jueves, 5 de noviembre de 2015

Lectura 9


¿Y si quedamos como amigos?

Elizabeth Eulberg


¿Es posible que un chico y una chica sean sólo amigos? ¿O están siempre a una pelea de no volverse a hablar jamás y a un beso de distancia del verdadero amor? Macallan y Levi se hicieron amigos desde el primer momento en que se vieron. Todo el mundo dice que los hombres y las mujeres no pueden ser sólo amigos, pero ellos dos lo son. Se quedan juntos al salir de la escuela, comparten un montón de bromas que sólo ellos entienden, sus familias son muy cercanas…

CAPÍTULO UNO
Seguro que soy la única niña del mundo que deseaba que terminaran las vacaciones. Durante los meses de verano, tenía demasiado tiempo libre, lo cual implica demasiado tiempo para pensar, sobre todo si eres una niña de once años en pleno duelo. No veía el momento de empezar séptimo. Ponerme a estudiar mucho. Pasar menos tiempo a solas. Al principio de las vacaciones, me arrepentí de haber rechazado la invitación de mi papá de pasar el verano en Irlanda con la familia de mi mamá, pero es que sabía que allí todo me recordaría a ella. Aunque para recordarla me bastaba con mirarme al espejo. El caso es que la escuela era mi única vía de escape. Cuando me dieron el recado de que pasara a la dirección antes de clase, temí que me esperara otro curso lleno de visitas obligatorias al psicoterapeuta escolar, de miradas compasivas por parte de mis compañeros y de maestros bienintencionados, pero algo despistados, empeñados en decirme lo importante que era “mantener vivo su recuerdo”. Como si pudiera olvidarla. Aquella mañana, no estaba para muchos dramas. Ya tenía bastante con enfrentarme a un nuevo curso desde que… —¿Quieres que te acompañe, Macallan? —me preguntó Emily cuando recibí el recado de la dirección. Aunque intentaba disimular, la sonrisa tensa en su rostro la traicionaba. —No, tranquila —repuse—. Seguro que no es nada. Me escudriñó un momento antes de arreglarme el pasador del pelo. —Muy bien, si me necesitas estaré en clase del señor Nelson. Esbocé una sonrisa tranquilizadora y me la pegué a los labios para entrar en el despacho. La señora Blaska, la directora, me abrazó. —¡Bienvenida, Macallan! ¿Qué tal el verano? —¡Muy bien! —mentí. Nos miramos mutuamente sin saber qué decir a continuación. —Bueno, necesito ayuda con un nuevo alumno. Te presento a Levi Rodgers. ¡Es de Los Ángeles! Me volteé a mirar y vi a un chico rubio que llevaba una cola de caballo a la altura de la nuca. Su pelo era aún más largo que el mío. Se recogió un mechón suelto detrás de la oreja antes de tenderme la mano y decir: —Qué tal.
Tenía que reconocerlo: como mínimo era educado… para ser un surfista. La señora Blaska me tendió el horario del chico nuevo. —¿Puedes enseñarle la escuela y acompañarlo a su primera clase? —Claro. Salí de la oficina seguida de Levi y me dispuse a mostrarle rápidamente la escuela. No estaba de humor para jugar a “cuéntame la historia de tu vida”. —El edificio tiene forma de T. Por este pasillo llegarás a los salones de mate, ciencias e historia —movía las manos como una aeromoza—. Detrás de ti, los salones de español, además de la biblioteca —eché a andar con brío—. Hay gimnasio, cafetería, salón de música y salón de arte. Ah, y cuartos de baño al fondo de cada planta, además de un dispensador de agua. Puso cara de sorpresa. —¿Qué es un dispensador de agua? Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Cómo era posible que no supiera lo que era un dispensador? —Pues una especie de llave, para beber. Se lo enseñé y apreté el botón para que manara agua. —Oh, te refieres a un surtidor. —Sí, dispensador, surtidor… qué más da. Él se echó a reír. —Nunca había oído eso de “dispensador”. Yo me limité a caminar más deprisa. Mientras él echaba un vistazo al pasillo, me fijé en que tenía los ojos de un azul muy claro, casi grises. —Qué raro —prosiguió—. Toda esta escuela cabría en la cafetería de la mía — formulaba las frases en tono ascendente, como si fueran preguntas—. O sea, voy a tener que cambiar de chip, ¿sabes? Supongo que la reacción apropiada habría sido interesarme por su antigua escuela, pero quería llegar al salón cuanto antes. Unos amigos se acercaron a saludarme y todos le echaron un vistazo al chico nuevo. Mi escuela era bastante pequeña; la mayoría asistíamos desde primero, muchos desde preescolar. Volví a mirarlo de reojo. No estaba segura de si me parecía lindo o no. Tenía las puntas del pelo casi blancas, seguramente como consecuencia del sol. El bronceado de su piel resaltaba aún más el tono trigueño de su cabello y el azul de sus ojos; pero no le duraría mucho, teniendo en cuenta que en Wisconsin, pasado el mes de agosto, apenas si vemos el sol. Levi llevaba una camisa a cuadros blancos y negros, bermudas y chanclas. Se diría que había intentado combinar un estilo casual con otro más formal. A mí, por suerte, me había ayudado Emily a escoger el conjunto del primer día de clases: un vestido a rayas amarillo y blanco con un saco blanco. Levi me sonrió nervioso. —¿Y qué nombre es ése de Macallan? ¿O es McKayla? Mi primer impulso fue preguntarle si el nombre de Levi procedía de los jeans que su madre llevaba puestos el día que él nació, pero opté por comportarme como la alumna responsable que, al menos en teoría, era. —Es un nombre típico de mi familia —respondí. Era una mentira muy grande. El nombre tal vez fuera típico de alguna familia, pero no de la mía. Aunque me encantaba tener un nombre tan original, me daba pena admitir que el nombre procedía del whisky favorito de mi papá—. Es Ma-ca-llan. —Güey, qué bien. No podía creer que acabara de llamarme “güey”. —Sí, gracias —di por concluida la visita delante del salón de su primera clase—. Bueno, aquí te dejo. Me miró indeciso, como esperando a que le buscara un pupitre y lo arropara en la cama. —¡Hola, Macallan! —me saludó el señor Driver—. Pensaba que no tenías clase conmigo hasta más tarde. Ah, vaya, tú debes de ser Levi. —Le estaba enseñando la escuela. Bueno —me volteé hacia Levi—, me tengo que ir a mi salón. Buena suerte. —Ah, sale —balbuceó él—. ¿Nos vemos luego? En aquel momento, me di cuenta de que me miraba con una expresión de miedo. Estaba asustado. Por supuesto. Me sentí culpable un momento, pero me sacudí de encima la sensación mientras me dirigía a mi salón. Ya tenía bastantes problemas y ninguna necesidad de añadir uno más. En cuanto nos formamos en el comedor, Emily fue directo al grano. —¿Y qué pasa con el chico nuevo? —me preguntó. Me encogí de hombros. —No sé. No está mal. Ella examinó una porción de pizza. —Lleva el pelo larguísimo. —Es de California —señalé. —¿Y qué más sabes de él? Renunció a la pizza y escogió un sándwich de pollo y una ensalada. La imité. Estaba profundamente agradecida de tener una amiga tan femenina como Emily. Mi papá, por más que se esforzase, no podía ayudarme con cosas como peinados, ropa y maquillaje. Si dependiera de él, iría siempre vestida con jeans, tenis y una playera del equipo de futbol más famoso de Wisconsin, los Green Bay Packers, y además comería pizza a diario. Emily, sin embargo, rezumaba fineza. Sin duda era una de las chicas más guapas del salón, con su pelo largo, negro como el carbón, y sus ojos oscuros. También tenía muchísimo estilo y, afortunadamente para mí, compartíamos talla, así que podía ponerme su ropa, aunque ella estaba más desarrollada que yo. Al menos, tendría a alguien a quien pedirle consejo cuando me tuviera que poner brasier. No podía ni imaginar lo incómodo que se sentiría mi papá en una situación como