jueves, 27 de febrero de 2014

Lectura 18

DIARIO ANA FRANK
LECTURA 18
Alegría Fernández


PARTE III
Era propio de las mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar.
Al profesor Keesing le hicieron mucha gracia mis argumentos, pero cuando en la clase siguiente  seguí  hablando,  tuve  que  hacer  una  segunda  redacción  esta  vez  sobre  «La parlanchina empedernida». También  entregué  esa  redacción,  y  Keesing  no  tuvo  motivo de  queja  durante  dos  clases.  En  la  tercera,  sin  embargo,  le  pareció  que  había  vuelto  a pasarme de la raya. «Ana Frank, castigada por hablar en clase. Redacción sobre el tema:
"Cuacuá, cuacuá, parpaba la pata".»
Todos mis compañeros soltaron la carcajada. No tuve más remedio que reírme con ellos, aunque  ya  se  me  había  agotado  la  inventiva  en  lo  referente  a  las  redacciones  sobre  el parloteo.  Tendría  que  ver  si  le  encontraba  un  giro  original  al  asunto.  Mi  amiga  Sanne, poetisa excelsa, me ofreció su ayuda para hacer la redacción en verso de principio a fin, con lo que me dio una gran alegría. Keesing quería ponerme en evidencia mandándome hacer  una  redacción  sobre  un  tema  tan  ridículo,  pero  con  mi  poema  yo  le  pondría  en evidencia a él por partida triple.
Logramos  terminar  el  poema  y  quedó  muy  bonito.  Trataba  de  una  pata  y  un  cisne  que tenían  tres  patitos.  Como  los  patitos  eran  tan  parlanchines,  el  papá  cisne  los  mató  a picotazos. Keesing por suerte entendió y soportó la broma; leyó y comentó el poema en clase y hasta en otros cursos. A partir de entonces no se opuso a que hablara en clase y nunca más me castigó; al contrario, ahora es él el que siempre está gastando bromas.
Tu Ana
Miércoles, 24 de junio de 1942
Querida Kitty:
¡Qué  bochorno!  Nos  estamos  asando,  y  con  el  calor  que  hace  tengo  que  ir  andando  a todas partes. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo cómodo que puede resultar un tranvía, sobre todo los que son abiertos, pero ese privilegio ya no lo tenemos los judíos: a nosotros nos toca ir en el «coche de San Fernando». Ayer a mediodía tenía hora con el dentista en la Jan Luykenstraat, que desde el colegio es un buen trecho. Lógico que luego por  la  tarde  en  el  colegio  casi  me  durmiera.  Menos  mal  que  la  gente  te  ofrece  algo  de beber sin tener que pedirlo. La ayudante del dentista es verdaderamente muy amable.
El  único  medio  de  transporte  que  nos  está  permitido  coger  es  el  transbordador.  El barquero  del  canal  Jozef  Israëlskade  nos  cruzó  nada  más  pedírselo.  De  verdad,  los holandeses no tienen la culpa de que los judíos padezcamos tantas desgracias.
Ojalá no tuviera que ir al colegio. En las vacaciones de Semana Santa me robaron la bici, y la de mamá, papá la ha dejado en casa de unos amigos cristianos. Pero por suerte ya se acercan las vacaciones: una semana más y ya todo habrá quedado atrás.
Ayer  por  la  mañana  me  ocurrió  algo  muy  cómico.  Cuando  pasaba  por  el  garaje  de  las bicicletas,  oí  que  alguien  me  llamaba.  Me  volví  y  vi  detrás  de  mí  a  un  chico  muy simpático  que  conocí  anteanoche  en  casa  de  Wilma,  y  que  es  un  primo  segundo  suyo. Wilma es una chica que al principio me caía muy bien, pero que se pasa el día hablando nada más que de chicos, y eso termina por aburrirte. El chico se me acercó algo tímido y me dijo que se llamaba Helio Silberberg. Yo estaba un tanto sorprendida y no sabía muy bien  lo  que  pretendía,  pero  no  tardó  en  decírmelo:  buscaba  mi  compañía  y  quería acompañarme al colegio. «Ya que vamos en la misma dirección, podemos ir juntos», le contesté,  y  juntos  salimos.  Helio  ya  tiene  dieciséis  años  y  me  cuenta  cosas  muy entretenidas.
