LECTURA 4
EL APRENDIZ
A finales del siglo
XVIII, vivía en la capital de la Nueva España un maestro panadero llamado
Justino. Durante las primeras horas de la madrugada, mientras todos en la
ciudad dormían, él se afanaba elaborando el pan que las familias disfrutarían
en el desayuno. Aunque su negocio era modesto (contaba sólo con dos ayudantes),
gozaba de mucha fama en el barrio. Desde muy temprano la gente hacía cola
frente a su establecimiento para comprar panes de sal, birotes y
cocoles olorosos a anís y a canela. También llegaban los repartidores, quienes
acomodaban las piezas en cestos que cargaban sobre la cabeza para venderlas en
las calles.
Una mañana se presentó en la
panadería la prima de Justino. Venía acompañada de un chico de unos doce años.
La mujer le informó que su marido acababa de morir y que le traía a su hijo
Alfonso para que, por favor, lo empleara como aprendiz. Justino le dio el
pésame a su prima y aceptó darle trabajo al muchacho. “Comenzarás mañana”,
le dijo. La noche del día siguiente, llegó Alfonso. Tras mostrarle el lugar,
Justino le explicó cuáles serían sus obligaciones: “Cargarás los sacos de harina
y te ocuparás de barrer y limpiar la panadería”. El sobrino interrumpió a su
tío y le dijo que, con todo respeto, no estaba allí para hacer la limpieza,
sino para preparar pan. Afirmó que no era necesario que le ensañara nada, pues
él había visto cómo se hacían las distintas piezas. “Soy un experto”, aseguró
el muchacho en tono arrogante. Justino sonrió y le dijo: “Muy bien, pues ya que
eres un experto, te ocuparás de elaborar unos pambazos”. Dicho esto, le dio
medio saco de harina, catorce huevos, manteca, sal y lo dejó solo. Un par de
horas después, Alfonso abrió la puerta del horno de adobe y sacó el pan que
había hecho. Aquéllos no parecían pambazos, sino pedazos de carbón. “No es
culpa mía —se defendió Alfonso—, la harina que me dio usted era de muy mala
calidad. Además, los huevos estaban podridos.” El tío guardó silencio. Al día
siguiente, le ordenó a su sobrino que preparara cemitas.
El resultado fue aún peor. Sin
embargo, el chico tampoco admitió su error. “No es culpa mía —se justificó—, la
chimenea de su horno está llena de hollín y lo ahúma todo. Además, la manteca
estaba rancia.” Justino volvió a guardar silencio. Al tercer día, el panadero
le anunció a su sobrino: “El virrey, don Miguel José de Azanza, duque de
Santa Fe, nos ha hecho un pedido especial. Quiere tres docenas
de rosquetas, pues tendrá invitados a desayunar. Y como eres un experto,
tú las prepararás. Te daré harina de calidad, huevos frescos y manteca recién
comprada”. Cuando Alfonso escuchó esto se puso nervioso. “Por cierto, querido
sobrino, no sé si sepas que el virrey tiene muy mal carácter. Un día compró un
tonel de vino y como éste no fue de su agrado, mandó encerrar en una mazmorra
al comerciante que se lo había vendido.
Pero, claro, eso no es ningún
problema para ti, ¿verdad?” Estas últimas palabras hicieron que Alfonso se
pusiera aún más nervioso. Comenzó a sudar y las piernas le flaquearon. Con voz
temblorosa, le preguntó a su tío cuánto tiempo había permanecido preso el
comerciante de vinos. “Creo que tres meses”, respondió Justino con fingida
inocencia. Entonces Alfonso le pidió perdón a su tío. Reconoció que no era
ningún experto y que con gusto barrería el negocio y le ayudaría a cargar los
sacos de harina mientras aprendía el oficio. El panadero sonrió y juntos se
ocuparon de hornear las rosquetas para el virrey.
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