jueves, 17 de septiembre de 2015

Lectura 3

EL BURLADO.

Era el final. Subienkov había recorrido un largo camino de amargura y horror hasta ese remoto rincón de la América Rusa. Sentado en la nieve y con los brazos  atados a la espalda, esperaba la tortura, mientras observaba con curiosidad a un gigantesco cosaco que estaba tendido y gemía de dolor. Los hombres habían terminado con él y ahora era el turno de las mujeres. Los alaridos del cosaco probaban que ellas superaban en crueldad a los hombres.

Subienkov se estremeció. No temía morir, porque demasiadas veces había arriesgado la vida desde Varsovia hasta Nulato. Pero le disgustaba la tortura. Ofendía a su alma y esta ofensa no se debía al dolor que debería soportar, sino al patético espectáculo que el sufrimiento lo obligaría a dar. Sabía que lloraría y suplicaría, como el Gran Iván y los otros que lo habían precedido. Eso no le gustaba. En cambio, habría sido muy agradable morir de un modo valeroso y limpio, con una sonrisa burlona en los labios. Y no de esta manera: con el alma trastornada por los sufrimientos de la carne; chillar sin control como un mono, convertido en un animal… Ah, eso era terrible.

El destino lo había empujado a este final desde que había soñado con la independencia de Polonia. Lo había manejado como un títere en Varsovia, en San Petersburgo, en las minas de Siberia, en Kamchatka y en los barcos de los ladrones de pieles. Antes de su nacimiento, ya estaba decidido que moriría en esa lejana tierra de la noche, más allá de los últimos confines del mundo.

Suspiró. Así que esa cosa que había frente a él era el Gran Iván: el gigante sin nervios, el hombre de hierro, el cosaco que se había hecho pirata y cuyo sistema nervioso parecía incapaz de sentir dolor. Bueno, entonces sin duda estos indios nulatos habían encontrado los nervios del Gran Iván y los habían seguido hasta las raíces de su alma estremecida. Parecía increíble que un hombre sufriera tanto y pudiera seguir vivo. Ya había durado el doble que los otros.

¿Por qué no moría Iván? Sus alaridos iban a volverlo loco, pero cuando acabaran llegaría su turno. Y allí estaba Yakaga, que lo esperaba con una sonrisa burlona. Una semana atrás lo había acechado del fuerte y le había cruzado la cara de un latigazo. Seguramente Yakaga le reservaba tormentos más refinados. ¡Ah! Por el grito de Iván, debió haber sido algo especial. Las mujeres inclinadas sobre él retrocedieron, riendo y aplaudiendo. Entonces Subienkov comprobó la monstruosidad que habían perpetrado en el cosaco y comenzó a reír histéricamente. Los indios lo miraron sorprendidos de que se riera.

Subienkov se contuvo y se esforzó por pensar en otras cosas. Recordó distintos momentos de su vida: recordó a sus padres, a su tutor francés, y volvió a ver París, Londres, Viena y Roma. Del entusiasta grupo de jóvenes que habían soñado, como él, con una Polonia independiente, sólo quedaba Subienkov. Dos fueron ejecutados en San Petersburgo; uno murió a causa de la paliza de un carcelero; otro cayó en el sangriento camino del exilio, luego de ser golpeado por los guardias cosacos durante meses interminables. Algunos habían muerto de fiebre o en las minas. Los dos últimos murieron después de la fuga, mientras combatían contra los cosacos. Y él era el único que había conseguido llegar a Kamchatka con los documentos y el dinero robados a un viajero que dejó tirado en la nieve.

Él –un soñador, un poeta y un artista- había comprado su vida con sangre. Demostró su valor y así se ganó un lugar entre los ladrones de pieles. Atrás quedaron Siberia y Rusia. No podía escapar por allí, debía seguir adelante y cruzar el helado mar de Bering hasta Alaska. Su huida sólo lo había conducido a un embrutecimiento mayor, a bordo de los barcos de los ladrones de pieles; en ellos no había comida ni agua, y todos se enfermaban de escorbuto y se volvían animales. Tres veces partieron de Kamchatka y fueron azotados por las interminables tormentas de ese mar embravecido. Y tres veces, luego de toda clase de penurias y esfuerzos, los sobrevivientes tuvieron que regresar a Kamchatka.

