EL NIÑO CON EL
PIJAMA DE RAYAS
John Boyne
El descubrimiento de Bruno
Una tarde, Bruno llegó de la
escuela y se llevó una sorpresa al ver que María, la criada de
la familia —que
siempre andaba cabizbaja y no solía
levantar la vista de la alfombra—,
estaba en su
dormitorio sacando todas sus cosas del
armario y metiéndolas en cuatro grandes
cajas de madera; incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo
del mueble, que eran suyas y de nadie más.
— ¿Qué haces? —le preguntó con toda la
educación de que fue capaz, pues, aunque no
le hizo ninguna gracia
encontrarla revolviendo sus cosas, su madre
siempre le recordaba que tenía que tratarla con respeto
y no limitarse a imitar el modo en que Padre se dirigía a la criada—. No
toques eso.
María sacudió la
cabeza y señaló la escalera, detrás
de Bruno, donde acababa de aparecer la madre
del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo, recogido en
la nuca con una especie de redecilla. Se retorcía las manos, nerviosa,
como si hubiera algo que le habría gustado no tener que decir o algo que
le habría gustado no tener que creer.
—Madre —dijo Bruno—, ¿qué pasa? ¿Por qué
María está revolviendo mis cosas?
—Está haciendo las maletas.
— ¿Haciendo las maletas? —repitió él, y
repasó a toda prisa los días anteriores, considerando si se había portado
especialmente mal o si había pronunciado aquellas
palabras que tenía prohibido pronunciar, y
si por eso lo castigarían mandándolo a algún sitio. Pero
no encontró nada. Es más, en los últimos días se
había portado de forma
perfectamente correcta y no recordaba haber
causado ningún problema—. ¿Por qué? —Preguntó entonces—. ¿Qué
he hecho?
Pero Madre ya había
subido a su dormitorio, donde Lars,
el mayordomo, estaba recogiendo sus cosas.
La mujer echó un vistazo, suspiró y
alzó las manos con gesto
de frustración antes de volver hacia la
escalera. En ese momento Bruno subía,
porque no pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una explicación.
—Madre —insistió—, ¿qué pasa? ¿Vamos a
mudarnos?
—Ven conmigo —dijo ella, señalando el
gran comedor, donde la semana anterior había cenado el Furias—. Hablaremos
abajo.
Bruno se volvió y bajó la escalera a
toda prisa, adelantando a su madre, de modo que ya la esperaba en el
comedor cuando ella llegó. La observó un momento en silencio y pensó
que aquella mañana se
había aplicado mal el maquillaje, porque
tenía los bordes de los
párpados más rojos de
lo habitual, igual que se le ponían a
él cuando se portaba mal, se metía en
un aprieto y acababa llorando.
—Mira, hijo, no tienes que preocuparte
—dijo ella, acomodándose en la silla donde se había sentado la
acompañante del Furias, una rubia
hermosísima, y desde donde ésta
se había despedido de Bruno con la
mano cuando Padre cerró las puertas—.
Ya verás, de hecho vas a vivir una gran aventura.
— ¿Qué aventura? ¿Vais a mandarme a
algún sitio?
—No, no te vas sólo tú —repuso ella, y
por un instante pareció que quería sonreír—.
Nos vamos todos. Tú, Gretel, tu padre y
yo. Los cuatro. Bruno arrugó la nariz. No le importaba demasiado que
enviaran a Gretel a algún sitio, porque ella era tonta
de remate y no hacía más que
fastidiarlo, pero le pareció un
poco injusto que todos tuvieran que irse con ella.
—Pero ¿adónde? —preguntó—. ¿Adonde nos
vamos? ¿Por qué no podemos quedarnos aquí? —Es por el trabajo de tu padre.
Ya sabes lo importante que es, ¿verdad?
—Sí, claro. —Bruno asintió con la
cabeza. Siempre acudían muchas visitas a la casa (hombres con
uniformes fabulosos y mujeres con máquinas
de escribir que él no podía tocar
con las manos sucias), y todos se mostraban
muy educados con su padre y comentaban
que era un hombre con porvenir y que el Furia tenía grandes proyectos para él.
