¿Y si quedamos como amigos?
Elizabeth
Eulberg
¿Es posible que un chico y una chica sean sólo
amigos? ¿O están siempre a una pelea de no volverse a hablar jamás y a un beso
de distancia del verdadero amor? Macallan y Levi se hicieron amigos desde el
primer momento en que se vieron. Todo el mundo dice que los hombres y las
mujeres no pueden ser sólo amigos, pero ellos dos lo son. Se quedan juntos al salir de la escuela,
comparten un montón de bromas que sólo ellos entienden, sus familias son muy
cercanas…
CAPÍTULO UNO
Seguro que soy
la única niña del mundo que deseaba que terminaran las vacaciones. Durante los
meses de verano, tenía demasiado tiempo libre, lo cual implica demasiado tiempo
para pensar, sobre todo si eres una niña de once años en pleno duelo. No veía
el momento de empezar séptimo. Ponerme a estudiar mucho. Pasar menos tiempo a
solas. Al principio de las vacaciones, me arrepentí de haber rechazado la
invitación de mi papá de pasar el verano en Irlanda con la familia de mi mamá,
pero es que sabía que allí todo me recordaría a ella. Aunque para recordarla me
bastaba con mirarme al espejo. El caso es que la escuela era mi única vía de
escape. Cuando me dieron el recado de que pasara a la dirección antes de clase,
temí que me esperara otro curso lleno de visitas obligatorias al psicoterapeuta
escolar, de miradas compasivas por parte de mis compañeros y de maestros
bienintencionados, pero algo despistados, empeñados en decirme lo importante
que era “mantener vivo su recuerdo”. Como si pudiera olvidarla. Aquella mañana,
no estaba para muchos dramas. Ya tenía bastante con enfrentarme a un nuevo
curso desde que… —¿Quieres que te acompañe, Macallan? —me preguntó Emily cuando
recibí el recado de la dirección. Aunque intentaba disimular, la sonrisa tensa
en su rostro la traicionaba. —No, tranquila —repuse—. Seguro que no es nada. Me
escudriñó un momento antes de arreglarme el pasador del pelo. —Muy bien, si me
necesitas estaré en clase del señor Nelson. Esbocé una sonrisa tranquilizadora
y me la pegué a los labios para entrar en el despacho. La señora Blaska, la
directora, me abrazó. —¡Bienvenida, Macallan! ¿Qué tal el verano? —¡Muy bien!
—mentí. Nos miramos mutuamente sin saber qué decir a continuación. —Bueno,
necesito ayuda con un nuevo alumno. Te presento a Levi Rodgers. ¡Es de Los
Ángeles! Me volteé a mirar y vi a un chico rubio que llevaba una cola de
caballo a la altura de la nuca. Su pelo era aún más largo que el mío. Se
recogió un mechón suelto detrás de la oreja antes de tenderme la mano y decir:
—Qué tal.
Tenía que
reconocerlo: como mínimo era educado… para ser un surfista. La señora Blaska me
tendió el horario del chico nuevo. —¿Puedes enseñarle la escuela y acompañarlo
a su primera clase? —Claro. Salí de la oficina seguida de Levi y me dispuse a
mostrarle rápidamente la escuela. No estaba de humor para jugar a “cuéntame la
historia de tu vida”. —El edificio tiene forma de T. Por este pasillo llegarás
a los salones de mate, ciencias e historia —movía las manos como una aeromoza—.
