Elizabeth Eulberg
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[El Club de los Corazones Solitarios]
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Tres
Me sentía perdida. Necesitaba
esconderme. Escapar.
Sólo se me ocurrió un remedio
para aliviar el dolor. Recurrí a los únicos cuatro chicos que nunca me
fallarían. Los únicos cuatro chicos que jamás me partirían el corazón, que no
me decepcionarían.
John, Paul, George y Ringo.
Lo entenderá cualquiera que se
haya aferrado a una canción como a un bote salvavidas. O que haya puesto una
canción para despertar un sentimiento, un recuerdo. O que haya hecho sonar
mentalmente una banda sonora para ahogar una conversación o una escena
desagradable.
En cuanto regresé a mi
habitación, destrozada por el rechazo de Nate, subí el volumen de mi estéreo
hasta tal punto que la cama empezó a temblar. Los Beatles habían sido siempre
una especie de manta reconfortante que me aportaba seguridad. Formaban parte de
mi vida incluso antes de que naciera. De hecho, de no haber sido por los
Beatles, no habría llegado a nacer.
Mis padres se conocieron la noche
en que John Lennon murió de un disparo, junto a un altar improvisado en un
parque de Chicago. Ambos eran fans de los Beatles de toda la vida, y con el
paso del tiempo decidieron que no tenían más remedio que llamar a sus tres
hijas con los nombres de tres canciones del grupo: Lucy in the Sky with
Diamonds, Lovely Rita y Penny Lane.
Eso sí, mis dos hermanas mayores
tuvieron la suerte de que les pusieran segundos nombres corrientes, pero a mí
me otorgaron el título completo de Lennon y McCartney: Penny Lane. Incluso nací
el 7 de febrero, aniversario de la primera visita de los Beatles a Estados
Unidos. No creía que fuera una casualidad. No me habría extrañado que mi madre
se hubiera negado a empujar para que yo naciera en esa fecha concreta.
Casi todos los viajes familiares
tenían como destino la ciudad de Liverpool, en Inglaterra. En todas nuestras
felicitaciones de Navidad aparecíamos recreando la portada de un disco de los
Beatles. Aquello debería haberme incitado a la rebelión. En cambio, los Beatles
se convirtieron en parte de mí. Ya me sintiera feliz o desdichada, sus letras, su
música me suponían un consuelo.
Ahora, traté de sofocar las
palabras de Nate con una explosión de Help! Mientras tanto, recurrí a mi
diario. Al cogerlo, el ejemplar encuadernado en piel se notaba pesado, cargado
por los años de emociones que contenían sus páginas. Lo abrí e inspeccioné las
entradas, casi todas con letras de los Beatles. A cualquier otra persona le
habrían resultado asociaciones absurdas; pero, para mí, el significado de las
letras iba mucho más allá de las palabras. Eran instantáneas de mi vida: de lo
bueno, lo malo y lo relacionado con los chicos.
Cuánto sufrimiento. Me puse a
examinar mis relaciones anteriores.
Dan Walker, de segundo de
bachillerato y, según Tracy, mejor «un tío bueno». Salimos cuatro meses, cuando
empecé cuarto de secundaria. Las cosas comenzaron bastante bien, si por «bien»
se entiende ir al cine y a tomar pizza los viernes por la noche con el resto de
las parejas de la ciudad. Al final, Dan empezó a confundirme con el personaje
de la película Casi famosos, también llamado Penny Lane. Era una groupie
empedernida, y a Dan se le metió en su cabeza hueca que, si tocaba a la
guitarra Stairway to Heaven, me rendiría. No tardé mucho en darme cuenta de que
el atractivo físico no conlleva necesariamente las dotes de un buen guitarrista.
Una vez que se hubo percatado de que mis bragas seguían en su sitio, Dan cambió
de melodía.
Después vino Derek Simpson, quien
—estoy convencida— sólo salió conmigo porque pensaba que mi madre,
farmacéutica, le podía conseguir pastillas.
Darren McWilliams no fue mucho
mejor. Empezamos a salir justo antes de que este verano me entrara la locura
por Nate. Parecía un tipo encantador hasta que le dio por frecuentar a Laura
Jaworski, quien resultó ser una buena amiga mía. Acabó quedando con las dos el
mismo día. No se le ocurrió que compararíamos nuestras agendas.
Dan, Derek y Darren. Y sólo en
cuarto de secundaria. Me engañaron, me mintieron y me utilizaron. ¿Qué lección
aprendí? La de mantenerme alejada de los chicos cuyo nombre de pila empiece por
«D», ya que todos ellos eran el diablo personificado.
Puede que el verdadero nombre de
Nate fuera Dante el Destructor de Deseos. Porque era diez veces peor que los
tres «D» juntos.
Aparté el diario a un lado.
Estaba furiosa con Nate, es verdad. Pero, sobre todo, estaba furiosa conmigo
misma. ¿Por qué me presté a salir con ellos? ¿Qué saqué de aquellas relaciones,
aparte de un corazón destrozado? Yo era más inteligente que todo eso. Tendría
que haberlo sabido.
¿En serio quería seguir siendo
utilizada? ¿Es que había alguien ahí fuera que mereciera la pena?
Había creído que Nate sí merecía
la pena, pero estaba equivocada.
Cuando me levanté para llamar a
Tracy —tenía que compartir mis penas con ella—, algo me llamó la atención. Me
acerqué a mi póster preferido de los Beatles y empecé a pasar los dedos por las
letras: Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band.
Había contemplado aquel póster
día tras día durante los últimos siete años. Había escuchado aquel álbum, uno
de mis favoritos, cientos de veces. Era como si, para mí, siempre hubiera sido
una única palabra muy larga: SgtPepper’sLonelyHeartsClubBand. Pero ahora tres
términos se desligaban del resto, y descubrí en la expresión algo completamente
nuevo.
Lonely.
Hearts.
Club.
Entonces, sucedió.
Algo relacionado con aquellas
palabras.
Lonely. Hearts. Club.
Club. Corazones. Solitarios.
En teoría, podría sonar
deprimente. Pero en aquella música no había nada deprimente.
No, este Club de los Corazones
Solitarios era justo lo contrario a deprimente. Era fascinante.
Había tenido la respuesta delante
de mis ojos, desde el principio. Sí, había encontrado una manera para que
dejaran de engañarme, de mentirme, de utilizarme.
Dejaría de torturarme al salir
con fracasados. Disfrutaría de los beneficios de la soltería. Por una vez, me
concentraría en mí misma. Primero de bachillerato iba a ser mi año. Todo
giraría alrededor de mí, Penny Lane Bloom, fundadora y socia única del Club de
los Corazones Solitarios.
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