jueves, 12 de noviembre de 2015

LECTURA 10


¿Y si quedamos como amigos?


Elizabeth Eulberg

CAPÍTULO DOS


La primera vez que mis papás me dijeron que nos mudábamos a Wisconsin, me quedé hecho polvo. O sea, ¿tenía que dejar atrás a mis amigos y toda mi vida sólo porque a mi papá lo habían ascendido? ¿Por qué no podíamos quedarnos en Santa Mónica, donde hacía buen tiempo y había unas olas brutales? Luego, me di cuenta de que empezaría de cero. Siempre había envidiado a los chicos nuevos que llegaban a la escuela. Todo el mundo les hacía caso. Los envolvía un aura de misterio. Podían convertirse en la persona que quisieran. Así que, a lo mejor, la idea de mudarse no era tan mala. Me iba a convertir en un forastero procedente de una tierra extraña. ¿Qué chica se resiste a eso? Y por fin llegué a Wisconsin. Cuando la directora me presentó a Macallan, me puse nervioso, porque era muy bonita. En seguida, al cabo de unos 2.5 segundos, me hizo saber que no le interesaba en lo más mínimo. Si le hubiera dado un vaso de leche, se le habría congelado en la mano en menos de un minuto. Así de fría fue. Supuse que no volvería a hablarme y me centré en los chicos de la escuela. De todos modos, los hombres siempre se llevan mejor que las mujeres. Aquel primer día, justo antes de comer, me acerqué a un grupo de chicos, me presenté e intenté aparentar que controlaba la situación. Sin embargo, estoy seguro de que apestaba a desesperación por todos lados. Me di cuenta enseguida de que Keith, ese mala sangre, era el cabecilla del curso. Iba a todas partes acompañado de un grupo de tres o cuatro chicos y todos llevaban una playera de no sé qué equipo de Wisconsin. Keith vestía una sudadera de los Badgers y jeans por la rodilla. Medía más de metro ochenta y le pasaba una cabeza a todo el mundo, incluidos casi todos los maestros. No estaba delgado pero tampoco gordo; sencillamente, era un tipo grande. Cuando me acerqué a él, me miró de arriba abajo y me soltó: “¿Qué te pasa?”, antes incluso de que tuviera ocasión de presentarme. Dije unas cuantas estupideces y me sentí como si me estuvieran entrevistando para un trabajo. Entonces cometí un error fatal. Debería haber sido más listo. Reconocí ser fan de los Chicago Bears. Juro que oí el siseo. Supuse que, en cualquier caso, me tomarían el pelo, como hacen los hombres. Era eso lo que esperaba, lo que ansiaba. Porque si los chicos te toman el pelo, significa que te han aceptado, más o menos. En cambio, cuando me serví el almuerzo y busqué una mesa, nadie me miró siquiera.
Todos estaban demasiado ocupados hablando de sus vacaciones como para fijarse en el chico nuevo. En vez de ser el recién llegado que despertaba el interés de todo el mundo, me trataban como si tuviera lepra o algo así. Me habían repetido hasta el cansancio que la gente de Wisconsin era simpatiquísima, pero yo no tuve esa sensación. Me sentía como si hubiera invadido su territorio. No había pasado ni medio día y ya tenía ganas de llorar. Entonces llegó Macallan. Me salvó de la humillación pública de tener que comer solo el primer día de clases. A partir de entonces, me senté a comer con ella y con sus amigas, cada día. Al principio, no me agradaba mucho eso de que Macallan viniera a casa los miércoles después de clase. En cuanto llegaba, sacaba las tareas y se ponía a trabajar hasta que su padre venía a buscarla. Sólo se animaba cuando veíamos algún episodio de Buggy y Floyd. Al cabo de unos cuantos miércoles, empezamos a charlar un poco más. Era bastante cool. O sea, increíblemente cool, aunque a veces podía ser muy distante. Un miércoles, cosa de un mes más tarde, tuvo que quedarse más rato que de costumbre. Mi mamá llegó del supermercado y dijo: —Macallan, querida, tu padre acaba de llamarme. Se le hizo tarde, así que tendrás que quedarte a cenar. Espero que te guste la carne molida. Sentada en la mesa del comedor en la que solíamos estudiar, Macallan se quedó mirando a mi mamá, que había entrado en la cocina y estaba sacando la compra. Procuré no reírme cuando Macallan frunció el