Detrás de ti, los salones de español, además de la biblioteca —eché a andar con
brío—. Hay gimnasio, cafetería, salón de música y salón de arte. Ah, y cuartos
de baño al fondo de cada planta, además de un dispensador de agua. Puso cara de
sorpresa. —¿Qué es un dispensador de agua? Mi primera reacción fue de
incredulidad. ¿Cómo era posible que no supiera lo que era un dispensador? —Pues
una especie de llave, para beber. Se lo enseñé y apreté el botón para que
manara agua. —Oh, te refieres a un surtidor. —Sí, dispensador, surtidor… qué
más da. Él se echó a reír. —Nunca había oído eso de “dispensador”. Yo me limité
a caminar más deprisa. Mientras él echaba un vistazo al pasillo, me fijé en que
tenía los ojos de un azul muy claro, casi grises. —Qué raro —prosiguió—. Toda
esta escuela cabría en la cafetería de la mía — formulaba las frases en tono
ascendente, como si fueran preguntas—. O sea, voy a tener que cambiar de chip,
¿sabes? Supongo que la reacción apropiada habría sido interesarme por su
antigua escuela, pero quería llegar al salón cuanto antes. Unos amigos se
acercaron a saludarme y todos le echaron un vistazo al chico nuevo. Mi escuela
era bastante pequeña; la mayoría asistíamos desde primero, muchos desde
preescolar. Volví a mirarlo de reojo. No estaba segura de si me parecía lindo o
no. Tenía las puntas del pelo casi blancas, seguramente como consecuencia del
sol. El bronceado de su piel resaltaba aún más el tono trigueño de su cabello y
el azul de sus ojos; pero no le duraría mucho, teniendo en cuenta que en
Wisconsin, pasado el mes de agosto, apenas si vemos el sol. Levi llevaba una
camisa a cuadros blancos y negros, bermudas y chanclas. Se diría que había
intentado combinar un estilo casual con otro más formal. A mí, por suerte, me
había ayudado Emily a escoger el conjunto del primer día de clases: un vestido
a rayas amarillo y blanco con un saco blanco. Levi me sonrió nervioso. —¿Y qué
nombre es ése de Macallan? ¿O es McKayla? Mi primer impulso fue preguntarle si
el nombre de Levi procedía de los jeans que su madre llevaba puestos el día que
él nació, pero opté por comportarme como la alumna responsable que, al menos en
teoría, era. —Es un nombre típico de mi familia —respondí. Era una mentira muy
grande. El nombre tal vez fuera típico de alguna familia, pero no de la mía.
Aunque me encantaba tener un nombre tan original, me daba pena admitir que el
nombre procedía del whisky favorito de mi papá—. Es Ma-ca-llan. —Güey, qué
bien. No podía creer que acabara de llamarme “güey”. —Sí, gracias —di por
concluida la visita delante del salón de su primera clase—. Bueno, aquí te
dejo. Me miró indeciso, como esperando a que le buscara un pupitre y lo
arropara en la cama. —¡Hola, Macallan! —me saludó el señor Driver—. Pensaba que
no tenías clase conmigo hasta más tarde. Ah, vaya, tú debes de ser Levi. —Le
estaba enseñando la escuela. Bueno —me volteé hacia Levi—, me tengo que ir a mi
salón. Buena suerte. —Ah, sale —balbuceó él—. ¿Nos vemos luego? En aquel
momento, me di cuenta de que me miraba con una expresión de miedo. Estaba
asustado. Por supuesto. Me sentí culpable un momento, pero me sacudí de encima
la sensación mientras me dirigía a mi salón. Ya tenía bastantes problemas y
ninguna necesidad de añadir uno más. En cuanto nos formamos en el comedor,
Emily fue directo al grano. —¿Y qué pasa con el chico nuevo? —me preguntó. Me
encogí de hombros. —No sé. No está mal. Ella examinó una porción de pizza.
—Lleva el pelo larguísimo. —Es de California —señalé. —¿Y qué más sabes de él?
Renunció a la pizza y escogió un sándwich de pollo y una ensalada. La imité.