ésa. Lo incómodos que nos sentiríamos los dos. —Mmmmm… Traté de recordar qué más sabía de Levi. Ahora, demasiado tarde, tenía la sensación de que me había esforzado poco. Danielle se reunió con nosotras. Sus rizos color miel rebotaban en su cabeza mientras recorríamos la cafetería. —¿Ése es el chico nuevo? Señaló a Levi, que comía solo sentado a una mesa. —Qué delgado está —observó Emily. Danielle se rio. —Ya lo creo. Pero no se preocupen, si no engorda con nuestras grasientas hamburguesas, lo hará con nuestro famoso queso en grano y las salchichas. Las tres echamos a andar hacia la mesa de siempre. Levi nos siguió con la mirada. Estábamos acostumbradas. La gente hacía chistes del tipo: “Una rubia, una pelirroja y una asiática entran en…”. Yo, sin embargo, prefería pensar en nosotras como “la chica con la que todo el mundo se quiere sentar porque es muy chistosa, la que es el blanco de todos los chismes y la que les da varias vueltas a los chicos”. Esbocé una sonrisa rápida en dirección a Levi, con la esperanza de borrar en parte la mala impresión que debía de haberse llevado de mí por la mañana. Él me devolvió un saludo triste. Yo me detuve un momento y, en ese instante, advertí que me miraba con expresión de gratitud. Pensaba que me iba a sentar a su lado o, como mínimo, que lo invitaría a unirse a nosotras. Titubeé sin saber qué hacer. No me apetecía hacer de niñera, pero también sabía lo que es sentirse solo. Y asustado. —Oigan, me sabe mal que se quede ahí solo. ¿Les importa que se siente con nosotras? Como nadie puso objeciones, me acerqué a Levi. —Este… ¿Qué tal te fue en la mañana? —le pregunté haciendo esfuerzos por sonreír y ser amable por una vez. —Bien. Por el tono de su voz, era obvio que le había ido de todo menos bien. —¿Quieres sentarte con nosotras? —señalé nuestra mesa con un gesto. —Gracias —respiró aliviado. Pronto, la atención que despertábamos fue sustituida por chismes del estilo de “sé cómo pasaste en realidad las vacaciones de verano”. Levi se sentó a mi lado y picoteó su comida con aire cohibido. Dejó la mochila sobre la mesa y advertí que llevaba un pin prendido a una tira. —¿Eso no será…? Me mordí la lengua. ¿Qué posibilidades había de que aquello fuera lo que creía que era? Demasiada casualidad. Levi se dio cuenta de que estaba mirando su pin de “MANTÉN LA CALMA Y SIGUE COLGADO”. —Ah, este… Es una serie de televisión increíble… —empezó a explicar. Yo apenas pude contener la emoción. —Buggy y Floyd. ¡Me encanta esa serie! Se le iluminó la cara. —No es posible… Nadie conoce Buggy y Floyd. ¡Es alucinante! Era alucinante. Buggy y Floyd trata de las payasadas de Theodore “Buggy” Bugsy y su primo/compañero de piso Floyd. En casi todos los episodios, Buggy se mete en algún lío absurdo del que Floyd tiene que rescatarlo. Y Floyd siempre se está quejando de la situación, de Buggy y de la sociedad en general. Noté que una sonrisa se extendía por mi cara. —Sí, la familia de mi mamá vive en Irlanda. Vi la serie hace un par de veranos, cuando fui de visita. Tengo los DVD en casa. —¡Yo también! Un amigo de mi papá es director de desarrollo de una productora y está pensando en adaptarla para pasarla aquí. Gemí. Odio que adapten una buena serie inglesa a los Estados Unidos. A veces, el humor británico es intraducible y todo se convierte en una tontería. —Lo estropearán —dijimos Levi y yo al unísono. Durante un segundo, nos quedamos con la boca abierta. Luego nos echamos a reír. —¿Episodio favorito? Levi se había echado hacia delante, ahora más relajado. —Buf, hay muchos. Ése en el que la hermana de Floyd está a punto de dar a luz… —Que me cuelguen si sé de dónde sacar agua hirviendo a menos que cuente una taza de té —Levi logró el acento londinense. —¡Sí! —palmeé la mesa con fuerza. —¿Qué está pasando aquí? —perpleja, Emily nos miró por turnos —¿Te acuerdas de esa serie inglesa que siempre les digo que tienen que ver? —¿Ésa? —Emily negó con la cabeza como hacía siempre que mis pequeñas excentricidades la divertían. Se volteó hacia Levi—. ¿La conoces? Él se rio. —Sí, es brutal. —Ajá —Emily arrugó la nariz—. Es adorable que tengan algo en común. —¡Común! —bufó Levi—. Ya sé que no soy la reina de Inglaterra, pero desde luego no soy común. Era otra cita de la serie. —Un engorro vulgar y corriente, eso es lo que eres —terminamos los dos. Emily nos miró como si fuéramos dos bichos raros. Danielle sonreía divertida. Platicamos un poco más sobre nuestros respectivos veranos y, cuando llegó la hora de irnos, me aseguré de que Levi supiera dónde estaba su siguiente clase. Esta vez, cuando preguntó: “¿Nos vemos luego?”, descubrí que no me horrorizaba la idea. Sería bastante padre tener un amigo que no compartía los gustos de la mayoría. Emily se rio cuando dejamos las charolas en la cinta transportadora. —Parece ser que tu nuevo novio y tú tienen muchas cosas de que hablar. —¡Para ya! Sabes muy bien que no es mi novio. —Claro que lo sé, pero toda la cafetería vio su pequeña fiesta de reconciliación. Seguro que tenía razón. A estas horas, todo el mundo estaría comentando nuestra animadísima conversación. Sin embargo, me daba igual. Prefería mil veces ese tipo de chismes a los que habían proliferado a mis espaldas el curso anterior. El tío Adam me estaba esperando para llevarme a casa después de clase. Siempre se alegraba mucho de verme, aunque hiciera pocas horas que nos habíamos separado. —¿Qué tal tu primer día? —me preguntó mientras me daba un gran abrazo. —¡Bien! —le aseguré. —Qué bueno. Agarró mi mochila y echó a andar hacia el coche. Allí al lado, Levi se subía a una camioneta manejada por una mujer que debía de ser su madre. Le dijo algo y ella comenzó a caminar hacia nosotros. Levi la siguió poco convencido. Noté que se me hacía un nudo en el estómago. Siempre me pongo a la defensiva cuando tengo que presentar a Adam. El tío Adam es una persona increíble y todo el mundo lo adora. Es simpático, extrovertido y el primero en echar una mano cuando hace falta. Pese a todo, nació con un defecto del habla y arrastra un poco las palabras. No sé muy bien cuál es el término exacto para definir su problema, pero no se le cierra del todo la garganta y a veces cuesta un poco entenderlo. Cuando pregunté, de pequeña, qué le pasaba al tío Adam, mi mamá me dejó muy claro que no le “pasaba nada”, sencillamente hablaba de manera distinta a causa de un defecto de nacimiento. Yo me lo tomé al pie de la letra. Hace un par de años, regresaba a casa del parque cuando unos chicos me preguntaron qué tal le iba a mi “tío el retrasado”. Yo les grité: “No es retrasado, sólo habla de un modo extraño”. Entré a casa llorando y le conté a mi papá lo sucedido. Fue entonces cuando me informó de que Adam padecía una discapacidad mental. Mis papás pensaban que yo ya lo sabía. Sin embargo, ¿cómo iba a saberlo? Maneja, tiene un empleo y vive solo (en la casa de enfrente). Su vida es idéntica a la nuestra. Contuve el aliento cuando la madre de Levi se presentó, temiendo que, como muchas otras personas, metiera la pata de algún modo. —Hola, Macallan, soy la madre de Levi. Muchas gracias por haberlo tratado tan bien. Es muy duro tener que trasladarse a la otra punta del país y empezar de cero en una escuela nueva —tenía el pelo del mismo color que Levi, pero ella llevaba la cola de caballo a la altura de la coronilla. Vestía un pantalón de algodón y una sudadera, como si acabara de salir del gimnasio. Incluso sin maquillar, era guapísima. —Mamá —gimió Levi, temiendo que me contara su vida. Ella se volteó hacia Adam. —Y usted debe de