jueves, 20 de febrero de 2014

Lectura 17


DIARIO ANA FRANK
LECTURA 17
Alegría Fernández



PARTE II
Me acorde esta  frase  uno  de  esos  días  medio  melancólicos  en  que  estaba  sentada  con  la  cabeza apoyada entre las manos, aburrida y desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente  me  puse  a  cavilar  sin  moverme  de  donde  estaba.  Sí,  es  cierto,  el  papel  es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras  llamado  pomposamente  «diario»,  a  no  ser  que  alguna  vez  en  mi  vida  tenga  un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.  He  llegado  al  punto  donde  nace  toda  esta  idea  de  escribir  un  diario:  no  tengo  ninguna amiga.
Para ser más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo unos padres  muy  buenos  y  una  hermana  de  dieciséis,  y  tengo  como  treinta  amigas  en  total, entre  buenas  y  menos  buenas.  Tengo  un  montón  de  admiradores  que  tratan  de  que nuestras  miradas  se  crucen  o  que,  cuando  no  hay  otra  posibilidad,  intentan  mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes, a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo la amiga del alma. Con las  chicas  que  conozco  lo  único  que  puedo  hacer  es  divertirme  y  pasarlo  bien.  Nunca hablamos de otras cosas que no sean las cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas. Y ahí está justamente el quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa  mía,  el  asunto  es  que  las  cosas  son  como  son  y  lamentablemente  no  se  pueden cambiar. De ahí este diario. Para  realzar  todavía  más  en  mi  fantasía  la  idea  de  la  amiga  tan  anhelada,  no  quisiera apuntar en este diario los hechos sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Como  nadie  entendería  nada  de  lo  que  fuera  a  contarle  a  Kitty  si  lo  hiciera  así,  sin ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de mi vida, por poco que me plazca hacerlo. Mi padre, el más bueno de todos los padres que he conocido en mi vida, no se casó hasta los treinta y seis años con mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926 en Alemania, en Francfort del Meno. El 1 z de junio de 1929 le seguí yo. Viví en Francfort hasta los cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa», mi padre se vino a Holanda en 1933, donde fue nombrado director de Opekta, una compañía holandesa de preparación  de  mermeladas.  Mi  madre,  Edith  Holländer,  también  vino  a  Holanda  en septiembre,  y  Margot  y  yo  fuimos  a  Aquisgrán,  donde  vivía  mi  abuela.  Margot  vino  a Holanda  en  diciembre  y  yo  en  febrero,  cuando  me  pusieron  encima  de  la  mesa  como regalo de cumpleaños para Margot. Pronto  empecé  a  ir  al  jardín  de  infancia  del  colegio  Montessori,  y  allí  estuve  hasta cumplir los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela primaria. En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos mucho al despedirnos a fin de curso y  lloramos  las  dos,  porque  yo  había  sido  admitida  en  el  liceo  judío,  al  que  también  iba
Margot.
Nuestras vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se había quedado  en  Alemania  seguía  siendo  víctima  de  las  medidas  antijudías  decretadas  por Hitler.  Tras  los  pogromos  de  1938,  mis  dos  tíos  maternos  huyeron  y  llegaron  sanos  y salvos a Norteamérica; mi pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir Librodot                                             con nosotros. Después de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás: primero la guerra, luego la capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias para nosotros los judíos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se nos privó de muchas  libertades.  Los  judíos  deben  llevar  una  estrella  de  David;  deben  entregar  sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está permitido viajar en coche, tampoco  en  coches  particulares;  los  judíos  sólo  pueden  hacer  la  compra  desde  las  tres hasta las cinco de la tarde; sólo pueden ir a una peluquería judía; no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros lugares de esparcimiento público; no les está permitida la entrada en las piscinas ni en las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les está permitido practicar remo; no les está permitido practicar ningún deporte en público; no les está permitido estar sentados en sus jardines después de las ocho de la noche, tampoco  en  los  jardines  de  sus  amigos;  los  judíos  no  pueden  entrar  en  casa  de  cristianos; tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas por el estilo. Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya no me atrevo a hacer nada, porque tengo miedo de que esté prohibido.»