Estaba profundamente agradecida de tener una amiga tan femenina como Emily. Mi papá,
por más que se esforzase, no podía ayudarme con cosas como peinados, ropa y
maquillaje. Si dependiera de él, iría siempre vestida con jeans, tenis y una
playera del equipo de futbol más famoso de Wisconsin, los Green Bay Packers, y
además comería pizza a diario. Emily, sin embargo, rezumaba fineza. Sin duda
era una de las chicas más guapas del salón, con su pelo largo, negro como el
carbón, y sus ojos oscuros. También tenía muchísimo estilo y, afortunadamente
para mí, compartíamos talla, así que podía ponerme su ropa, aunque ella estaba
más desarrollada que yo. Al menos, tendría a alguien a quien pedirle consejo
cuando me tuviera que poner brasier. No podía ni imaginar lo incómodo que se
sentiría mi papá en una situación como ésa. Lo incómodos que nos sentiríamos
los dos. —Mmmmm… Traté de recordar qué más sabía de Levi. Ahora, demasiado
tarde, tenía la sensación de que me había esforzado poco. Danielle se reunió con
nosotras. Sus rizos color miel rebotaban en su cabeza mientras recorríamos la
cafetería. —¿Ése es el chico nuevo? Señaló a Levi, que comía solo sentado a una
mesa. —Qué delgado está —observó Emily. Danielle se rio. —Ya lo creo. Pero no
se preocupen, si no engorda con nuestras grasientas hamburguesas, lo hará con
nuestro famoso queso en grano y las salchichas. Las tres echamos a andar hacia
la mesa de siempre. Levi nos siguió con la mirada. Estábamos acostumbradas. La
gente hacía chistes del tipo: “Una rubia, una pelirroja y una asiática entran
en…”. Yo, sin embargo, prefería pensar en nosotras como “la chica con la que
todo el mundo se quiere sentar porque es muy chistosa, la que es el blanco de
todos los chismes y la que les da varias vueltas a los chicos”. Esbocé una
sonrisa rápida en dirección a Levi, con la esperanza de borrar en parte la mala
impresión que debía de haberse llevado de mí por la mañana. Él me devolvió un
saludo triste. Yo me detuve un momento y, en ese instante, advertí que me
miraba con expresión de gratitud. Pensaba que me iba a sentar a su lado o, como
mínimo, que lo invitaría a unirse a nosotras. Titubeé sin saber qué hacer. No
me apetecía hacer de niñera, pero también sabía lo que es sentirse solo. Y
asustado. —Oigan, me sabe mal que se quede ahí solo. ¿Les importa que se siente
con nosotras? Como nadie puso objeciones, me acerqué a Levi. —Este… ¿Qué tal te
fue en la mañana? —le pregunté haciendo esfuerzos por sonreír y ser amable por
una vez. —Bien. Por el tono de su voz, era obvio que le había ido de todo menos
bien. —¿Quieres sentarte con nosotras? —señalé nuestra mesa con un gesto.
—Gracias —respiró aliviado. Pronto, la atención que despertábamos fue
sustituida por chismes del estilo de “sé cómo pasaste en realidad las
vacaciones de verano”. Levi se sentó a mi lado y picoteó su comida con aire
cohibido. Dejó la mochila sobre la mesa y advertí que llevaba un pin prendido a
una tira. —¿Eso no será…? Me mordí la lengua. ¿Qué posibilidades había de que
aquello fuera lo que creía que era? Demasiada casualidad. Levi se dio cuenta de
que estaba mirando su pin de “MANTÉN LA CALMA Y SIGUE COLGADO”. —Ah, este… Es
una serie de televisión increíble… —empezó a explicar. Yo apenas pude contener
la emoción. —Buggy y Floyd. ¡Me encanta esa serie! Se le iluminó la cara. —No
es posible… Nadie conoce Buggy y Floyd. ¡Es alucinante! Era alucinante. Buggy y
Floyd trata de las payasadas de Theodore “Buggy” Bugsy y su primo/compañero de
piso Floyd. En casi todos los episodios, Buggy se mete en algún lío absurdo del
que Floyd tiene que rescatarlo. Y Floyd siempre se está quejando de la
situación, de Buggy y de la sociedad en general. Noté que una sonrisa se
extendía por mi cara. —Sí, la familia de mi mamá vive en Irlanda. Vi la serie
hace un par de veranos, cuando fui de visita. Tengo los DVD en casa. —¡Yo
también! Un amigo de mi papá es director de desarrollo de una productora y está
pensando en adaptarla para pasarla aquí. Gemí. Odio que adapten una buena serie
inglesa a los Estados Unidos. A veces, el humor británico es intraducible y
todo se convierte en una tontería. —Lo estropearán —dijimos Levi y yo al
unísono. Durante un segundo, nos quedamos con la boca abierta. Luego nos
echamos a reír. —¿Episodio favorito? Levi se había echado hacia delante, ahora
más relajado. —Buf, hay muchos. Ése en el que la hermana de Floyd está a punto
de dar a luz… —Que me cuelguen si sé de dónde sacar agua hirviendo a menos que
cuente una taza de té —Levi logró el acento londinense. —¡Sí! —palmeé la mesa
con fuerza. —¿Qué está pasando aquí? —perpleja, Emily nos miró por turnos —¿Te
acuerdas de esa serie inglesa que siempre les digo que tienen que ver? —¿Ésa?
