DIARIO
ANA FRANK
LECTURA 17
Alegría Fernández
PARTE II
Me acorde
esta frase uno
de esos días
medio melancólicos en
que estaba sentada
con la cabeza apoyada entre las manos, aburrida y
desganada, sin saber si salir o quedarme en casa, y finalmente me
puse a cavilar
sin moverme de
donde estaba. Sí,
es cierto, el
papel es paciente, pero como no
tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado
pomposamente «diario», a no ser
que alguna vez
en mi vida
tenga un amigo o una amiga que se
convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le
interese. He llegado
al punto donde
nace toda esta
idea de escribir
un diario: no
tengo ninguna amiga.
Para ser
más clara tendré que añadir una explicación, porque nadie entenderá cómo una chica
de trece años puede estar sola en el mundo. Es que tampoco es tan así: tengo
unos padres muy buenos
y una hermana
de dieciséis, y
tengo como treinta
amigas en total, entre
buenas y menos
buenas. Tengo un
montón de admiradores
que tratan de que
nuestras miradas se
crucen o que,
cuando no hay
otra posibilidad, intentan
mirarme durante la clase a través de un espejito roto. Tengo a mis parientes,
a mis tías, que son muy buenas, y un buen hogar. Al parecer no me falta nada, salvo
la amiga del alma. Con las chicas que
conozco lo único
que puedo hacer
es divertirme y
pasarlo bien. Nunca hablamos de otras cosas que no sean las
cotidianas, nunca llegamos a hablar de cosas íntimas. Y ahí está justamente el
quid de la cuestión. Tal vez la falta de confidencialidad sea culpa mía,
el asunto es
que las cosas
son como son y lamentablemente no
se pueden cambiar. De ahí este
diario. Para realzar todavía
más en mi
fantasía la idea
de la amiga tan
anhelada, no quisiera apuntar en este diario los hechos
sin más, como hace todo el mundo, sino que haré que el propio diario sea esa
amiga, y esa amiga se llamará Kitty.
¡Mi
historia! (¡Cómo podría ser tan tonta de olvidármela!)
Como nadie
entendería nada de
lo que fuera
a contarle a Kitty si
lo hiciera así,
sin ninguna introducción, tendré que relatar brevemente la historia de
mi vida, por poco que me plazca hacerlo. Mi padre, el más bueno de todos los
padres que he conocido en mi vida, no se casó hasta los treinta y seis años con
mi madre, que tenía veinticinco. Mi hermana Margot nació en 1926 en Alemania,
en Francfort del Meno. El 1 z de junio de 1929 le seguí yo. Viví en Francfort
hasta los cuatro años. Como somos judíos «de pura cepa», mi padre se vino a Holanda
en 1933, donde fue nombrado director de Opekta, una compañía holandesa de preparación de
mermeladas. Mi madre,
Edith Holländer, también
vino a Holanda
en septiembre, y Margot
y yo fuimos
a Aquisgrán, donde
vivía mi abuela.
Margot vino a Holanda
en diciembre y
yo en febrero,
cuando me pusieron
encima de la
mesa como regalo de cumpleaños
para Margot. Pronto empecé a ir al
jardín de infancia
del colegio Montessori,
y allí estuve
hasta cumplir los seis años. Luego pasé al primer curso de la escuela
primaria. En sexto tuve a la señora Kuperus, la directora. Nos emocionamos
mucho al despedirnos a fin de curso y lloramos las
dos, porque yo
había sido admitida
en el liceo
judío, al que
también iba
Margot.
Nuestras
vidas transcurrían con cierta agitación, ya que el resto de la familia que se
había quedado en Alemania
seguía siendo víctima
de las medidas
antijudías decretadas por Hitler.