Hoy por la mañana me estaba esperando otra vez, y supongo que en adelante lo seguirá haciendo.  
Tu Ana
Miércoles,1ºi de julio de 194.2  
Querida Kitty:
Hasta hoy te aseguro que no he tenido tiempo para volver a escribirte. El jueves estuve toda la tarde en casa de unos amigos, el viernes tuvimos visitas y así sucesivamente hasta hoy.
Helio y yo nos hemos conocido más a fondo esta semana. Me ha contado muchas cosas de su vida. Es oriundo de Gelsenkirchen y vive en Holanda en casa de sus abuelos. Sus padres están en Bélgica, pero no tiene posibilidades de viajar allí para reunirse con ellos.
Helio tenía una novia, Ursula. La conozco, es la dulzura y el aburrimiento personificado.
Desde que me conoció a mí, Helio se ha dado cuenta de que al lado de Ursula se duerme.
O sea, que soy una especie de antisomnífero. ¡Una nunca sabe para lo que puede llegar a servir!
El sábado por la noche, Jacque se quedó a dormir conmigo, pero por la tarde se fue a casa de Hanneli y me aburrí como una ostra.
Helio había quedado en pasar por la noche, pero a eso de las seis me llamó por teléfono.
Descolgué  el  auricular  y  me  dijo: -Habla  Helmuth  Silberberg.  ¿Me  podría  poner  con
Ana? -Sí, Helio, soy Ana.
-Hola, Ana. ¿Cómo estás?
-Bien, gracias.
-Siento  tener  que  decirte  que  esta  noche  no  podré  pasarme  por  tu  casa,  pero  quisiera hablarte un momento. ¿Te parece bien que vaya dentro de diez minutos?
-Sí, está bien. ¡Hasta ahora!
-¡Hasta ahora!
Colgué el auricular y corrí a cambiarme de ropa y a arreglarme el pelo. Luego me asomé, nerviosa,  por  la  ventana.  Por  fin  lo  vi  llegar.  Por  milagro  no  me  lancé  escaleras  abajo, sino que esperé hasta que sonó el timbre. Bajé a abrirle y él fue directamente al grano:
-Mira,  Ana,  mi  abuela  dice  que  eres  demasiado  joven  para  que  esté  saliendo  contigo.
Dice que tengo que ir a casa de los Löwenbach, aunque quizá sepas que ya no salgo con Ursula.
-No, no lo sabía. ¿Acaso habéis reñido?
-No, al contrario. Le he dicho a Ursula que de todos modos no nos entendíamos bien y que era mejor que dejáramos de salir juntos, pero que en casa siempre sería bien recibida, y que yo esperaba serlo también en la suya. Es que yo pensé que ella se estaba viendo con otro chico, y la traté como si así fuera. Pero resultó que no era cierto, y ahora mi tío me ha dicho que le tengo que pedir disculpas, pero yo naturalmente no quería, y por eso he roto con ella, pero ése es sólo uno de muchos motivos. Ahora mi abuela quiere que vaya a ver a Ursula y no a ti, pero yo no opino como ella y no tengo intención de hacerlo. La gente mayor tiene a veces ideas muy anticuadas, pero creo que no pueden imponérnoslas a nosotros. Es cierto que necesito a mis abuelos, pero ellos en cierto modo también me necesitan. Ahora resulta que los miércoles por la noche tengo libre porque se supone que voy a clase de talla de madera, pero en realidad voy a una de esas reuniones del partido sionista. Mis abuelos no quieren que vaya porque se oponen rotundamente al sionismo. Yo no es que sea fanático, pero me interesa, aunque últimamente están armando tal jaleo que había pensado no ir más. El próximo miércoles será la última vez que vaya. Entonces podremos vernos los miércoles por la noche, los sábados por la tarde y por la noche, los domingos por la tarde, y quizá también otros días.
-Pero si tus abuelos no quieren, no deberías hacerlo a sus espaldas.
-El amor no se puede forzar.