—Emily negó con la cabeza como hacía siempre que mis pequeñas excentricidades
la divertían. Se volteó hacia Levi—. ¿La conoces? Él se rio. —Sí, es brutal.
—Ajá —Emily arrugó la nariz—. Es adorable que tengan algo en común. —¡Común!
—bufó Levi—. Ya sé que no soy la reina de Inglaterra, pero desde luego no soy
común. Era otra cita de la serie. —Un engorro vulgar y corriente, eso es lo que
eres —terminamos los dos. Emily nos miró como si fuéramos dos bichos raros.
Danielle sonreía divertida. Platicamos un poco más sobre nuestros respectivos
veranos y, cuando llegó la hora de irnos, me aseguré de que Levi supiera dónde
estaba su siguiente clase. Esta vez, cuando preguntó: “¿Nos vemos luego?”,
descubrí que no me horrorizaba la idea. Sería bastante padre tener un amigo que
no compartía los gustos de la mayoría. Emily se rio cuando dejamos las charolas
en la cinta transportadora. —Parece ser que tu nuevo novio y tú tienen muchas
cosas de que hablar. —¡Para ya! Sabes muy bien que no es mi novio. —Claro que
lo sé, pero toda la cafetería vio su pequeña fiesta de reconciliación. Seguro
que tenía razón. A estas horas, todo el mundo estaría comentando nuestra
animadísima conversación. Sin embargo, me daba igual. Prefería mil veces ese
tipo de chismes a los que habían proliferado a mis espaldas el curso anterior.
El tío Adam me estaba esperando para llevarme a casa después de clase. Siempre
se alegraba mucho de verme, aunque hiciera pocas horas que nos habíamos
separado. —¿Qué tal tu primer día? —me preguntó mientras me daba un gran
abrazo. —¡Bien! —le aseguré. —Qué bueno. Agarró mi mochila y echó a andar hacia
el coche. Allí al lado, Levi se subía a una camioneta manejada por una mujer
que debía de ser su madre. Le dijo algo y ella comenzó a caminar hacia
nosotros. Levi la siguió poco convencido. Noté que se me hacía un nudo en el
estómago. Siempre me pongo a la defensiva cuando tengo que presentar a Adam. El
tío Adam es una persona increíble y todo el mundo lo adora. Es simpático,
extrovertido y el primero en echar una mano cuando hace falta. Pese a todo,
nació con un defecto del habla y arrastra un poco las palabras. No sé muy bien
cuál es el término exacto para definir su problema, pero no se le cierra del
todo la garganta y a veces cuesta un poco entenderlo. Cuando pregunté, de
pequeña, qué le pasaba al tío Adam, mi mamá me dejó muy claro que no le “pasaba
nada”, sencillamente hablaba de manera distinta a causa de un defecto de
nacimiento. Yo me lo tomé al pie de la letra. Hace un par de años, regresaba a
casa del parque cuando unos chicos me preguntaron qué tal le iba a mi “tío el
retrasado”. Yo les grité: “No es retrasado, sólo habla de un modo extraño”.
Entré a casa llorando y le conté a mi papá lo sucedido. Fue entonces cuando me
informó de que Adam padecía una discapacidad mental. Mis papás pensaban que yo
ya lo sabía. Sin embargo, ¿cómo iba a saberlo? Maneja, tiene un empleo y vive
solo (en la casa de enfrente). Su vida es idéntica a la nuestra. Contuve el
aliento cuando la madre de Levi se presentó, temiendo que, como muchas otras
personas, metiera la pata de algún modo. —Hola, Macallan, soy la madre de Levi.
Muchas gracias por haberlo tratado tan bien. Es muy duro tener que trasladarse
a la otra punta del país y empezar de cero en una escuela nueva —tenía el pelo
del mismo color que Levi, pero ella llevaba la cola de caballo a la altura de
la coronilla. Vestía un pantalón de algodón y una sudadera, como si acabara de
salir del gimnasio. Incluso sin maquillar, era guapísima. —Mamá —gimió Levi,
temiendo que me contara su vida. Ella se volteó hacia Adam. —Y usted debe de
ser su padre. El tío Adam le tomó la mano. Cuando la madre de Levi se la
estrechó, vi que se sobresaltó un poco. —Su tío. —Él es mi tío Adam —intervine.