ceño. Siempre hacía eso para concentrarse, tanto en las matemáticas como en mi mamá. Me parecía adorable. —Eh —intenté que Macallan me prestara atención—. ¿Quieres que juguemos a un videojuego o algo? —Prefiero acabar el trabajo de literatura. Se puso a escribir a toda prisa. Agarré el manoseado libro que estaba leyendo. —¿Miss Lulú Bett? —me reí—. ¿Estás haciendo un trabajo sobre alguien que escribió un libro titulado Miss Lulú Bett? Macallan tendió la mano hacia el libro. —¿Puedes tener cuidado, por favor? Lo saqué de la biblioteca. Es una rareza. Le ofrecí el libro con ambas manos haciendo un gesto de reverencia. —Y, para que te enteres, la autora, Zona Gale, nació en Wisconsin y fue la primera mujer galardonada con el premio Pulitzer de teatro. No te vas a morir por aprender un poco de historia de esta zona. Ahora vives aquí. —Uh… Casi siempre le respondía eso cuando Macallan me soltaba un sermón. Me iba bastante bien en la escuela y sacaba buenas notas, pero no era tan ñoño como ella. Macallan siguió escribiendo. —¿Y tú trabajo de qué trata? ¿Del doctor Seuss? —Me gustan los huevos verdes con jamón, Mac yo soy. Macallan hizo una mueca. —A veces no sé ni por qué me molesto. Fingió volver al trabajo, pero me di cuenta de que le empezaban a bailar las comisuras de los labios. Volví a agarrar el libro con cuidado. —A lo mejor debería leer éste. Me pregunto qué clase de apuesta hizo Miss Lulu. Lo dije porque bet significa “apostar” en inglés. Macallan gimió. —Señora Rodgers, ¿necesita ayuda con la cena? Mi mamá asomó la cabeza por el umbral de la cocina. —No te preocupes. Creo que ya está todo. Macallan se levantó de todos modos y se reunió con ella. —¿Seguro? —Bueno, si quieres me puedes ayudar a cortar las verduras. Mi mamá le sonrió. “Genial, ahora tendré que ayudar yo también”, pensé. Si quieres quedar como un vago, invita a Macallan a cenar. Mi mamá sacó pimientos rojos y verdes, calabacitas y champiñones de la bolsa de la compra y le dio a Macallan la tabla de cortar y un cuchillo. Macallan se quedó mirando el cuchillo y las verduras como si le hubieran puesto delante una ecuación muy complicada. Acercó el cuchillo al pimiento, primero en un sentido y luego en el otro. Por fin, dirigió la vista hacia mí, seguramente pidiendo ayuda. Vaya ocurrencia. El año pasado, cuando intenté preparar palomitas en el microondas, estuve a punto de quemar la casa. El tufo a palomitas carbonizadas duró una semana. Desde entonces, tengo prohibida la entrada en la cocina. —¿Quiere que las corte de alguna forma en especial? —le preguntó a mi mamá. Ella abrió la boca, pero antes de que dijera nada se le prendió el foco. Se acercó a Macallan y le enseñó los distintos modos de cortar cada cosa. Los ojos verdes de Macallan lo miraban todo como si se lo tuviera que aprender para un examen. —Gracias —dijo en voz baja cuando se puso a trabajar—. En mi casa apenas se cocina. Ya no. En aquel momento, me di cuenta de que Macallan estaba enamorada de mi mamá. Fue Emily quien me contó lo del accidente de coche; Macallan no me había dicho gran cosa sobre su madre. No tenía ni idea de si debía comentarle algo al respecto, o preguntarle. O sea, ¿qué se hace en esos casos?
Que me cuelguen si lo sé.
Aunque me estaba haciendo amigo de Macallan y su grupo, echaba de menos la compañía de los chicos. —¿Qué pasa, California? —me dijo Keith después de clase a principios de noviembre—. ¿Cómo va todo, hermano? —aunque lo dijo con acento fresa. Sabía que se estaba burlando de mi manera de hablar, pero ¿acaso él no se había oído? Allí, todo el mundo se comía letras y ni siquiera pronunciaban la eses finales. A mí me daba mucha risa—. Te vi corriendo por la pista en clase de educación física. No se te da mal. —Gracias, hermano. Estuve a punto de ponerme pesado diciendo que podía correr mucho más cuando no estaba medio congelado. Aunque la nieve de la primera ventisca del año (que cayó antes de Halloween) se había derretido, seguía haciendo un frío de mil demonios. Una parte de mí ya había tachado a Keith y su grupo de la lista