En  ese  momento  pasamos  por  delante  de  la  librería  Blankevoort,  donde  estaban  Peter Schiff y otros dos chicos. Era la primera vez que me saludaba en mucho tiempo, y me produjo una gran alegría. El lunes, al final de la tarde, vino Helio a casa a conocer a papá y mamá. Yo había comprado una tarta y dulces, y además había té y galletas, pero ni a
Helio ni a mí nos apetecía estar sentados en una silla uno al lado del otro, así que salimos a dar una vuelta, y no regresamos hasta las ocho y diez. Papá se enfadó mucho, dijo que no podía ser que llegara a casa tan tarde. Tuve que prometerle que en adelante estaría en casa a las ocho menos diez a más tardar. Helio me ha invitado a ir a su casa el sábado que viene.
Wilma me ha contado que un día que Helio fue a su casa le preguntó:
-¿Quién te gusta más, Ursula o Ana?
Y entonces él le dijo:
-No es asunto tuyo.
Pero cuando se fue, después de no haber cambiado palabra con Wilma en toda la noche, le dijo:
-¡Pues Ana! Y ahora me voy. ¡No se lo digas a nadie!
Y se marchó.
Todo  indica  que  Helio  está  enamorado  de  mí,  y  a  mí,  para  variar,  no  me  desagrada.
Margot diría que Helio es un buen tipo, y yo opino igual que ella, y aún más. También mamá está todo el día alabándolo. Que es un muchacho apuesto, que es muy corté,' simpático. Me alegro de que en casa a todos les caiga  tan  bien,  menos  a  mis  amigas,  a  las  que  él  encuentra  muy  niñas,  y  en  eso  tiene razón.  Jacque  siempre  me  está  tomando  el  pelo  por  lo  de  Hello.  Yo  no  es  que  esté enamorada, nada de eso. ¿Es que no puedo tener amigos? Con eso no hago mal a nadie.
Mamá sigue preguntándome con quién querría casarme, pero creo que ni se imagina que sea con Peter, porque yo lo desmiento una y otra vez sin pestañear. Quiero a Peter como nunca he querido a nadie, y siempre trato de convencerme de que sólo vive persiguiendo a todas las chicas para esconder sus sentimientos. Quizá él ahora también crea que Hello y yo estamos enamorados, pero eso no es cierto. No es más que un amigo o, como dice mamá, un galán.
Tu Ana
Domingo, f de julio de 1942
 Querida Kitty:
El acto de fin de curso del viernes en el Teatro Judío salió muy bien. Las notas que me han dado no son nada malas: un solo insuficiente (un cinco en álgebra) y por lo demás todo sietes, dos ochos y dos seises. Aunque en casa se pusieron contentos, en cuestión de notas  mis  padres  son  muy  distintos  a  otros  padres;  nunca  les  importa  mucho  que  mis notas sean buenas o malas; sólo se fijan en si estoy sana, en que no sea demasiado fresca y en si me divierto. Mientras estas tres cosas estén bien, lo demás viene solo.
Yo soy todo lo contrario: no quiero ser mala alumna. Me aceptaron en el liceo de forma condicional,  ya  que  en  realidad  me  faltaba  ir  al  séptimo  curso  del  colegio  Montessori, pero cuando a los chicos judíos nos obligaron a ir a colegios judíos, el señor Elte, después de  algunas  idas  y  venidas,  a  Lies  Goslar  y  a  mí  nos  dejó  matricularnos  de  manera condicional.  Lies  también  ha  aprobado  el  curso  pero  tendrá  que  hacer  un  examen  de geometría de recuperación bastante difícil.
Pobre Lies, en su casa casi nunca puede sentarse a estudiar tranquila. En su habitación se pasa jugando todo el día su hermana pequeña, una niñita consentida que está a punto de cumplir dos años. Si no hacen lo que ella quiere, se pone a gritar, y si Lies no se ocupa de ella,  la  que  se  pone  a  gritar  es  su  madre.  De  esa  manera  es  imposible  estudiar  nada,  y tampoco ayudan mucho las incontables clases de recuperación que tiene a cada rato. Y es que la casa de los Goslar es una verdadera casa de tócame Roque. Los abuelos maternos de Lies viven en la casa de al lado, pero comen con ellos. Luego hay una criada, la niñita, el eternamente distraído y despistado padre y la siempre nerviosa e irascible madre, que está nuevamente embarazada. Con un panorama así, la patosa de Lies está completamente perdida.
