¿Y
si quedamos como amigos?
Elizabeth
Eulberg
CAPÍTULO DOS
La primera
vez que mis papás me dijeron que nos mudábamos a Wisconsin, me quedé hecho
polvo. O sea, ¿tenía que dejar atrás a mis amigos y toda mi vida sólo porque a
mi papá lo habían ascendido? ¿Por qué no podíamos quedarnos en Santa Mónica,
donde hacía buen tiempo y había unas olas brutales? Luego, me di cuenta de que
empezaría de cero. Siempre había envidiado a los chicos nuevos que llegaban a
la escuela. Todo el mundo les hacía caso. Los envolvía un aura de misterio.
Podían convertirse en la persona que quisieran. Así que, a lo mejor, la idea de
mudarse no era tan mala. Me iba a convertir en un forastero procedente de una
tierra extraña. ¿Qué chica se resiste a eso? Y por fin llegué a Wisconsin.
Cuando la directora me presentó a Macallan, me puse nervioso, porque era muy
bonita. En seguida, al cabo de unos 2.5 segundos, me hizo saber que no le
interesaba en lo más mínimo. Si le hubiera dado un vaso de leche, se le habría
congelado en la mano en menos de un minuto. Así de fría fue. Supuse que no
volvería a hablarme y me centré en los chicos de la escuela. De todos modos,
los hombres siempre se llevan mejor que las mujeres. Aquel primer día, justo
antes de comer, me acerqué a un grupo de chicos, me presenté e intenté
aparentar que controlaba la situación. Sin embargo, estoy seguro de que
apestaba a desesperación por todos lados. Me di cuenta enseguida de que Keith,
ese mala sangre, era el cabecilla del curso. Iba a todas partes acompañado de
un grupo de tres o cuatro chicos y todos llevaban una playera de no sé qué
equipo de Wisconsin. Keith vestía una sudadera de los Badgers y jeans por la
rodilla. Medía más de metro ochenta y le pasaba una cabeza a todo el mundo,
incluidos casi todos los maestros. No estaba delgado pero tampoco gordo;
sencillamente, era un tipo grande. Cuando me acerqué a él, me miró de arriba
abajo y me soltó: “¿Qué te pasa?”, antes incluso de que tuviera ocasión de
presentarme. Dije unas cuantas estupideces y me sentí como si me estuvieran
entrevistando para un trabajo. Entonces cometí un error fatal. Debería haber
sido más listo. Reconocí ser fan de los Chicago Bears. Juro que oí el siseo.
Supuse que, en cualquier caso, me tomarían el pelo, como hacen los hombres. Era
eso lo que esperaba, lo que ansiaba. Porque si los chicos te toman el pelo,
significa que te han aceptado, más o menos. En cambio, cuando me serví el
almuerzo y busqué una mesa, nadie me miró siquiera.
Todos
estaban demasiado ocupados hablando de sus vacaciones como para fijarse en el
chico nuevo. En vez de ser el recién llegado que despertaba el interés de todo
el mundo, me trataban como si tuviera lepra o algo así. Me habían repetido
hasta el cansancio que la gente de Wisconsin era simpatiquísima, pero yo no
tuve esa sensación. Me sentía como si hubiera invadido su territorio. No había
pasado ni medio día y ya tenía ganas de llorar. Entonces llegó Macallan. Me
salvó de la humillación pública de tener que comer solo el primer día de
clases. A partir de entonces, me senté a comer con ella y con sus amigas, cada
día. Al principio, no me agradaba mucho eso de que Macallan viniera a casa los
miércoles después de clase. En cuanto llegaba, sacaba las tareas y se ponía a
trabajar hasta que su padre venía a buscarla. Sólo se animaba cuando veíamos
algún episodio de Buggy y Floyd. Al cabo de unos cuantos miércoles, empezamos a
charlar un poco más. Era bastante cool. O sea, increíblemente cool, aunque a
veces podía ser muy distante. Un miércoles, cosa de un mes más tarde, tuvo que
quedarse más rato que de costumbre. Mi mamá llegó del supermercado y dijo:
—Macallan, querida, tu padre acaba de llamarme. Se le hizo tarde, así que
tendrás que quedarte a cenar. Espero que te guste la carne molida. Sentada en
la mesa del comedor en la que solíamos estudiar, Macallan se quedó mirando a mi
mamá, que había entrado en la cocina y estaba sacando la compra. Procuré no
reírme cuando Macallan frunció el ceño. Siempre hacía eso para concentrarse,
tanto en las matemáticas como en mi mamá. Me parecía adorable. —Eh —intenté que
Macallan me prestara atención—. ¿Quieres que juguemos a un videojuego o algo?
—Prefiero acabar el trabajo de literatura. Se puso a escribir a toda prisa.
Agarré el manoseado libro que estaba leyendo. —¿Miss Lulú Bett? —me reí—.
¿Estás haciendo un trabajo sobre alguien que escribió un libro titulado Miss Lulú
Bett? Macallan tendió la mano hacia el libro. —¿Puedes tener cuidado, por
favor? Lo saqué de la biblioteca. Es una rareza. Le ofrecí el libro con ambas
manos haciendo un gesto de reverencia. —Y, para que te enteres, la autora, Zona
Gale, nació en Wisconsin y fue la primera mujer galardonada con el premio
Pulitzer de teatro. No te vas a morir por aprender un poco de historia de esta
zona. Ahora vives aquí. —Uh… Casi siempre le respondía eso cuando Macallan me
soltaba un sermón. Me iba bastante
bien en la escuela y sacaba buenas notas, pero no era tan ñoño como ella.
Macallan siguió escribiendo. —¿Y tú trabajo de qué trata? ¿Del doctor Seuss?
—Me gustan los huevos verdes con jamón, Mac yo soy. Macallan hizo una mueca. —A
veces no sé ni por qué me molesto. Fingió volver al trabajo, pero me di cuenta
de que le empezaban a bailar las comisuras de los labios. Volví a agarrar el
libro con cuidado. —A lo mejor debería leer éste. Me pregunto qué clase de
apuesta hizo Miss Lulu. Lo dije porque bet significa “apostar” en inglés.
Macallan gimió. —Señora Rodgers, ¿necesita ayuda con la cena? Mi mamá asomó la
cabeza por el umbral de la cocina. —No te preocupes. Creo que ya está todo.
Macallan se levantó de todos modos y se reunió con ella. —¿Seguro? —Bueno, si
quieres me puedes ayudar a cortar las verduras. Mi mamá le sonrió. “Genial,
ahora tendré que ayudar yo también”, pensé. Si quieres quedar como un vago,
invita a Macallan a cenar. Mi mamá sacó pimientos rojos y verdes, calabacitas y
champiñones de la bolsa de la compra y le dio a Macallan la tabla de cortar y
un cuchillo. Macallan se quedó mirando el cuchillo y las verduras como si le
hubieran puesto delante una ecuación muy complicada. Acercó el cuchillo al
pimiento, primero en un sentido y luego en el otro. Por fin, dirigió la vista
hacia mí, seguramente pidiendo ayuda. Vaya ocurrencia. El año pasado, cuando
intenté preparar palomitas en el microondas, estuve a punto de quemar la casa.
El tufo a palomitas carbonizadas duró una semana. Desde entonces, tengo
prohibida la entrada en la cocina. —¿Quiere que las corte de alguna forma en
especial? —le preguntó a mi mamá. Ella abrió la boca, pero antes de que dijera
nada se le prendió el foco. Se acercó a Macallan y le enseñó los distintos
modos de cortar cada cosa. Los ojos verdes de Macallan lo miraban todo como si
se lo tuviera que aprender para un examen. —Gracias —dijo en voz baja cuando se
puso a trabajar—. En mi casa apenas se cocina. Ya no. En aquel momento, me di
cuenta de que Macallan estaba enamorada de mi mamá. Fue Emily quien me contó lo
del accidente de coche; Macallan no me había dicho gran cosa sobre su madre. No
tenía ni idea de si debía comentarle algo al respecto, o preguntarle. O sea,
¿qué se hace en esos casos?
Que me
cuelguen si lo sé.
Aunque me
estaba haciendo amigo de Macallan y su grupo, echaba de menos la compañía de
los chicos. —¿Qué pasa, California? —me dijo Keith después de clase a
principios de noviembre—. ¿Cómo va todo, hermano? —aunque lo dijo con acento
fresa. Sabía que se estaba burlando de mi manera de hablar, pero ¿acaso él no
se había oído? Allí, todo el mundo se comía letras y ni siquiera pronunciaban la
eses finales. A mí me daba mucha risa—. Te vi corriendo por la pista en clase
de educación física. No se te da mal. —Gracias, hermano. Estuve a punto de
ponerme pesado diciendo que podía correr mucho más cuando no estaba medio
congelado. Aunque la nieve de la primera ventisca del año (que cayó antes de
Halloween) se había derretido, seguía haciendo un frío de mil demonios. Una
parte de mí ya había tachado a Keith y su grupo de la lista y sin embargo me
emocioné una pizca cuando prosiguió: —A lo mejor te gustaría jugar un partido.
Como receptor o algo así. ¿Juegan futbol en Plaza Sésamo? —se rio. Decidí
responder con otra indirecta. —No sé, hermano. ¿Has oído hablar de algo llamado
el Torneo de las Rosas? Seguro que no, porque los Badgers llevan años sin ganarlo.
—Touché —Keith parecía impresionado. Yo había perdido la práctica de lanzar
indirectas. En California, mis amigos y yo nos pasábamos horas molestándonos
los unos a los otros, con nuestras familias, con las chicas que nos gustaban.
Con cualquier cosa. Cuanto más aguda la indirecta, más nos reíamos. Lo habíamos
convertido en un arte. —Está bien, California —Keith asintió para sí—. Nos
vemos por ahí. No dejes que esas niñas empiecen a trenzarte el pelo o a hacerte
el manicure. Los hombres juegan futbol. —Pues sí. Nos despedimos con esa
especie de saludo que me hace sentir aún más imbécil, pero, oye, por lo menos
me había hablado. Algo es algo.
Después de
clase, advertí al instante que Macallan estaba de mal humor. Mi mamá tenía una
reunión y llegaría tarde, así que tuvimos que caminar un trayecto de veinte
minutos para llegar a mi casa. Apenas me dirigió la palabra en todo ese rato y
ni siquiera quiso parar en el parque Riverside. Cuando íbamos andando a casa,
siempre pasábamos un rato por el parque para entretenernos. Por mucho frío que
hiciera. Aquel día, por lo visto, no. —¿Está todo bien? —le pregunté por fin,
sobre todo porque tanto silencio era súper incómodo. Ella respondió: —Sí…, no.
No me encuentro bien. La vi sujetarse la barriga y temí que vomitara delante de
mí. Cuando llegamos a casa, se quedó sentada. No quería hablar ni ver la tele,
no le apetecía comer nada. Aquello tenía mala pinta. Jugué un rato a la
consola; ella miraba en silencio desde el sofá. —Vaya, en serio… —la miré y vi
que tenía mal aspecto. Sólo había una cosa capaz de arrancarle una sonrisa—. Uy
—exclamé con mi mejor acento londinense—. ¿Te vas a quedar ahí sentada o me vas
a ayudar a tener… un bebé? A continuación fingí un desmayo. Un gag típico de
Buggy. Ella se levantó de repente y se fue al baño. Es lo malo de hacerte amigo
de una chica. A veces son tan complicadas… O sea, ¿tenía que adivinar lo que le
pasaba? ¿No podía darme alguna pista? Después de jugar un buen rato más, me di
cuenta de que Macallan llevaba demasiado tiempo en el baño. Vaya asco. Pero ¿y
si se había golpeado la cabeza contra el lavabo o algo? No quería molestarla,
pero había dicho que no se encontraba bien. Me acerqué a la puerta del baño con
cautela. —Ejem, ¿Macallan? —¡Vete! —Esto… ¿necesitas…? —¡HE DICHO QUE TE VAYAS!
Estoy seguro de que tiró algo contra la puerta. O la golpeó. Luego se oyeron
más ruidos y me quedó claro que no estaba muy alegre que digamos. No sabía qué
hacer. Mis amigos de California nunca se encerraban en el baño. Gracias a Dios,
mi mamá llegó pocos minutos después. Cuando me vio allí plantado, mirando la
puerta del baño, me miró extrañada. —Mamá, no sé qué le pasa. Se encerró ahí
dentro. Creo que está llorando. Te juro que yo no le hice nada. Mi mamá abrió
los ojos como platos. —Ve a entretenerte con los videojuegos. Mi mamá siempre
me decía que no perdiera tanto tiempo con la consola de juegos. Me largué a la
sala antes de que cambiara de idea. Tras lo que me pareció una eternidad, mi
mamá salió del baño. —¿Qué…? Me interrumpió.
—Mira, no
hables de esto con Macallan ni con nadie de la escuela. ¿Me entiendes? —no
estaba acostumbrado a que me hablara en un tono tan brusco—. Ahora quiero que
te vayas a tu habitación… —¿Qué? —protesté—. Pero si yo no le hice… Mi mamá
tronó los dedos. Genial. Ahora ella también estaba enojada conmigo. Bajó la
voz. —Cuando llegue el papá de Macallan, necesito hablar con él en privado. Ve
a tu recámara. No quiero oír ni una palabra más sobre esto. Se cruzó de brazos
y supe que no tenía más remedio que obedecer. Me fui a mi recámara confundido.
Sólo tenía una cosa clara. No hay quien entienda a las mujeres.
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