—Bueno, pues a veces, cuando alguien es
muy importante —continuó Madre—, su jefe le pide que vaya a algún sitio
para hacer un trabajo muy especial.
— ¿Qué clase de
trabajo? —preguntó Bruno, porque sinceramente
(y él siempre
procuraba ser sincero
consigo mismo) no estaba del todo
seguro de en qué consistía el trabajo
de Padre.
Un día, en la
escuela, todos habían hablado de sus
padres y Karl había dicho que
el suyo era verdulero, y Bruno sabía que era verdad porque regentaba
la verdulería del centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que su padre
era maestro, y Bruno sabía que era verdad porque enseñaba a los chicos
mayores, aquellos a quienes no era conveniente acercarse. Y Martin había
dicho que su padre era cocinero, y Bruno sabía que era verdad porque
cuando iba a buscar a su hijo a la escuela siempre llevaba una bata blanca
y un delantal de cuadros escoceses, como si acabara de salir de la cocina.
Pero cuando le preguntaron a Bruno qué
hacía su padre, él abrió la boca para contestar y entonces se
dio cuenta de que no lo sabía. Sólo
podía decir que era un hombre
con porvenir y que el Furias tenía
grandes proyectos para él. Bueno, eso
y que tenía un uniforme fabuloso.
—Es un trabajo muy
importante —dijo Madre tras vacilar un
instante—. Un trabajo para el que se requiere un hombre
muy especial. Lo entiendes, ¿verdad?
— ¿Y tenemos que ir todos?
—Por supuesto. No querrás que Padre vaya
solo a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no?
—No, claro —concedió Bruno.
—Padre nos añoraría mucho si no nos
tuviera a su lado —añadió ella.
— ¿A quién añoraría más? ¿A mí o a
Gretel?
—Os añoraría a ambos
por igual —afirmó Madre, porque no le
gustaba mostrar favoritismos, algo que Bruno respetaba, sobre
todo porque sabía que en el fondo él era su favorito.
—Pero ¿y la casa? ¿Quién cuidará de ella
mientras estemos fuera?
La madre suspiró y paseó la mirada por
la habitación como si no fuera a verla nunca más. Era una
casa muy bonita, con cinco plantas,
contando el sótano donde el cocinero
preparaba las comidas
y donde María y Lars se sentaban
a la mesa y discutían y se llamaban
cosas que no había que llamar a nadie. Y contando también la pequeña
buhardilla
de ventanas inclinadas
que había en lo alto del edificio,
desde donde Bruno podía contemplar todo Berlín si
se ponía de puntillas y se aferraba al marco.
—De momento tenemos que cerrar la casa
—dijo Madre—. Pero algún día regresaremos. — ¿Y el cocinero? ¿Y Lars? ¿Y María?
¿No seguirán viviendo aquí?
—Ellos vienen con
nosotros. Pero basta de preguntas. Quiero
que subas y ayudes a María a hacer tus
maletas.
El niño se levantó, pero no fue a
ninguna parte. Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más antes de dar el
tema por zanjado.
— ¿Y está muy lejos?
—preguntó—. Ese sitio al. que vamos.
¿Está a más de un kilómetro?
— ¡Qué gracia! —exclamó
Madre, y rio de manera extraña,
porque no parecía contenta, desviando la mirada como
para evitar que su hijo le viera? la cara—. Sí, Bruno, está a más de un
kilómetro. La verdad es que está bastante más lejos.
Bruno abrió mucho los ojos y sus labios
formaron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia los lados, como
solía ocurrirle cuando algo le sorprendía.
—No querrás decir que
nos vamos de Berlín, ¿verdad? —repuso,
intentando tomar aire al mismo tiempo que pronunciaba aquellas
palabras.
—Me temo que sí —dijo Madre, asintiendo
tristemente con la cabeza—. El trabajo de tu padre es...
—Pero ¿y la escuela?
—la interrumpió Bruno, algo que sabía
que no debía hacer, aunque supuso que
en aquella ocasión su madre le
perdonaría—. ¿Y Karl y Daniel
y Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy cuando queramos hacer cosas
juntos?