A mi hermana Margot también le han dado las notas, estupendas como siempre. Si en el colegio existiera el cum laude, se lo habrían dado. ¡Es un hacha!
Papá está mucho en casa últimamente; en la oficina no tiene nada que hacer. No debe ser nada  agradable  sentirse  un  inútil.  El  señor  Kleiman  se  ha  hecho  cargo  de  Opekta,  y  el señor Kugler, de Gies & Cía., la compañía de los sucedáneos de especias, fundada hace poco, en 1941.
Hace unos días, cuando estábamos dando una vuelta alrededor de la plaza, papá empezó a hablar  del  tema  de  la  clandestinidad.  Dijo  que  será  muy  difícil  vivir  completamente separados del mundo. Le pregunté por qué me estaba hablando de eso ahora.
-Mira,  Ana  -me  dijo-.  Ya  sabes  que  desde  hace  más  de  un  año  estamos  llevando  ropa, alimentos  y  muebles  a  casa  de  otra  gente.  No  queremos  que  nuestras  cosas  caigan  en manos de los alemanes, pero menos aún que nos pesquen a nosotros mismos. Por eso, nos iremos por propia iniciativa y no esperaremos a que vengan por nosotros.
-Pero papá, ¿cuándo será eso?
La seriedad de las palabras de mi padre me dio miedo.
-De eso no te preocupes, ya lo arreglaremos nosotros. Disfruta de tu vida despreocupada mientras puedas.
Eso fue todo. ¡Ojalá que estas tristes palabras tarden mucho en cumplirse!
Acaban de llamar al timbre. Es Hello. Lo dejo.
Tu Ana
Miércoles, 8 de julio de 1942
 Querida Kitty:
Desde la mañana del domingo hasta ahora parece que hubieran pasado años. Han pasado tantas cosas que es como si de repente el mundo estuviera patas arriba, pero ya ves, Kitty: aún estoy viva, y eso es lo principal, como dice papá. Sí, es cierto, aún estoy viva, pero no me preguntes dónde ni cómo. Hoy no debes de entender nada de lo que te escribo, de modo que empezaré por contarte lo que pasó el domingo por la tarde.
A las tres de la tarde -Helio acababa de salir un momento, luego volvería- alguien llamó a la puerta. Yo no lo oí, ya que estaba leyendo en una tumbona al sol en la galería. Al rato apareció Margot toda alterada por la puerta de la cocina.
-Ha llegado una citación de la SS para papá -murmuró-. Mamá ya ha salido para la casa de Van Daan. (Van Daan es un amigo y socio de papá.)
Me  asusté  muchísimo.  ¡Una  citación!  Todo  el  mundo  sabe  lo  que  eso  significa.  En  mi mente se me aparecieron campos de concentración y celdas solitarias. ¿Acaso íbamos a permitir que a papá se lo llevaran a semejantes lugares?
-Está claro que no irá -me aseguró Margot cuando nos sentamos a esperar en el salón a que regresara mamá-. Mamá ha ido a preguntarle a Van Daan si podemos instalarnos en nuestro escondite mañana. Los Van Daan se esconderán con nosotros. Seremos siete.
Silencio.  Ya  no  podíamos  hablar.  Pensar  en  papá,  que  sin  sospechar  nada  había  ido  al asilo judío a hacer unas visitas, esperar a que volviera mamá, el calor, la angustia, todo ello junto hizo que guardáramos silencio.
De repente llamaron nuevamente a la puerta. -Debe de ser Helio -dije yo.
-No abras -me detuvo Margot, pero no hacía falta, oímos a mamá y al señor Van Daan abajo hablando con Helio. Luego entraron y cerraron la puerta. A partir de ese momento, cada vez que llamaran a la puerta, una de nosotras debía bajar sigilosamente para ver si era papá; no abriríamos la puerta a extraños. A Margot y a mí nos hicieron salir del salón;
Van Daan quería hablar a solas con mamá.
