EL BURLADO.
Era
el final. Subienkov había recorrido un largo camino de amargura y horror hasta
ese remoto rincón de la América Rusa. Sentado en la nieve y con los brazos atados a la espalda, esperaba la tortura,
mientras observaba con curiosidad a un gigantesco cosaco que estaba tendido y
gemía de dolor. Los hombres habían terminado con él y ahora era el turno de las
mujeres. Los alaridos del cosaco probaban que ellas superaban en crueldad a los
hombres.
Subienkov
se estremeció. No temía morir, porque demasiadas veces había arriesgado la vida
desde Varsovia hasta Nulato. Pero le disgustaba la tortura. Ofendía a su alma y
esta ofensa no se debía al dolor que debería soportar, sino al patético
espectáculo que el sufrimiento lo obligaría a dar. Sabía que lloraría y
suplicaría, como el Gran Iván y los otros que lo habían precedido. Eso no le
gustaba. En cambio, habría sido muy agradable morir de un modo valeroso y
limpio, con una sonrisa burlona en los labios. Y no de esta manera: con el alma
trastornada por los sufrimientos de la carne; chillar sin control como un mono,
convertido en un animal… Ah, eso era terrible.
El
destino lo había empujado a este final desde que había soñado con la independencia
de Polonia. Lo había manejado como un títere en Varsovia, en San Petersburgo,
en las minas de Siberia, en Kamchatka y en los barcos de los ladrones de
pieles. Antes de su nacimiento, ya estaba decidido que moriría en esa lejana
tierra de la noche, más allá de los últimos confines del mundo.
Suspiró.
Así que esa cosa que había frente a él era el Gran Iván: el gigante sin
nervios, el hombre de hierro, el cosaco que se había hecho pirata y cuyo
sistema nervioso parecía incapaz de sentir dolor. Bueno, entonces sin duda
estos indios nulatos habían encontrado los nervios del Gran Iván y los habían
seguido hasta las raíces de su alma estremecida. Parecía increíble que un
hombre sufriera tanto y pudiera seguir vivo. Ya había durado el doble que los
otros.
¿Por
qué no moría Iván? Sus alaridos iban a volverlo loco, pero cuando acabaran
llegaría su turno. Y allí estaba Yakaga, que lo esperaba con una sonrisa
burlona. Una semana atrás lo había acechado del fuerte y le había cruzado la
cara de un latigazo. Seguramente Yakaga le reservaba tormentos más refinados.
¡Ah! Por el grito de Iván, debió haber sido algo especial. Las mujeres
inclinadas sobre él retrocedieron, riendo y aplaudiendo. Entonces Subienkov
comprobó la monstruosidad que habían perpetrado en el cosaco y comenzó a reír
histéricamente. Los indios lo miraron sorprendidos de que se riera.
Subienkov
se contuvo y se esforzó por pensar en otras cosas. Recordó distintos momentos
de su vida: recordó a sus padres, a su tutor francés, y volvió a ver París,
Londres, Viena y Roma. Del entusiasta grupo de jóvenes que habían soñado, como
él, con una Polonia independiente, sólo quedaba Subienkov. Dos fueron
ejecutados en San Petersburgo; uno murió a causa de la paliza de un carcelero;
otro cayó en el sangriento camino del exilio, luego de ser golpeado por los
guardias cosacos durante meses interminables. Algunos habían muerto de fiebre o
en las minas. Los dos últimos murieron después de la fuga, mientras combatían
contra los cosacos. Y él era el único que había conseguido llegar a Kamchatka
con los documentos y el dinero robados a un viajero que dejó tirado en la
nieve.
Él
–un soñador, un poeta y un artista- había comprado su vida con sangre. Demostró
su valor y así se ganó un lugar entre los ladrones de pieles. Atrás quedaron
Siberia y Rusia. No podía escapar por allí, debía seguir adelante y cruzar el
helado mar de Bering hasta Alaska. Su huida sólo lo había conducido a un
embrutecimiento mayor, a bordo de los barcos de los ladrones de pieles; en
ellos no había comida ni agua, y todos se enfermaban de escorbuto y se volvían
animales. Tres veces partieron de Kamchatka y fueron azotados por las
interminables tormentas de ese mar embravecido. Y tres veces, luego de toda
clase de penurias y esfuerzos, los sobrevivientes tuvieron que regresar a
Kamchatka.
La
cuarta vez navegó hacia el este y fue uno de los que descubrió las legendarias
islas de las focas. Luego cambió de barco y permaneció en esa nueva y oscura
tierra. Sus compañeros eran cazadores eslavonios y aventureros rusos, mongoles
y tártaros e indígenas siberianos. Juntos abrieron un camino de sangre entre
los salvajes del Nuevo Mundo. Masacraron aldeas enteras que se habían negado a
pagarles el tributo de pieles; y ellos, a su vez, fueron masacrados por los
tripulantes de otros barcos. Él y un finlandés habían sido los únicos
sobrevivientes. Pasaron invierno de soledad y hambre en una desierta isla
aleutiana, y otro barco de pieles los rescató en la primavera.
Así,
pasando de barco en barco -siempre negándose a volver y siempre rodeados de
barbarie-, llegó a un barco que exploraba el sur. A lo largo de la costa de
Alaska sólo encontraron tribus salvajes. Cada vez que se anclaban debían
batallar contra nativos que se acercaban en sus canoas guerreras o enfrentarse
a una tormenta. Más al sur estaba la fabulosa California con su promesa de
riqueza que le permitiría, en un año o dos, volver a Europa. Pero lo único que
encontró fue más brutalidad y barbarie, y en otro barco regresó al norte.
Pasaron
los años. Sirvió a las órdenes de Tebenkoff cuando se construyó el fuerte
Michaelovski, y pasó dos años en la región de Kuskokwin. Dos veranos había
logrado llegar al estrecho de Kotzebue, donde las tribus se reunían a traficar.
Iban esquimales del estrecho de Norton, de las islas King y San Lorenzo, del
cabo Príncipe de Gales y de Punta Barrow. A través de ellos supo que en el este
corría un gran río donde había hombres de ojos azules y cabello rubio, que
peleaban como demonios y buscaban pieles. El río se llamaba Yukón. Al sur del
fuerte Michaelovski desembocaba en otro gran río, el Kwikpak. Según algunos
nativos, esos dos ríos eran uno solo. Subienkov volvió a Michaelovski y durante
un año trató de organizar una expedición para remontar el Kwikpak. Malakoff, un
mestizo ruso, se convirtió en el jefe de la expedición, y Subienkov, en su
teniente. Ambos reclutaron a la más feroz horda de aventureros. Recorrieron los
laberintos del delta del Kwikpak y llegaron a las primeras colinas de la ribera
norte; a lo largo de quinientas millas,
en canoas de cuero cargadas hasta el tope de mercancías y municiones, lucharon
contra la poderosa correntada del río. Malakoff resolvió construir el fuerte en
Nulato. Subienkov quería ir más lejos, pero se acercaba el invierno y convenía
esperar el verano. Entonces partiría solo hasta las factorías de la compañía
Bahía de Hudson. Malakoff no sabía que el Kwikpak era el Yukón, y Subienkov no
se lo dijo.
La
construcción de fuerte se llevó a cabo mediante trabajo esclavo. Los muros de
troncos se levantaron con los gemidos y los sufrimientos de los indios nulatos.
El látigo azotó sus espaldas, y la mano de hierro que manejaba el látigo
pertenecía a los ladrones del mar. Cuando los indios que intentaban escapar
eran apresados, se los ataba con los brazos en cruz ante el fuerte para que
ellos y su tribu aprendieran la eficacia del látigo. Dos murieron y muchos
otros quedaron mutilados, pero el resto aprendió la lección. El fuerte se
terminó, la nieve empezó a caer y llegó la época de las pieles. Se impuso un
pesado tributo a la tribu. Los golpes y los azotes siguieron; para que el
tributo se pagara, tomaron a mujeres y niños como rehenes y los trataron con
una brutalidad que sólo es propia de los ladrones de pieles.
Bueno,
había sido una siembra de sangre y ahora llagaba la cosecha. El fuerte había desaparecido.
A la luz de su incendio, la mitad de los ladrones de pieles murieron a
cuchillo. La otra mitad murió torturada. Sólo quedaba Subienkov, o Subienkov y
el Gran Iván, si es que ese despojo sollozante podía llamarse el Gran Iván.
Subienkov miró la marca del látigo en la cara de Yakaga. No podía culparlo,
pero le desagradaba pensar en lo que Yakaga le haría. Apelar a Makamuk, el jefe
de la tribu, sería inútil. ¿Romper las ligaduras para morir luchando? Las
correas de caribú eran más fuertes que él. Siguió pensando y se le ocurrió una
idea. Por señas pidió hablar con Makamuk y que le trajeran un intérprete que
conociera el dialecto de la costa.
-Oh,
Makamuk –dijo-, no estoy destinado a morir. Soy un gran hombre, y sería una
estupidez que yo muriera. En verdad, no moriré. No soy como esta carroña.
Miró
esa cosa sufriente que una vez había sido el Gran Iván y la apartó con el pie.
-Soy
demasiado sabio para morir- continuó-. Mira, poseo un gran remedio que sólo yo
conozco. Como no voy a morir, compartiré contigo este remedio.
-¿Y
cuál es ese remedio? –quiso saber Makamuk.
-Es
un remedio raro. –Subienkov reflexionó un momento, como si le costara revelar
su secreto-. Te lo diré. Si uno unta la piel con este remedio, ésta se pone
dura como la piedra, dura como el hierro, y ningún arma afilada puede cortarla.
El golpe más fuerte del arma más afilada resulta inútil. ¿Qué me darás por el
secreto de este remedio?
-Te
daré la vida –respondió Makamuk por medio del intérprete.
Subienkov
se rió con desprecio.
-Y
serás un esclavo en mi casa hasta mi muerte.
El
polaco se rió con mayor desprecio.
-Desátame
las manos y los pies, y hablemos –dijo.
El
jefe hizo una señal. Cuando estuvo libre, Subienkov armó un cigarrillo y lo
encendió.
-Esto
que dices son tonterías –dijo Makamuk-. No existe tal remedio. Una hoja afilada
es más fuerte que cualquier remedio.
El
jefe se mostraba escéptico, pero dudaba. Había visto funcionar muchas brujerías
de los ladrones de pieles.
-Te
daré la vida y no serás un esclavo –dijo.
-Más
que eso.
Subienkov
hablaba con frialdad, como si discutiera el precio de una piel de zorro.
-Es
un gran remedio. Me ha salvado la vida varias veces. Quiero un trineo y perros,
y que seis de tus cazadores me acompañen río abajo y me protejan hasta que esté
a un día de distancia del fuerte de Michaelovski.
-Vivirás
aquí y nos enseñaras tus brujerías –dijo Makamuk.
Subienkov
se encogió de hombros. Exhaló el humo del cigarrillo en el aire helado y miró
con curiosidad lo que quedaba del cosaco.
-¡Esa
cicatriz! –exclamó Makamuk, señalando el cuello del polaco, donde una
cuchillada había dejado una marca-. El filo fue más fuerte que tu remedio.
-Fue
un hombre muy fuerte el que dio el golpe –explicó Subienkov-. Más fuerte que
tú, más fuerte que el más fuerte de tus cazadores, más fuerte que él.
Y
con la punta de su mocasín tocó el descuartizado cuerpo del cosaco, que aun se
negaba a morir.
-Y
el remedio era débil, porque en aquel lugar no había cierta variedad de bayas
que aquí abundan. Aquí el remedio será más fuerte.
-Te
dejaré ir río abajo –dijo Makamuk-. Y te daré el trineo y los perros y los seis
cazadores para protegerte.
-Debiste
aceptar mis condiciones enseguida –replicó Subienkov-. Al no hacerlo, ofendiste
a mi remedio, y ahora pido más. Quiero cien pieles de castor. –Makamuk esbozó
una mueca-. Quiero cien libras de pescado seco –Makamuk asintió, porque el
pescado era barato y abundante- Quiero dos trineos, uno para mí y otro para las
pieles y el pescado. Y quiero que me devuelvan el rifle. Si no aceptas, el
precio aumentará.
Yakaga
susurró algo al oído de su jefe.
-¿Pero
cómo sabré que tu remedio sirve? –preguntó Makamuk.
-Es
muy fácil. Primero iré al bosque.
Yakaga
de nuevo susurró algo al oído de Makamuk, que negó con desconfianza.
-Puedes
mandar a veinte cazadores conmigo –dijo Subienkov-. Debo buscar las bayas y las
raíces para hacer el remedio. Después, cuando hayas traído el rifle y los dos
trineos cargados con las pieles y el pescado, y cuando hayas elegido los seis cazadores
que irán conmigo, entonces untaré el remedio en mi cuello y lo apoyaré sobre
este tronco. Y el cazador más fuerte de tu tribu podrá empuñar el hacha y golpearme
tres veces en el cuello. Tu mismo puedes hacerlo.
Makamuk
escuchaba con la boca abierta, maravillado ante esta nueva brujería del hombre
blanco.
-Pero
entre cada hachazo –agregó el polaco-, debo aplicarme el remedio en el cuello.
El hacha es pesada y filosa, y no quiero equivocaciones.
-¡Te
daré todo lo que has pedido! –gritó Makamuk-. Empieza a preparar tu remedio.
Subienkov
disimuló su alegría. Estaba jugando una partida desesperada y no podía cometer
ningún error. Por eso habló con arrogancia.
-Tardaste
en aceptar. Has ofendido a mi remedio. Para lavar tu ofensa deberás darme a tu
hija.
Señaló
a una muchacha muy fea, con un ojo defectuoso y colmillos de lobo. Makamuk se
enfureció, pero Subienkov, sin inmutarse, armó otro cigarrillo y lo encendió.
-Rápido
–le advirtió-. Si no te apuras, pediré más.
En
el silencio que siguió, el inhóspito paisaje desapareció ante sus ojos, y
volvió a ver su patria y Francia. Luego, al mirar a la hija del jefe, recordó a
otra muchacha, una bailarina que había conocido de joven en su primer viaje a
París.
-¿Para
qué quieres a mi hija? –preguntó Makamuk.
-Quiero
que venga conmigo río abajo –dijo Subienkov, mirándola con ojo crítico-. Será
una buena esposa, y es un honor digno de mi remedio casarme con una de tu
sangre.
Volvió
a recordar a la muchacha de París y tarareo una canción que ella le había
enseñado. Revivió su pasado, pero de un modo distante e impersonal. Recordaba
las imágenes de su vida como si pertenecieran a otro hombre.
-Así
se hará –dijo Makamuk.- La muchacha irá contigo rio abajo y yo te daré los tres
hachazos en el cuello.
-Pero
entre golpe y golpe me untaré el remedio –replicó Subienkov con ansiedad.
-Sí, te pondrás el remedio entre cada golpe, y
los cazadores estarán aquí y no dejarán que huyas. Ahora ve al bosque y recoge
los ingredientes para tu remedio.
La
codicia del polaco había convencido a Makamuk del valor del remedio. Sólo la
más poderosa de las medicinas podría hacer que un hombre al borde de la muerte
regateara como una vieja.
-Además
–susurró Yakaga, apenas Subienkov y los cazadores se internaron en el bosque -,
cuando conozcas el remedio, podrás matarlo con facilidad.
-¿Cómo?
–preguntó Makamuk-. Su remedio lo impedirá.
Debe
haber algún lugar en que no se haya untado el remedio –dijo Yakaga-. Ahí lo
heriremos y lo mataremos. Pueden ser las orejas; entonces le clavaremos una
lanza en la oreja y se la sacáremos por la otra. O pueden ser sus ojos. Sin
duda el remedio es demasiado fuerte para los ojos.
-Eres
sabio Yakaga –dijo el jefe-. Si no le quedan más brujerías, lo mataremos.
El
polaco no perdió tiempo en buscar los ingredientes para su remedio. Recogió lo
que encontró en su camino: agujas de abeto, corteza de sauce y abedul, bayas
que los cazadores extrajeron de la tierra cubierta de nieve y unas cuantas
raíces heladas.
Volvió
al campamento y fue volcando los ingredientes en una olla de agua hirviendo,
mientras Makamuk y Yakaga, agazapados junto a él, lo observaban atentos.
-Primero
hay que poner las bayas –les explicó Subienkov-. Y, ¡ah! Falta una cosa: un
dedo humano. Ven, Yakaga, déjame cortarte el dedo.
Pero
Yakaga escondió sus manos detrás de la espalda y frunció el ceño.
-Basta
el meñique, el dedo más pequeño –dijo el polaco.
-Yakaga
–ordenó Makamuk-, dale tu dedo.
-Hay
un montón de dedos tirados por ahí –gruñó Yakaga, y señaló los restos de los
hombres torturados a muerte, que estaban esparcidos por la nieve.
-Debe
ser el dedo de un hombre vivo –aclaró Subienkov.
Entonces
Yakaga se acercó al cosaco y le cortó un dedo.
-Todavía
no ha muerto –murmuró y tiró el dedo a los pies del polaco-. Además, es grande.
Subienkov
lo arrojó al fuego, bajo la olla, y empezó a cantar. Era una canción de amor
francesa, y la entonó con gran solemnidad sobre el cocimiento.
-Sin
estas palabras que dije, el remedio pierde su eficacia -explicó-. Las palabras le dan su mayor
fuerza. Miren, ya está listo.
-Repite
las palabras despacio para que pueda aprenderlas –ordenó Makamuk.
-Después
de la prueba. Después de que el hacha rebote tres veces sobre mi cuello, te
repetiré las palabras.
-¿Y
si tu remedio no es bueno? –preguntó Makamuk.
-¡Mi
remedio siempre es bueno! –replicó, furioso, Subienkov-. Y si es malo, puedes
despedazarme como a los demás. El remedio ya está frío. Lo untaré en mi cuello,
mientras repito este hechizo.
El
polaco cantó unos versos de “La Marsellesa” con gran seriedad al mismo tiempo
que se untaba el cocimiento en el cuello. Un alarido interrumpió su comedia. El
cosaco, con el último impulso de su tremenda vitalidad, se había arrodillado.
Los asombrados nulatos rieron, gritaron y aplaudieron, mientras el Gran Iván se
revolcaba en la nieve en medio de terribles espasmos.
El
espectáculo asqueó a Subienkov, pero controló sus nauseas y fingió enojarse.
-Esto
no puede ser –dijo-. Acaben con él y luego haremos la prueba. Yakaga, haz que
termine todo este ruido.
Yakaga
se ocupó del asunto, y el polaco se dirigió a Makamuk.
-Recuerda
que debes golpear muy fuerte. No es un juego de niños. Vamos, empuña el hacha y
golpea el tronco para que vea si la manejas como un hombre.
El
jefe obedeció y golpeó dos veces, con precisión y vigor, e hizo saltar una gran
astilla.
-Muy
bien –dijo Subienkov, mientras miraba el círculo de caras salvajes que lo
rodeaban. En cierto modo simbolizaban el muro de la brutalidad que lo había
cercado desde que la policía del zar lo había arrestado por primera vez en
Varsovia-. Toma el hacha, Makamuk, y ponte de pie así. Yo me acostaré en el
suelo y, cuando levante la mano, golpea, golpea con toda tu fuerza. Ten cuidado
de que nadie esté detrás de ti, porque el remedio es muy bueno, y el hacha
puede rebotar en mi cuello y saltar de tus manos.
Miró
los dos trineos cargados de pieles y pescado, con los perros enganchados. Su
rifle estaba sobre las pieles, y los cazadores que debían escoltarlo esperaban
junto a los trineos.
-¿Dónde
está la muchacha? –preguntó-. Que la traigan a los trineos o no habrá prueba.
Cuando
cumplieron su deseo, el polaco se acostó en la nieve y apoyó la cabeza en el
tronco, como un niño apunto de dormirse. Había vivido una vida tan amarga que,
en verdad, se sentía muy cansado.
-Me
río de ti y de tu fuerza, Makamuk –dijo-. Golpea fuerte.
Levantó la mano. Makamuk blandió el hacha, una enorme
hacha para cortar troncos. El acero resplandeció a través del aire helado, se
detuvo un instante sobre la cabeza de Makamuk y luego cayó sobre el cuello
desnudo de Subienkov. Cortó la carne y el hueso, y se hundió en el tronco. Los
asombrados nulatos vieron rebotar la cabeza a una yarda de distancia del tronco
sangriento.
Durante
un momento reinó un gran silencio. Poco a poco los indios fueron comprendiendo
que el remedio mágico era una mentira. El ladrón de pieles los había engañado.
De
todos los prisioneros, sólo él había
conseguido escapar a la tortura. Entonces se desató una oleada de risas.
Makamuk agachó la cabeza avergonzado. El ladrón de pieles se había burlado de
él ante toda su tribu. Todos seguían riéndose a carcajadas. Makamuk se volvió y
se retiró con la cabeza baja. Sabía que de ahora en adelante ya no lo llamarían
Makamuk, lo llamarían “El Burlado”. La historia de su humillación lo
perseguiría hasta su muerte. Y cuando las tribus se reunieran en primavera para
la pesca del salmón, o en verano para traficar, de fogata en fogata correría la
historia de cómo el ladrón de pieles murió en paz y de un solo golpe, a manos
de El Burlado.
“¿Quién
era, Él Burlado´?”, preguntaría algún muchacho insolente. “¡Ah!” ¡´Él Burlado´!
–responderían-. Se llamaba Makamuk antes de que le cortara la cabeza al ladrón
de pieles.
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