ser su padre. El tío Adam le tomó la mano. Cuando la madre de Levi se la estrechó, vi que se sobresaltó un poco. —Su tío. —Él es mi tío Adam —intervine. —Mucho gusto. Sonrió con calidez mientras mi tío y Levi se estrechaban la mano a su vez. Me fijé para comprobar si Levi titubeaba también, pero no lo hizo. Seguramente estaba más pendiente de arrastrar a su madre de vuelta hacia el auto. De repente, me sorprendí a mí misma dando explicaciones. —Es que mi papá a veces trabaja hasta muy tarde en su empresa de construcción, así que Adam sale un momento del almacén para llevarme a casa. —Bueno, si alguna vez necesitas que te llevemos a tu casa o quieres quedarte en la nuestra hasta que tu padre o tu tío salgan del trabajo, estaremos encantados de que vengas con nosotros. No supe qué decir. Estaba acostumbrada a las buenas maneras de la gente del medio oeste, pero allí estaba aquella mujer, recién llegada al pueblo y que acababa de conocerme, ofreciéndome su casa. Y lo hacía por pura amabilidad, no porque supiera lo del accidente. —¡Qué bien! Los miércoles siempre se nos complican —dijo el tío Adam antes de que pudiera cerrarle la boca. Por lo general, Adam trabajaba de las siete de la mañana a las dos de la tarde, así que era él quien me recogía de la escuela. Salvo los miércoles. Ese día, tenía el turno de la tarde. El año pasado o bien me quedaba en la biblioteca o esperaba a que Emily o Danielle terminaran sus respectivas clases extracurriculares. La madre de Levi no lo dudó ni un instante. —¿Por qué no vienes a casa este miércoles? Si quieres, claro. Le eché una ojeada a Levi, que me miró y articuló sin voz las últimas palabras de su madre: “Si quieres”. —¡Desde luego! —asintió el tío Adam. —Le daré mi número por si el papá de Macallan quiere ponerse en contacto conmigo, ¿de acuerdo? Levi señaló el pin de su mochila y enarcó las cejas con ademán risueño. Me vino a la cabeza la imagen de nosotros dos viendo juntos Buggy y Floyd. —Sí —articulé a la vez. Los dos adultos intercambiaron los números de teléfono. Mi yo destructivo pensaba que la madre de Levi se estaba ofreciendo a ocuparse de mí porque pensaba que mi tío no estaba en condiciones de cuidarme. Mi yo constructivo me dijo que aquella mujer tan simpática sólo quería que su hijo hiciera amigos. “Puede que lo haya dicho por lástima”, dijo mi yo destructivo. “No lo sabe”, arguyó mi yo constructivo. Lo sucedido no se parecía a cuando alguien con quien tenías poca relación se interesaba por ti de repente, te ofrecía un hombro en el que llorar o te traía un guiso de algo que tu mamá jamás en la vida había cocinado. El tío Adam y yo subimos al coche. Él siempre se aseguraba de que me hubiera abrochado el cinturón antes de arrancar. —¿Todo bien? —me miraba fijamente. —Sí —dije, aunque no sabía qué pensar de lo que acababa de suceder. No me gustaban los giros inesperados. A esas alturas de mi vida, había protagonizado más de los que me correspondían. Adam parecía muy triste. —A tu mamá le encantaba recogerte de la escuela. Respondí con un asentimiento, como hacía casi siempre que alguien hablaba de ella. Una lágrima rodó por la mejilla de Adam. —Te pareces tanto a ella… Me estaba acostumbrando a aquel comentario. Me encantaba parecerme a mi mamá. Tenía sus mismos ojos, grandes y de color café, el rostro acorazonado y el cabello ondulado color castaño que en verano se aclaraba y adquiría un tono rojizo. Sin embargo, también era la chica del espejo, el recordatorio andante de había perdido. Cerré los ojos, inspiré a fondo y me prometí a mí misma: “Dentro de quince minutos, estarás haciendo la tarea de mate. Dentro de quince minutos, se te concederá una tregua. Sobrevive esos quince minutos y todo irá bien”.

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