miércoles, 13 de mayo de 2015

Lectura 22

Los vikingos y la literatura

Era el año 841 después de Cristo, aunque aquellos hombres rubios, altos y feroces nada sabían de Cristo. Sus más de sesenta barcos vikingos ascendían a buen ritmo por el rio Liffey. Llegaron a la laguna negra, un remanso del rio donde podrían atracar sus temidos drakkars. Aun no habían desembarcado y ya se oían los gritos de los pobladores de aquella tierra huyendo en busca de refugio en las torres que habían construido para resguardarse de aquellos ataques o para esconderse en el viejo monasterio. Nadie sabe a ciencia cierta el nombre del guerrero que comandaba aquella nueva expedición vikinga. Unos dicen que se llamaba Turgesius, otros que Gudfred y hay quien lo ha identificado como Thorgils, el hijo del rey noruego Haraldr Harfagri, es decir, Haraldr el del pelo rubio. Pero nadie sabe exactamente quién era el que comandaba a aquellos vikingos que descendían ya de sus barcos y que, para sorpresa de todos los que corrían en busca de refugio, no iban tras ellos. Eso les pareció extraño, pues les daba la oportunidad de esconderse. Lo que no sabían era que aquellos vikingos venidos de la remota Escandinavia no tenían prisa esta vez y por eso no los perseguían como en otras ocasiones. No, aquellos vikingos no habían venido a saquear y a secuestrar hombres, mujeres y niños. No. Aquella mañana habían venido para quedarse en la bahía y fundar una autentica ciudad vikinga que el mundo luego conocería como Dubh Linn, es decir, “la laguna negra” en gaélico, el Dublín del siglo XXI.
Cuando uno piensa en la relación entre los vikingos y la literatura, lo primero que le viene a la mente son esas largas e intensas sagas nórdicas que, en el caso de la literatura inglesa, a través del poema Beowulf (el equivalente al Mio Cid en español), marcan el arranque de la literatura anglosajona. Luego Tolkien recurriría a estas sagas como base para recrear su magnífico mundo de la Tierra Media. Todo esto es cierto, pero los vikingos, aun sin saberlo, y sin pretenderlo, contribuyeron a la historia de la literatura no ya solo inglesa sino universal con una acción que nadie pensó que podría ser tan importante: la conquista de Dublín. Y es que, con la llegada de los vikingos, la ciudad creció y se consolido como un importante eje de comunicaciones marítimas y comerciales en el norte de Europa. Fue un renacer construido sobre mucha sangre inocente, sangre celta que, no obstante, se mezclaría finalmente con sangre vikinga y luego normanda. No sé si será esta mezcla de la imaginación celta con la pasión por las largas sagas de los vikingos lo que produjo el milagro, o si fue el clima eternamente lluvioso y melancólico, pero Dublín, aunque no se sepa demasiado, es una de las ciudades que más han aportado a la literatura. De hecho es Ciudad de la Literatura por la Unesco. ¿Y es por qué? Porque pocas ciudades han dado a la literatura tantos maestros. Y si no, juzguen por ustedes mismos: Congreve o Sheridan, importantísimos dramaturgos del XVIII y el XIX eran de Dublín, como lo era también el autor, mucho más conocido, de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift, un ejemplo de sátira social demoledora. Y también nació en Dublín el eterno e inigualable Oscar Wilde, cuyos rompedores epigramas, como “Puedo resistirlo todo menos la tentación” o “En los exámenes los estúpidos preguntan cosas que los sabios no pueden responder”, nos resumen bien la filosofía del pueblo irlandés. Como se imaginaran, este segundo epigrama es muy popular entre los estudiantes universitarios, incluidos los míos.
Pero hay mucho más en Dublín: ¿recuerdan el musical My Fair Lady, con Audrey Hepburn y Rex Harrison? Está basado en la obra Pigmalión de Bernard Shaw, otro dublinés que obtuvo el Premio Nobel en 1925, y el Oscar por el mejor guion adaptado en 1938 (cuando reescribió Pigmalión para una primera versión cinematográfica británica, preludio del musical My Fair Lady). Yo creo que con Swift, Wilde y Shaw, además de los mencionados anteriormente, cualquier ciudad merecería y aun lugar privilegiado en la historia de la literatura, pero a estos autores podemos añadir un siempre controvertido Samuel Beckett, que con su apuesta por el teatro del absurdo, con obras como Esperando a Godot, fue merecedor del Premio Nobel en 1969. Esto hace ya dos dublineses con el Premio Nobel de Literatura. Pero además, si uno pasea por la ciudad, no solo puede ver donde nació o vivió Wilde o visitar el más que interesante Writers´ Museum (Museo de los Escritores), sino que puede descubrir placas y estatuas repartidas por las calles que hacen referencia a la épica novela de James Joyce: Ulises. ¿Qué donde nació Joyce? En Dublín, por supuesto, donde se educó como escritor y hasta donde dio clases como profesor de lengua. Con Joyce tenemos otro autor internacional que añadir a la gran lista de la ciudad y que, aunque luego viviera fuera de Dublín, quedo literariamente atrapado en la capital irlandesa que le vio nacer, y siempre escribía sobre sus calles, sus esquinas, sus pubs, sus gentes. Y si no me creen relean otra de sus obras, Dublineses, cuyo título no deja lugar a dudas. John Huston hizo una magnifica adaptación al cine del último de los relatos de este libro, “Los muertos”. Película memorable.
Es cierto que Joyce es un autor difícil de leer y que es mucho mejor adentrarse en la literatura de escritores dublineses con las obras de Swift o Shaw o, por qué no, ya que hay tanta moda con las sagas vampíricas, releyendo el libro que lo inicio todo: Drácula, de Bram Stoker. Un clásico que recreando leyendas centroeuropeas estableció, sin saberlo, todo un género con tantos hijos e hijas necesitados de sangre. Ya se imaginaran donde nació Bram Stoker: si, en efecto, en Dublín. De hecho, una novia de Bram Stoker. Pero por si el listado aun no les parece suficientemente sorprendente tenemos otro premio Nobel, William Butler Yeats, el gran poeta de las leyendas irlandesas, quien, nacido también en Dublín, recibiría el máximo galardón de la Academia Sueca en 1923. Muy recientemente, en 2012, el grupo The Waterboys ha sacado un disco poniendo música a varios de sus poemas más populares. Personalmente me encanta el final de “La balada de Aengus, el errante”, personaje de la mitología gaélica que busca sin descanso a su amada:
                                               Y aunque he envejecido caminando
                                               por profundos valles y tierras montañosas
                                               encontrare donde ha ido ella
                                               y besare sus labios y tocare sus manos
                                               y caminare por la hierba moteada
                                               y cogeré, hasta que el tiempo y los tiempos terminen,
                                               las plateadas manzanas de la luna,
                                               las doradas manzanas del sol.