La cuarta vez navegó hacia el este y fue uno de los que descubrió las legendarias islas de las focas. Luego cambió de barco y permaneció en esa nueva y oscura tierra. Sus compañeros eran cazadores eslavonios y aventureros rusos, mongoles y tártaros e indígenas siberianos. Juntos abrieron un camino de sangre entre los salvajes del Nuevo Mundo. Masacraron aldeas enteras que se habían negado a pagarles el tributo de pieles; y ellos, a su vez, fueron masacrados por los tripulantes de otros barcos. Él y un finlandés habían sido los únicos sobrevivientes. Pasaron invierno de soledad y hambre en una desierta isla aleutiana, y otro barco de pieles los rescató en la primavera.

Así, pasando de barco en barco -siempre negándose a volver y siempre rodeados de barbarie-, llegó a un barco que exploraba el sur. A lo largo de la costa de Alaska sólo encontraron tribus salvajes. Cada vez que se anclaban debían batallar contra nativos que se acercaban en sus canoas guerreras o enfrentarse a una tormenta. Más al sur estaba la fabulosa California con su promesa de riqueza que le permitiría, en un año o dos, volver a Europa. Pero lo único que encontró fue más brutalidad y barbarie, y en otro barco regresó al norte.

Pasaron los años. Sirvió a las órdenes de Tebenkoff cuando se construyó el fuerte Michaelovski, y pasó dos años en la región de Kuskokwin. Dos veranos había logrado llegar al estrecho de Kotzebue, donde las tribus se reunían a traficar. Iban esquimales del estrecho de Norton, de las islas King y San Lorenzo, del cabo Príncipe de Gales y de Punta Barrow. A través de ellos supo que en el este corría un gran río donde había hombres de ojos azules y cabello rubio, que peleaban como demonios y buscaban pieles. El río se llamaba Yukón. Al sur del fuerte Michaelovski desembocaba en otro gran río, el Kwikpak. Según algunos nativos, esos dos ríos eran uno solo. Subienkov volvió a Michaelovski y durante un año trató de organizar una expedición para remontar el Kwikpak. Malakoff, un mestizo ruso, se convirtió en el jefe de la expedición, y Subienkov, en su teniente. Ambos reclutaron a la más feroz horda de aventureros. Recorrieron los laberintos del delta del Kwikpak y llegaron a las primeras colinas de la ribera norte;  a lo largo de quinientas millas, en canoas de cuero cargadas hasta el tope de mercancías y municiones, lucharon contra la poderosa correntada del río. Malakoff resolvió construir el fuerte en Nulato. Subienkov quería ir más lejos, pero se acercaba el invierno y convenía esperar el verano. Entonces partiría solo hasta las factorías de la compañía Bahía de Hudson. Malakoff no sabía que el Kwikpak era el Yukón, y Subienkov no se lo dijo.

La construcción de fuerte se llevó a cabo mediante trabajo esclavo. Los muros de troncos se levantaron con los gemidos y los sufrimientos de los indios nulatos. El látigo azotó sus espaldas, y la mano de hierro que manejaba el látigo pertenecía a los ladrones del mar. Cuando los indios que intentaban escapar eran apresados, se los ataba con los brazos en cruz ante el fuerte para que ellos y su tribu aprendieran la eficacia del látigo. Dos murieron y muchos otros quedaron mutilados, pero el resto aprendió la lección. El fuerte se terminó, la nieve empezó a caer y llegó la época de las pieles. Se impuso un pesado tributo a la tribu. Los golpes y los azotes siguieron; para que el tributo se pagara, tomaron a mujeres y niños como rehenes y los trataron con una brutalidad que sólo es propia de los ladrones de pieles.

Bueno, había sido una siembra de sangre y ahora llagaba la cosecha. El fuerte había desaparecido. A la luz de su incendio, la mitad de los ladrones de pieles murieron a cuchillo. La otra mitad murió torturada. Sólo quedaba Subienkov, o Subienkov y el Gran Iván, si es que ese despojo sollozante podía llamarse el Gran Iván. Subienkov miró la marca del látigo en la cara de Yakaga. No podía culparlo, pero le desagradaba pensar en lo que Yakaga le haría. Apelar a Makamuk, el jefe de la tribu, sería inútil. ¿Romper las ligaduras para morir luchando? Las correas de caribú eran más fuertes que él. Siguió pensando y se le ocurrió una idea. Por señas pidió hablar con Makamuk y que le trajeran un intérprete que conociera el dialecto de la costa.