Una vez en nuestra habitación, Margot me confesó que la citación no estaba dirigida a papá, sino a ella. De nuevo me asusté muchísimo y me eché a llorar.  Margot  tiene  dieciséis  años.  De  modo  que  quieren  llevarse  a  chicas  solas  tan jóvenes como ella... Pero por suerte no iría, lo había dicho mamá, y seguro que a eso se había  referido  papá  cuando  conversaba  conmigo  sobre  el  hecho  de  escondernos.
Escondernos... ¿Dónde nos esconderíamos? ¿En la ciudad, en el campo, en una casa, en una cabaña, cómo, cuándo, dónde? Eran muchas las preguntas que no podía hacer, pero que me venían a la mente una y otra vez.
Margot  y  yo  empezamos  a  guardar  lo  indispensable  en  una  cartera  del  colegio.  Lo primero que guardé fue este cuaderno de tapas duras, luego unas plumas, pañuelos, libros del colegio, un peine, cartas viejas... Pensando en el escondite, metí en la cartera las cosas más estúpidas, pero no me arrepiento. Me importan más los recuerdos que los vestidos.
A las cinco llegó por fin papá. Llamamos por teléfono al señor Kleiman, pidiéndole que viniera esa misma tarde. Van Daan fue a buscar a Miep. Miep vino, y en una bolsa se llevó algunos zapatos, vestidos, chaquetas, ropa interior y medias, y prometió volver por la noche. Luego hubo un gran silencio en la casa: ninguno de nosotros quería comer nada, aún hacía calor y todo resultaba muy extraño.
La habitación grande del piso de arriba se la habíamos alquilado a un tal Goldschmidt, un hombre divorciado de treinta y pico, que por lo visto no tenía nada que hacer, por lo que se  quedó  matando  el  tiempo  hasta  las  diez  con  nosotros  e4  el  salón,  sin  que  hubiera manera de hacerle entender que se fuera.
A las once llegaron Miep y Jan Gies. Miep trabaja desde 1933 para papá y se ha hecho íntima   amiga   de   la   familia,   al   igual   que   su   flamente   marido   Jan.   Nuevamente desaparecieron  zapatos,  medias,  libros  y  ropa  interior  en  la  bolsa  de  Miep  y  en  los grandes  bolsillos  del  abrigo  de  Jan,  y  a  las  once  y  media  también  desaparecieron  ellos mismos.
Estaba muerta de cansancio, y aunque sabía que sería la última noche en que dormiría en mi cama, me dormí en seguida y no me desperté hasta las cinco y media de la mañana, cuando me llamó mamá. Por suerte hacía menos calor que el domingo; durante todo el día cayó una lluvia cálida. Todos nos pusimos tanta ropa que era como si tuviéramos que pasar la noche en un frigorífico, pero era para poder llevarnos más prendas de vestir. A ningún judío que estuviera en nuestro lugar se le habría ocurrido salir de casa con una maleta  llena  de  ropa.  Yo  lleva  a  puestas  dos  camisetas,  tres  pantalones,  un  vestido, encima  una  falda,  una  chaqueta,  un  abrigo  de  verano,  dos  pares  de  me  'as,  zapatos cerrados, un gorro, un pañuelo y muchas cosas as; estando todavía en casa ya me entró asfixia, pero no había' más remedio.
Margot llenó de libros la cartera del colegio, sacó la bicicleta del garaje para bicicletas y salió detrás de Miep, con un rumbo para mí desconocido. Y es que yo seguía sin saber cuál era nuestro misterioso destino.
A las siete y media también nosotros cerramos la puerta a nuestras espaldas. Del único del que había tenido que despedirme era de Moortje, mi gatito, que sería acogido en casa de los vecinos, según le indicamos al señor Goldschmidt en una nota. Las camas deshechas, la mesa del desayuno sin recoger, medio kilo de carne para el gato en   la   nevera,   todo   daba   la   impresión   de   que   habíamos   abandonado   la   casa atropelladamente. Pero no nos importaba la impresión que dejáramos, queríamos irnos, sólo irnos y llegar a puerto seguro, nada más.
Seguiré mañana.

Tu Ana


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