Tras los pogromos
de 1938, mis
dos tíos maternos
huyeron y llegaron
sanos y salvos a Norteamérica; mi
pobre abuela, que ya tenía setenta y tres años, se vino a vivir Librodot con nosotros. Después
de mayo de 1940, los buenos tiempos quedaron definitivamente atrás: primero la guerra,
luego la capitulación, la invasión alemana, y así comenzaron las desgracias
para nosotros los judíos. Las medidas antijudías se sucedieron rápidamente y se
nos privó de muchas libertades. Los
judíos deben llevar
una estrella de
David; deben entregar
sus bicicletas; no les está permitido viajar en tranvía; no les está
permitido viajar en coche, tampoco
en coches particulares;
los judíos sólo
pueden hacer la
compra desde las
tres hasta las cinco de la tarde; sólo pueden ir a una peluquería judía;
no pueden salir a la calle desde las ocho de la noche hasta las seis de la
madrugada; no les está permitida la entrada en los teatros, cines y otros
lugares de esparcimiento público; no les está permitida la entrada en las
piscinas ni en las pistas de tenis, de hockey ni de ningún otro deporte; no les
está permitido practicar remo; no les está permitido practicar ningún deporte
en público; no les está permitido estar sentados en sus jardines después de las
ocho de la noche, tampoco en los
jardines de sus
amigos; los judíos
no pueden entrar
en casa de
cristianos; tienen que ir a colegios judíos, y otras cosas por el
estilo. Así transcurrían nuestros días: que si esto no lo podíamos hacer, que si
lo otro tampoco. Jacques siempre me dice: «Ya no me atrevo a hacer nada, porque
tengo miedo de que esté prohibido.»
En el
verano de 1941,
la abuela enfermó
gravemente. Hubo que
operarla y mi cumpleaños apenas lo festejamos. El del
verano de 1940 tampoco, porque hacía poco que había acabado la guerra en
Holanda. La abuela murió en enero de 1942. Nadie sabe lo mucho que pienso en
ella, y cuánto la sigo queriendo. Este cumpleaños de 1942 lo hemos festejado para
compensar los anteriores,
y también tuvimos
encendida la vela
de la abuela.
Nosotros
cuatro todavía estamos bien, y así hemos llegado al día de hoy,
20 de junio de 1942, fecha en que estreno mi
diario con toda solemnidad.
¡Querida
Kitty!
Empiezo
ya mismo. En casa está todo tranquilo. Papá y mamá han salido y Margot ha ido a jugar
al ping-pong con
unos chicos en
casa de su amiga Trees.
Yo también juego mucho
al pingpong últimamente,
tanto que incluso
hemos fundado un
club con otras cuatro chicas, llamado «La Osa Menor
menos dos». Un nombre algo curioso, que se basa en una
equivocación. Buscábamos un
nombre original, y como las
socias somos cinco pensamos en
las estrellas, en la Osa Menor. Creíamos
que estaba formada
por cinco estrellas, pero
nos equivocamos: tiene
siete, al igual
que la Osa
Mayor. De ahí
lo de «menos dos». En casa de use
Wagner tienen un juego de ping-pong, y la gran mesa del comedor de los Wagner
está siempre a nuestra disposición. Como a las cinco jugadoras de ping-pong nos
gusta mucho el helado, sobre todo en verano, y jugando al ping-pong nos acaloramos
mucho, nuestras partidas
suelen terminar en
una visita a alguna de las
heladerías más próximas abiertas a los judíos, como Oase o Delphi. No nos
molestamos en llevar nuestros
monederos, porque Oase
está generalmente tan concurrido que
entre los presentes siempre hay algún señor dadivoso perteneciente a
nuestro amplio círculo de amistades,
o algún admirador,
que nos ofrece
más helado del
que podríamos tomar
en toda una semana.
Supongo que
te extrañará un
poco que a
mi edad te esté hablando
de admiradores. Lamentablemente, aunque
en algunos casos
no tanto, en nuestro colegio
parece ser un mal ineludible. Tan pronto como un chico
me pregunta si me puede acompañar a casa en bicicleta y entablamos una
conversación, nueve de cada diez veces puedes estar segura de que el muchacho
en cuestión tiene la maldita costumbre de apasionarse y no quitarme los ojos de
encima. Después de
algún tiempo, el
enamoramiento se les
va pasando, sobre todo
porque yo no
hago mucho caso
de sus miradas
fogosas y sigo
pedaleando alegremente. Cuando a veces la cosa se pasa de castaño oscuro,
sacudo un poco la bici, se me cae la cartera, el joven se siente obligado a
detenerse para recogerla, y cuando me la entrega yo
ya he cambiado
completamente de tema. Éstos no
son sino los
más inofensivos; también los
hay que te
tiran besos o
que intentan cogerte
del brazo, pero conmigo lo tienen difícil: freno y me
niego a seguir aceptando su compañía, o me hago la ofendida y les digo sin
rodeos que se vayan a su casa.