-Oh, Makamuk –dijo-, no estoy destinado a morir. Soy un gran hombre, y sería una estupidez que yo muriera. En verdad, no moriré. No soy como esta carroña.

Miró esa cosa sufriente que una vez había sido el Gran Iván y la apartó con el pie.

-Soy demasiado sabio para morir- continuó-. Mira, poseo un gran remedio que sólo yo conozco. Como no voy a morir, compartiré contigo este remedio.

-¿Y cuál es ese remedio? –quiso saber Makamuk.

-Es un remedio raro. –Subienkov reflexionó un momento, como si le costara revelar su secreto-. Te lo diré. Si uno unta la piel con este remedio, ésta se pone dura como la piedra, dura como el hierro, y ningún arma afilada puede cortarla. El golpe más fuerte del arma más afilada resulta inútil. ¿Qué me darás por el secreto de este remedio?

-Te daré la vida –respondió Makamuk por medio del intérprete.

Subienkov se rió con desprecio.

-Y serás un esclavo en mi casa hasta mi muerte.

El polaco se rió con mayor desprecio.

-Desátame las manos y los pies, y hablemos –dijo.

El jefe hizo una señal. Cuando estuvo libre, Subienkov armó un cigarrillo y lo encendió.

-Esto que dices son tonterías –dijo Makamuk-. No existe tal remedio. Una hoja afilada es más fuerte que cualquier remedio.

El jefe se mostraba escéptico, pero dudaba. Había visto funcionar muchas brujerías de los ladrones de pieles.

-Te daré la vida y no serás un esclavo –dijo.

-Más que eso.

Subienkov hablaba con frialdad, como si discutiera el precio de una piel de zorro.

-Es un gran remedio. Me ha salvado la vida varias veces. Quiero un trineo y perros, y que seis de tus cazadores me acompañen río abajo y me protejan hasta que esté a un día de distancia del fuerte de Michaelovski.

-Vivirás aquí y nos enseñaras tus brujerías –dijo Makamuk.

Subienkov se encogió de hombros. Exhaló el humo del cigarrillo en el aire helado y miró con curiosidad lo que quedaba del cosaco.

-¡Esa cicatriz! –exclamó Makamuk, señalando el cuello del polaco, donde una cuchillada había dejado una marca-. El filo fue más fuerte que tu remedio.

-Fue un hombre muy fuerte el que dio el golpe –explicó Subienkov-. Más fuerte que tú, más fuerte que el más fuerte de tus cazadores, más fuerte que él.

Y con la punta de su mocasín tocó el descuartizado cuerpo del cosaco, que aun se negaba a morir.

-Y el remedio era débil, porque en aquel lugar no había cierta variedad de bayas que aquí abundan. Aquí el remedio será más fuerte.

-Te dejaré ir río abajo –dijo Makamuk-. Y te daré el trineo y los perros y los seis cazadores para protegerte.

-Debiste aceptar mis condiciones enseguida –replicó Subienkov-. Al no hacerlo, ofendiste a mi remedio, y ahora pido más. Quiero cien pieles de castor. –Makamuk esbozó una mueca-. Quiero cien libras de pescado seco –Makamuk asintió, porque el pescado era barato y abundante- Quiero dos trineos, uno para mí y otro para las pieles y el pescado. Y quiero que me devuelvan el rifle. Si no aceptas, el precio aumentará.

Yakaga susurró algo al oído de su jefe.

-¿Pero cómo sabré que tu remedio sirve? –preguntó Makamuk.

-Es muy fácil. Primero iré al bosque.

Yakaga de nuevo susurró algo al oído de Makamuk, que negó con desconfianza.

-Puedes mandar a veinte cazadores conmigo –dijo Subienkov-. Debo buscar las bayas y las raíces para hacer el remedio. Después, cuando hayas traído el rifle y los dos trineos cargados con las pieles y el pescado, y cuando hayas elegido los seis cazadores que irán conmigo, entonces untaré el remedio en mi cuello y lo apoyaré sobre este tronco. Y el cazador más fuerte de tu tribu podrá empuñar el hacha y golpearme tres veces en el cuello. Tu mismo puedes hacerlo.

Makamuk escuchaba con la boca abierta, maravillado ante esta nueva brujería del hombre blanco.

-Pero entre cada hachazo –agregó el polaco-, debo aplicarme el remedio en el cuello. El hacha es pesada y filosa, y no quiero equivocaciones.

-¡Te daré todo lo que has pedido! –gritó Makamuk-. Empieza a preparar tu remedio.

Subienkov disimuló su alegría. Estaba jugando una partida desesperada y no podía cometer ningún error. Por eso habló con arrogancia.

-Tardaste en aceptar. Has ofendido a mi remedio. Para lavar tu ofensa deberás darme a tu hija.

Señaló a una muchacha muy fea, con un ojo defectuoso y colmillos de lobo. Makamuk se enfureció, pero Subienkov, sin inmutarse, armó otro cigarrillo y lo encendió.

-Rápido –le advirtió-. Si no te apuras, pediré más.

En el silencio que siguió, el inhóspito paisaje desapareció ante sus ojos, y volvió a ver su patria y Francia. Luego, al mirar a la hija del jefe, recordó a otra muchacha, una bailarina que había conocido de joven en su primer viaje a París.

-¿Para qué quieres a mi hija? –preguntó Makamuk.

-Quiero que venga conmigo río abajo –dijo Subienkov, mirándola con ojo crítico-. Será una buena esposa, y es un honor digno de mi remedio casarme con una de tu sangre.

Volvió a recordar a la muchacha de París y tarareo una canción que ella le había enseñado. Revivió su pasado, pero de un modo distante e impersonal. Recordaba las imágenes de su vida como si pertenecieran a otro hombre.

-Así se hará –dijo Makamuk.- La muchacha irá contigo rio abajo y yo te daré los tres hachazos en el cuello.

-Pero entre golpe y golpe me untaré el remedio –replicó Subienkov con ansiedad.

 -Sí, te pondrás el remedio entre cada golpe, y los cazadores estarán aquí y no dejarán que huyas. Ahora ve al bosque y recoge los ingredientes para tu remedio.

La codicia del polaco había convencido a Makamuk del valor del remedio. Sólo la más poderosa de las medicinas podría hacer que un hombre al borde de la muerte regateara como una vieja.

-Además –susurró Yakaga, apenas Subienkov y los cazadores se internaron en el bosque -, cuando conozcas el remedio, podrás matarlo con facilidad.

-¿Cómo? –preguntó Makamuk-. Su remedio lo impedirá.

Debe haber algún lugar en que no se haya untado el remedio –dijo Yakaga-. Ahí lo heriremos y lo mataremos. Pueden ser las orejas; entonces le clavaremos una lanza en la oreja y se la sacáremos por la otra. O pueden ser sus ojos. Sin duda el remedio es demasiado fuerte para los ojos.

-Eres sabio Yakaga –dijo el jefe-. Si no le quedan más brujerías, lo mataremos.

El polaco no perdió tiempo en buscar los ingredientes para su remedio. Recogió lo que encontró en su camino: agujas de abeto, corteza de sauce y abedul, bayas que los cazadores extrajeron de la tierra cubierta de nieve y unas cuantas raíces heladas.

Volvió al campamento y fue volcando los ingredientes en una olla de agua hirviendo, mientras Makamuk y Yakaga, agazapados junto a él, lo observaban atentos.

-Primero hay que poner las bayas –les explicó Subienkov-. Y, ¡ah! Falta una cosa: un dedo humano. Ven, Yakaga, déjame cortarte el dedo.

Pero Yakaga escondió sus manos detrás de la espalda y frunció el ceño.

-Basta el meñique, el dedo más pequeño –dijo el polaco.

-Yakaga –ordenó Makamuk-, dale tu dedo.

-Hay un montón de dedos tirados por ahí –gruñó Yakaga, y señaló los restos de los hombres torturados a muerte, que estaban esparcidos por la nieve.

-Debe ser el dedo de un hombre vivo –aclaró Subienkov.

Entonces Yakaga se acercó al cosaco y le cortó un dedo.

-Todavía no ha muerto –murmuró y tiró el dedo a los pies del polaco-. Además, es grande.

Subienkov lo arrojó al fuego, bajo la olla, y empezó a cantar. Era una canción de amor francesa, y la entonó con gran solemnidad sobre el cocimiento.