En  el  verano  de  1941,  la  abuela  enfermó  gravemente.  Hubo  que  operarla  y  mi cumpleaños apenas lo festejamos. El del verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había acabado la guerra en Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo mucho que pienso en ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos festejado  para  compensar  los  anteriores,  y  también  tuvimos  encendida  la  vela  de  la abuela.
Nosotros cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy,
 20 de junio de 1942, fecha en que estreno mi diario con toda solemnidad. 
¡Querida Kitty!
Empiezo ya mismo. En casa está todo tranquilo. Papá y mamá han salido y Margot ha ido a  jugar  al  ping-pong  con  unos  chicos  en  casa  de  su  amiga  Trees.  Yo  también  juego mucho  al  pingpong  últimamente,  tanto  que  incluso  hemos  fundado  un  club  con  otras cuatro chicas, llamado «La Osa Menor menos dos». Un nombre algo curioso, que se basa en  una  equivocación.  Buscábamos  un  nombre  original,  y  como  las  socias  somos  cinco pensamos  en  las  estrellas,  en  la  Osa  Menor.  Creíamos  que  estaba  formada  por  cinco estrellas,  pero  nos  equivocamos:  tiene  siete,  al  igual  que  la  Osa  Mayor.  De  ahí  lo  de «menos dos». En casa de use Wagner tienen un juego de ping-pong, y la gran mesa del comedor de los Wagner está siempre a nuestra disposición. Como a las cinco jugadoras de ping-pong nos gusta mucho el helado, sobre todo en verano, y jugando al ping-pong nos  acaloramos  mucho,  nuestras  partidas  suelen  terminar  en  una  visita  a  alguna  de  las heladerías más próximas abiertas a los judíos, como Oase o Delphi. No nos molestamos en  llevar  nuestros  monederos,  porque  Oase  está  generalmente  tan concurrido  que  entre los presentes siempre hay algún señor dadivoso perteneciente a nuestro amplio círculo de amistades,  o  algún  admirador,  que  nos  ofrece  más  helado  del  que  podríamos  tomar  en toda una semana.
Supongo  que  te  extrañará  un  poco  que  a  mi  edad  te  esté  hablando  de  admiradores. Lamentablemente,  aunque  en  algunos  casos  no  tanto,  en  nuestro  colegio  parece  ser  un mal ineludible. Tan pronto como un chico me pregunta si me puede acompañar a casa en bicicleta y entablamos una conversación, nueve de cada diez veces puedes estar segura de que el muchacho en cuestión tiene la maldita costumbre de apasionarse y no quitarme los ojos  de  encima.  Después  de  algún  tiempo,  el  enamoramiento  se  les  va  pasando,  sobre todo  porque  yo  no  hago  mucho  caso  de  sus  miradas  fogosas  y  sigo  pedaleando alegremente. Cuando a veces la cosa se pasa de castaño oscuro, sacudo un poco la bici, se me cae la cartera, el joven se siente obligado a detenerse para recogerla, y cuando me la entrega  yo  ya  he  cambiado  completamente  de  tema.  Éstos  no  son  sino  los  más inofensivos;  también  los  hay  que  te  tiran  besos  o  que  intentan  cogerte  del  brazo,  pero conmigo lo tienen difícil: freno y me niego a seguir aceptando su compañía, o me hago la ofendida y les digo sin rodeos que se vayan a su casa.
Basta por hoy. Ya hemos sentado las bases de nuestra amistad. ¡Hasta mañana!