—Tendrás que despedirte
de tus amigos por un tiempo. Pero
descuida, volverás a verlos más adelante. Y no
interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor —añadió,
pues pese a que
aquélla era una noticia extraña y
desagradable, no había ninguna necesidad de que
Bruno incumpliera las normas de educación que le habían inculcado.
— ¿Despedirme de ellos?
—preguntó el niño mirándola fijamente—.
¿Despedirme de ellos? —repitió, escupiendo las palabras como
si tuviera la boca llena de trocitos de galleta masticados—. ¿Despedirme
de Karl y Daniel y Martin? —Continuó,
subiendo peligrosamente el tono hasta casi gritar, algo que no le
estaba permitido dentro de casa—.
¡Pero si son mis tres mejores amigos
para toda la vida!
—Bueno, ya harás
nuevas amistades —dijo Madre quitándole
importancia con un ademán, como si fuera fácil encontrar
a tres mejores amigos para toda la vida.
—Es que nosotros teníamos planes
—protestó él. — ¿Planes? —
Madre enarcó las cejas—. ¿Qué clase de
planes?
—Eso no puedo decírtelo —contestó Bruno,
ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre todo al cabo de unas
semanas, cuando terminara el curso escolar y empezaran las vacaciones de
verano. Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo
planes, sino que podrían ponerlos en práctica. —Lo siento, hijo,
pero tus planes tendrán que esperar. No tenemos alternativa.
—Pero...
—Basta, Bruno —espetó ella con
brusquedad, poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en serio—.
Precisamente la semana pasada te quejabas de cómo habían cambiado las
cosas en los últimos tiempos.
—Bueno, es que no me gusta que ahora
haya que apagar todas las luces por la noche
—admitió él.
—Eso lo hace todo el mundo. Así nos
protegemos. Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nosj marchamos.
Bueno, ahora quiero que subas y ayudes a María a hacer tus maletas. No
tenemos tanto tiempo como me habría gustado para prepararnos, gracias
a ciertas personas.
Bruno asintió y se
alejó cabizbajo, consciente de que «ciertas
personas» era una expresión que utilizaban
los adultos y que significaba «Padre»,
y que él no debía emplearla.
Subió despacio la
escalera, sujetándose a la barandilla con
una mano mientras se preguntaba si en
la casa nueva de aquel sitio nuevo
donde estaba el trabajo nuevo de
su padre habría una barandilla tan fabulosa como aquélla para
deslizarse. Porque la barandilla de su casa arrancaba del último piso
—justo enfrente de la pequeña buhardilla desde donde, si se
ponía de puntillas y se aferraba al
marco de la ventana, podía contemplar
todo Berlín—, discurría hasta la planta baja y terminaba justo
enfrente de la enorme puerta de roble de doble hoja. Y no había nada que a
Bruno le gustara más que montarse en la barandilla en el último piso y deslizarse
por toda la casa haciendo «zuuum».
Bajaba desde el último piso hasta el
siguiente, donde se encontraban el dormitorio de sus padres y el cuarto de
baño grande que no le dejaban utilizar.
Continuaba hasta el siguiente, donde
estaba su dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más pequeño que
sí le dejaban utilizar y que en realidad habría debido utilizar más
a menudo.
Y seguía hasta la planta baja, donde se
caía del extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos pies si no
quería recibir una penalización de cinco puntos y verse obligado a empezar
de nuevo.
La barandilla era lo
mejor de la casa —eso y que los
abuelos vivían muy cerca—. Cuando reparó
en aquello, Bruno se preguntó si ellos
irían también al sitio del
nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo iban a dejarlos allí? A
Gretel nadie la necesitaba mucho porque era tonta de remate —todo habría sido
más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la casa—, pero los
abuelos... Hombre, aquello era muy distinto.
Subió despacio la escalera hacia su
dormitorio, pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre abriendo
la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba con el comedor —y donde
estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones—, y la
oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho más fuerte que ella, poniendo fin
a la conversación.
Entonces la puerta del despacho se cerró
y Bruno no oyó nada más, de modo que le pareció buena idea volver a su
habitación y encargarse personalmente de hacer las maletas; de
lo contrario, María sacaría todas sus cosas del armario sin cuidado ni
consideración, incluso las pertenencias que él había escondido en el fondo
del mueble y que eran suyas y de nadie más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario