerta del despacho se cerró y Bruno no oyó nada más, de modo que le pareció buena idea volver a su habitación y encargarse personalmente de hacer las maletas; de lo contrario, María sacaría todas sus cosas del armario sin cuidado ni consideración, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo del mueble y que eran suyas y de nadie más.  


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