Basta por
hoy. Ya hemos sentado las bases de nuestra amistad. ¡Hasta mañana!
Tu Ana
Domingo,
21 de junio de 1942
Querida
Kitty:
Toda la
clase tiembla. El motivo, claro, es la reunión de profesores que se avecina.
Media clase se pasa el día apostando a que si aprueban o no el curso. G. Z. y
yo nos morimos de risa por culpa de nuestros compañeros de atrás, C. N. y
Jacques Kocernoot, que ya han puesto en juego todo el capital que tenían para
las vacaciones. «¡Que tú apruebas!», «¡que no!», «¡que sí!», y así todo el
santo día, pero ni las miradas suplicantes de G. pidiendo silencio, ni las
broncas que yo les suelto, logran que aquellos dos se calmen. Calculo que
la cuarta parte
de mis compañeros
de clase deberán
repetir curso, por lo
zoquetes que son,
pero como los
profesores son gente
muy caprichosa, quién sabe si ahora, a modo de excepción, no les da por
repartir buenas notas.
En cuanto
a mis amigas y a mí misma no me hago problemas, creo que todo saldrá bien. Sólo
las matemáticas me preocupan un poco. En fin, habrá que esperar. Mientras
tanto, nos damos ánimos mutuamente. Con
todos mis profesores
y profesoras me
entiendo bastante bien.
Son nueve en
total: siete hombres y
dos mujeres. El
profesor Keesing, el
viejo de matemáticas,
estuvo un tiempo muy
enfadado conmigo porque
hablaba demasiado. Me
previno y me
previno, hasta que un día me castigó. Me mandó hacer una redacción;
tema: «La parlanchina». ¡La parlanchina! ¿Qué se podría escribir sobre ese
tema? Ya lo vería más adelante. Lo apunté en mi agenda, guardé la agenda en la
cartera y traté de tranquilizarme.
Por la
noche, cuando ya había acabado con todas las demás tareas, descubrí que todavía
me quedaba la
redacción. Con la
pluma en la
boca, me puse a
pensar en lo
que podía escribir. Era muy fácil
ponerse a desvariar y escribir lo más espaciado posible, pero dar una
prueba convincente de la necesidad
de hablar ya resultaba más
difícil. Estuve pensando y
repensando, luego se me ocurrió una cosa, llené las tres hojas que me había dicho
el profe y me quedé satisfecha. Los argumentos que había aducido eran que
hablar Librodot era propio de las
mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la
costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo
yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar. Al
profesor Keesing le hicieron mucha gracia mis argumentos, pero cuando en la
clase siguiente seguí hablando,
tuve que hacer
una segunda redacción
esta vez sobre
«La parlanchina empedernida». También
entregué esa redacción,
y Keesing no
tuvo motivo de queja
durante dos clases.
En la tercera,
sin embargo, le pareció que
había vuelto a pasarme de la raya. «Ana Frank, castigada
por hablar en clase. Redacción sobre el tema: "Cuacuá, cuacuá, parpaba la
pata".»
Todos mis
compañeros soltaron la carcajada. No tuve más remedio que reírme con ellos, aunque ya
se me había
agotado la inventiva
en lo referente
a las redacciones
sobre el parloteo. Tendría
que ver si le encontraba
un giro original
al asunto. Mi
amiga Sanne, poetisa excelsa, me
ofreció su ayuda para hacer la redacción en verso de principio a fin, con lo
que me dio una gran alegría. Keesing quería ponerme en evidencia mandándome hacer una redacción sobre
un tema tan
ridículo, pero con mi poema
yo le pondría
en evidencia a él por partida triple. Logramos terminar
el poema y
quedó muy bonito.
Trataba de una
pata y un
cisne que tenían tres
patitos. Como los patitos eran
tan parlanchines, el
papá cisne los
mató a picotazos. Keesing por
suerte entendió y soportó la broma; leyó y comentó el poema en clase y hasta en
otros cursos. A partir de entonces no se opuso a que hablara en clase y nunca
más me castigó; al contrario, ahora es él el que siempre está gastando bromas.
Tu Ana
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