—Mucho gusto. Sonrió con calidez mientras mi tío y Levi se estrechaban la mano
a su vez. Me fijé para comprobar si Levi titubeaba también, pero no lo hizo.
Seguramente estaba más pendiente de arrastrar a su madre de vuelta hacia el
auto. De repente, me sorprendí a mí misma dando explicaciones. —Es que mi papá a
veces trabaja hasta muy tarde en su empresa de construcción, así que Adam sale
un momento del almacén para llevarme a casa. —Bueno, si alguna vez necesitas
que te llevemos a tu casa o quieres quedarte en la nuestra hasta que tu padre o
tu tío salgan del trabajo, estaremos encantados de que vengas con nosotros. No
supe qué decir. Estaba acostumbrada a las buenas maneras de la gente del medio
oeste, pero allí estaba aquella mujer, recién llegada al pueblo y que acababa
de conocerme, ofreciéndome su casa. Y lo hacía por pura amabilidad, no porque
supiera lo del accidente. —¡Qué bien! Los miércoles siempre se nos complican
—dijo el tío Adam antes de que pudiera cerrarle la boca. Por lo general, Adam
trabajaba de las siete de la mañana a las dos de la tarde, así que era él quien
me recogía de la escuela. Salvo los miércoles. Ese día, tenía el turno de la
tarde. El año pasado o bien me quedaba en la biblioteca o esperaba a que Emily
o Danielle terminaran sus respectivas clases extracurriculares. La madre de
Levi no lo dudó ni un instante. —¿Por qué no vienes a casa este miércoles? Si
quieres, claro. Le eché una ojeada a Levi, que me miró y articuló sin voz las
últimas palabras de su madre: “Si quieres”. —¡Desde luego! —asintió el tío
Adam. —Le daré mi número por si el papá de Macallan quiere ponerse en contacto
conmigo, ¿de acuerdo? Levi señaló el pin de su mochila y enarcó las cejas con
ademán risueño. Me vino a la cabeza la imagen de nosotros dos viendo juntos
Buggy y Floyd. —Sí —articulé a la vez. Los dos adultos intercambiaron los
números de teléfono. Mi yo destructivo pensaba que la madre de Levi se estaba
ofreciendo a ocuparse de mí porque pensaba que mi tío no estaba en condiciones
de cuidarme. Mi yo constructivo me dijo que aquella mujer tan simpática sólo
quería que su hijo hiciera amigos. “Puede que lo haya dicho por lástima”, dijo
mi yo destructivo. “No lo sabe”, arguyó mi yo constructivo. Lo sucedido no se
parecía a cuando alguien con quien tenías poca relación se interesaba por ti de
repente, te ofrecía un hombro en el que llorar o te traía un guiso de algo que
tu mamá jamás en la vida había cocinado. El tío Adam y yo subimos al coche. Él
siempre se aseguraba de que me hubiera abrochado el cinturón antes de arrancar.
—¿Todo bien? —me miraba fijamente. —Sí —dije, aunque no sabía qué pensar de lo
que acababa de suceder. No me gustaban los giros inesperados. A esas alturas de
mi vida, había protagonizado más de los que me correspondían. Adam parecía muy
triste. —A tu mamá le encantaba recogerte de la escuela. Respondí con un
asentimiento, como hacía casi siempre que alguien hablaba de ella. Una lágrima
rodó por la mejilla de Adam. —Te pareces tanto a ella… Me estaba acostumbrando
a aquel comentario. Me encantaba parecerme a mi mamá. Tenía sus mismos ojos,
grandes y de color café, el rostro acorazonado y el cabello ondulado color
castaño que en verano se aclaraba y adquiría un tono rojizo. Sin embargo,
también era la chica del espejo, el recordatorio andante de había perdido.
Cerré los ojos, inspiré a fondo y me prometí a mí misma: “Dentro de quince
minutos, estarás haciendo la tarea de mate. Dentro de quince minutos, se te
concederá una tregua. Sobrevive esos quince minutos y todo irá bien”.