-Sin estas palabras que dije, el remedio pierde su eficacia  -explicó-. Las palabras le dan su mayor fuerza. Miren, ya está listo.

-Repite las palabras despacio para que pueda aprenderlas –ordenó Makamuk.

-Después de la prueba. Después de que el hacha rebote tres veces sobre mi cuello, te repetiré las palabras.

-¿Y si tu remedio no es bueno? –preguntó Makamuk.

-¡Mi remedio siempre es bueno! –replicó, furioso, Subienkov-. Y si es malo, puedes despedazarme como a los demás. El remedio ya está frío. Lo untaré en mi cuello, mientras repito este hechizo.

El polaco cantó unos versos de “La Marsellesa” con gran seriedad al mismo tiempo que se untaba el cocimiento en el cuello. Un alarido interrumpió su comedia. El cosaco, con el último impulso de su tremenda vitalidad, se había arrodillado. Los asombrados nulatos rieron, gritaron y aplaudieron, mientras el Gran Iván se revolcaba en la nieve en medio de terribles espasmos.

El espectáculo asqueó a Subienkov, pero controló sus nauseas y fingió enojarse.

-Esto no puede ser –dijo-. Acaben con él y luego haremos la prueba. Yakaga, haz que termine todo este ruido.

Yakaga se ocupó del asunto, y el polaco se dirigió a Makamuk.
-Recuerda que debes golpear muy fuerte. No es un juego de niños. Vamos, empuña el hacha y golpea el tronco para que vea si la manejas como un hombre.

El jefe obedeció y golpeó dos veces, con precisión y vigor, e hizo saltar una gran astilla.

-Muy bien –dijo Subienkov, mientras miraba el círculo de caras salvajes que lo rodeaban. En cierto modo simbolizaban el muro de la brutalidad que lo había cercado desde que la policía del zar lo había arrestado por primera vez en Varsovia-. Toma el hacha, Makamuk, y ponte de pie así. Yo me acostaré en el suelo y, cuando levante la mano, golpea, golpea con toda tu fuerza. Ten cuidado de que nadie esté detrás de ti, porque el remedio es muy bueno, y el hacha puede rebotar en mi cuello y saltar de tus manos.

Miró los dos trineos cargados de pieles y pescado, con los perros enganchados. Su rifle estaba sobre las pieles, y los cazadores que debían escoltarlo esperaban junto a los trineos.

-¿Dónde está la muchacha? –preguntó-. Que la traigan a los trineos o no habrá prueba.

Cuando cumplieron su deseo, el polaco se acostó en la nieve y apoyó la cabeza en el tronco, como un niño apunto de dormirse. Había vivido una vida tan amarga que, en verdad, se sentía muy cansado.

-Me río de ti y de tu fuerza, Makamuk –dijo-. Golpea fuerte.

Levantó  la mano. Makamuk blandió el hacha, una enorme hacha para cortar troncos. El acero resplandeció a través del aire helado, se detuvo un instante sobre la cabeza de Makamuk y luego cayó sobre el cuello desnudo de Subienkov. Cortó la carne y el hueso, y se hundió en el tronco. Los asombrados nulatos vieron rebotar la cabeza a una yarda de distancia del tronco sangriento.

Durante un momento reinó un gran silencio. Poco a poco los indios fueron comprendiendo que el remedio mágico era una mentira. El ladrón de pieles los había engañado.

De todos los prisioneros, sólo él había  conseguido escapar a la tortura. Entonces se desató una oleada de risas. Makamuk agachó la cabeza avergonzado. El ladrón de pieles se había burlado de él ante toda su tribu. Todos seguían riéndose a carcajadas. Makamuk se volvió y se retiró con la cabeza baja. Sabía que de ahora en adelante ya no lo llamarían Makamuk, lo llamarían “El Burlado”. La historia de su humillación lo perseguiría hasta su muerte. Y cuando las tribus se reunieran en primavera para la pesca del salmón, o en verano para traficar, de fogata en fogata correría la historia de cómo el ladrón de pieles murió en paz y de un solo golpe, a manos de El Burlado.

“¿Quién era, Él Burlado´?”, preguntaría algún muchacho insolente. “¡Ah!” ¡´Él Burlado´! –responderían-. Se llamaba Makamuk antes de que le cortara la cabeza al ladrón de pieles.  

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