Tu Ana  
Domingo, 21 de junio de 1942
Querida Kitty:
Toda la clase tiembla. El motivo, claro, es la reunión de profesores que se avecina. Media clase se pasa el día apostando a que si aprueban o no el curso. G. Z. y yo nos morimos de risa por culpa de nuestros compañeros de atrás, C. N. y Jacques Kocernoot, que ya han puesto en juego todo el capital que tenían para las vacaciones. «¡Que tú apruebas!», «¡que no!», «¡que sí!», y así todo el santo día, pero ni las miradas suplicantes de G. pidiendo silencio, ni las broncas que yo les suelto, logran que aquellos dos se calmen. Calculo  que  la  cuarta  parte  de  mis  compañeros  de  clase  deberán  repetir  curso,  por  lo zoquetes  que  son,  pero  como  los  profesores  son  gente  muy  caprichosa,  quién  sabe  si ahora, a modo de excepción, no les da por repartir buenas notas.
En cuanto a mis amigas y a mí misma no me hago problemas, creo que todo saldrá bien. Sólo las matemáticas me preocupan un poco. En fin, habrá que esperar. Mientras tanto, nos damos ánimos mutuamente. Con  todos  mis  profesores  y  profesoras  me  entiendo  bastante  bien.  Son  nueve  en  total: siete  hombres  y  dos  mujeres.  El  profesor  Keesing,  el  viejo  de  matemáticas,  estuvo  un tiempo  muy  enfadado  conmigo  porque  hablaba  demasiado.  Me  previno  y  me  previno, hasta que un día me castigó. Me mandó hacer una redacción; tema: «La parlanchina». ¡La parlanchina! ¿Qué se podría escribir sobre ese tema? Ya lo vería más adelante. Lo apunté en mi agenda, guardé la agenda en la cartera y traté de tranquilizarme.
Por la noche, cuando ya había acabado con todas las demás tareas, descubrí que todavía me  quedaba  la  redacción.  Con  la  pluma  en  la  boca,  me  puse  a  pensar  en  lo  que  podía escribir. Era muy fácil ponerse a desvariar y escribir lo más espaciado posible, pero dar  una  prueba  convincente  de  la  necesidad  de  hablar  ya  resultaba  más  difícil.  Estuve pensando y repensando, luego se me ocurrió una cosa, llené las tres hojas que me había dicho el profe y me quedé satisfecha. Los argumentos que había aducido eran que hablar Librodot                                            era propio de las mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar. Al profesor Keesing le hicieron mucha gracia mis argumentos, pero cuando en la clase siguiente  seguí  hablando,  tuve  que  hacer  una  segunda  redacción  esta  vez  sobre  «La parlanchina empedernida». También  entregué  esa  redacción,  y  Keesing  no  tuvo  motivo de  queja  durante  dos  clases.  En  la  tercera,  sin  embargo,  le  pareció  que  había  vuelto  a pasarme de la raya. «Ana Frank, castigada por hablar en clase. Redacción sobre el tema: "Cuacuá, cuacuá, parpaba la pata".»
Todos mis compañeros soltaron la carcajada. No tuve más remedio que reírme con ellos, aunque  ya  se  me  había  agotado  la  inventiva  en  lo  referente  a  las  redacciones  sobre  el parloteo.  Tendría  que  ver  si  le  encontraba  un  giro  original  al  asunto.  Mi  amiga  Sanne, poetisa excelsa, me ofreció su ayuda para hacer la redacción en verso de principio a fin, con lo que me dio una gran alegría. Keesing quería ponerme en evidencia mandándome hacer  una  redacción  sobre  un  tema  tan  ridículo,  pero  con  mi  poema  yo  le  pondría  en evidencia a él por partida triple. Logramos  terminar  el  poema  y  quedó  muy  bonito.  Trataba  de  una  pata  y  un  cisne  que tenían  tres  patitos.  Como  los  patitos  eran  tan  parlanchines,  el  papá  cisne  los  mató  a picotazos. Keesing por suerte entendió y soportó la broma; leyó y comentó el poema en clase y hasta en otros cursos. A partir de entonces no se opuso a que hablara en clase y nunca más me castigó; al contrario, ahora es él el que siempre está gastando bromas.
Tu Ana


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