y sin embargo me emocioné una pizca cuando prosiguió: —A lo mejor te gustaría jugar un partido. Como receptor o algo así. ¿Juegan futbol en Plaza Sésamo? —se rio. Decidí responder con otra indirecta. —No sé, hermano. ¿Has oído hablar de algo llamado el Torneo de las Rosas? Seguro que no, porque los Badgers llevan años sin ganarlo. —Touché —Keith parecía impresionado. Yo había perdido la práctica de lanzar indirectas. En California, mis amigos y yo nos pasábamos horas molestándonos los unos a los otros, con nuestras familias, con las chicas que nos gustaban. Con cualquier cosa. Cuanto más aguda la indirecta, más nos reíamos. Lo habíamos convertido en un arte. —Está bien, California —Keith asintió para sí—. Nos vemos por ahí. No dejes que esas niñas empiecen a trenzarte el pelo o a hacerte el manicure. Los hombres juegan futbol. —Pues sí. Nos despedimos con esa especie de saludo que me hace sentir aún más imbécil, pero, oye, por lo menos me había hablado. Algo es algo.
Después de clase, advertí al instante que Macallan estaba de mal humor. Mi mamá tenía una reunión y llegaría tarde, así que tuvimos que caminar un trayecto de veinte minutos para llegar a mi casa. Apenas me dirigió la palabra en todo ese rato y ni siquiera quiso parar en el parque Riverside. Cuando íbamos andando a casa, siempre pasábamos un rato por el parque para entretenernos. Por mucho frío que hiciera. Aquel día, por lo visto, no. —¿Está todo bien? —le pregunté por fin, sobre todo porque tanto silencio era súper incómodo. Ella respondió: —Sí…, no. No me encuentro bien. La vi sujetarse la barriga y temí que vomitara delante de mí. Cuando llegamos a casa, se quedó sentada. No quería hablar ni ver la tele, no le apetecía comer nada. Aquello tenía mala pinta. Jugué un rato a la consola; ella miraba en silencio desde el sofá. —Vaya, en serio… —la miré y vi que tenía mal aspecto. Sólo había una cosa capaz de arrancarle una sonrisa—. Uy —exclamé con mi mejor acento londinense—. ¿Te vas a quedar ahí sentada o me vas a ayudar a tener… un bebé? A continuación fingí un desmayo. Un gag típico de Buggy. Ella se levantó de repente y se fue al baño. Es lo malo de hacerte amigo de una chica. A veces son tan complicadas… O sea, ¿tenía que adivinar lo que le pasaba? ¿No podía darme alguna pista? Después de jugar un buen rato más, me di cuenta de que Macallan llevaba demasiado tiempo en el baño. Vaya asco. Pero ¿y si se había golpeado la cabeza contra el lavabo o algo? No quería molestarla, pero había dicho que no se encontraba bien. Me acerqué a la puerta del baño con cautela. —Ejem, ¿Macallan? —¡Vete! —Esto… ¿necesitas…? —¡HE DICHO QUE TE VAYAS! Estoy seguro de que tiró algo contra la puerta. O la golpeó. Luego se oyeron más ruidos y me quedó claro que no estaba muy alegre que digamos. No sabía qué hacer. Mis amigos de California nunca se encerraban en el baño. Gracias a Dios, mi mamá llegó pocos minutos después. Cuando me vio allí plantado, mirando la puerta del baño, me miró extrañada. —Mamá, no sé qué le pasa. Se encerró ahí dentro. Creo que está llorando. Te juro que yo no le hice nada. Mi mamá abrió los ojos como platos. —Ve a entretenerte con los videojuegos. Mi mamá siempre me decía que no perdiera tanto tiempo con la consola de juegos. Me largué a la sala antes de que cambiara de idea. Tras lo que me pareció una eternidad, mi mamá salió del baño. —¿Qué…? Me interrumpió.
—Mira, no hables de esto con Macallan ni con nadie de la escuela. ¿Me entiendes? —no estaba acostumbrado a que me hablara en un tono tan brusco—. Ahora quiero que te vayas a tu habitación… —¿Qué? —protesté—. Pero si yo no le hice… Mi mamá tronó los dedos. Genial. Ahora ella también estaba enojada conmigo. Bajó la voz. —Cuando llegue el papá de Macallan, necesito hablar con él en privado. Ve a tu recámara. No quiero oír ni una palabra más sobre esto. Se cruzó de brazos y supe que no tenía más remedio que obedecer. Me fui a mi recámara confundido. Sólo tenía una cosa clara. No hay quien entienda a las mujeres.

No hay comentarios:

Publicar un comentario