Pero la lista de escritores dublineses populares no es algo del pasado: Maeve Binchy, autora de bestsellers emotivos sobre el día a día de la gente corriente, lleva más de cuarenta millones de ejemplares vendidos. Y es que los libros forman parte integral de la vida irlandesa, ya sea porque el clima invita a recogerse temprano en casa y, al lado de un amigable fuego  o un buen sistema de calefacción, pasar horas infinitas leyendo, o porque el interés por las buenas historias va en los genes descendientes de aquellos vikingos que gustaban de sagas interminables. En Dublín puedes encontrar librerías modernas, librerías antiguas, mercadillos de libros usados o bibliotecas absolutamente espectaculares. De hecho, cuando Hollywood buscaba en que inspirarse para recrear la impactante biblioteca del mítico castillo de Hogwarts de la serie Harry Potter, encontraron la iluminación en la fastuosa biblioteca del Trinity College de Dublín. Nada más entrar en ella, el visitante tiene la sensación de estar en la catedral de las bibliotecas y de que en cualquier momento el adolescente Harry o el malvado Voldemort pueden sorprenderle emergiendo de cualquier pasillo. Visiten Dublín si pueden y, si no, viajen literariamente a ella por cualquier de sus muchos caminos. Disfrutaran.

Como no podía ser de otra forma, otra escritora dublinesa, Anne Enright, nos explica muy bien este matrimonio indisoluble (estamos en Irlanda) entre literatura y Dublín: “En otras ciudades, la gente inteligente sale y hace dinero. En Dublín, la gente inteligente se queda en casa y escribe libros”.

    

El autor secreto

Alguna ciudad de España. Año del Señor de 1553
Don Diego volvió a leer aquella misiva del rey. No, no había duda. No importaba que apenas hubiera regresado de su puesto de embajador en Roma: el emperador le conminaba a aceptar un nuevo cargo de forma inminente. Don Diego dejo la carta encima del escritorio y medito en silencio. Al fin, tomo una decisión. Abrió un cajón, extrajo un montón de hojas escritas y las envolvió con cuidado en una piel de cuero para proteger aquellas páginas de la lluvia… y de las miradas indiscretas.
Se levantó y llamo a uno de los sirvientes de la casa.
--- Mi capa --- dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozo en ella y salió a la calle.
Hacia frio y una lluvia fina descargaba con persistencia, aunque lo peor era el viento. Iba armado y era hombre resuelto, así que no le preocupaba que la noche se hubiera apoderado de la ciudad. Camino así, oculto su rostro en el embozo de su capa. De esa forma se protegía de las inclemencias del tiempo y, a la vez, pasaba desapercibido ante algún otro caballero que debía de ir en busca de dama o que quizá acudía a algún duelo que no entendía ni de rayos ni de truenos.
Llegado a las afueras de la población, se detuvo frente a una vieja casa que, por sus grietas en las paredes y lo desvencijado de su puerta, no parecía ser morada de nadie de renombre. Don Diego dio varios golpes en la madera con la palma de su mano fría y endurecida a fuerza de luchar en nombre del emperador Carlos V.
Paso el tiempo sin obtener respuesta.
A fuerza de insistir en su llamada, se oyó una voz quebrada, de alguien viejo, que hablaba desde el interior.
---¡Voto a Dios que no son horas! --- decía la voz ---.
¿Quién va?
--- ¡Abrid en nombre del rey! --- exclamo don Diego con el poderoso tono de quien está acostumbrado a mandar.
La puerta se abrió y una nariz aguileña tras la que asomaban unos ojos inquietos apareció por el umbral. Como fuera que el viejo vio en aquel inoportuno visitante el porte de un caballero y que este estaba solo, decidió hacerse a un lado y dejarle pasar, aunque, eso sí, siguió maldiciendo e imprecando a Nuestro Señor.
--- Voto a Dios que no es hora de visitas.
--- No es hora, en efecto --- dijo don Diego sacudiéndose el agua de los hombros con su sombrero, pero, como hombre decidido que era y para quien el tiempo también apremiaba, sin dudarlo un ápice, saco una bolsa de debajo de la capa y la arrojó al suelo.
El peso del metal resonó en aquella estancia mal iluminada por la única vela que sostenía el viejo. Se terminaron las imprecaciones. La puerta se cerró, el viejo se agachó, cogió la bolsa y la llevo a una mesa donde había letras en moldes esparcidas por doquier. El viejo volcó el contenido de la bolsa y el otro resplandeció incluso en aquella tenue luz temblorosa de la vela.
--- Esto es mucho dinero --- dijo el viejo, veterano en encargos extraños pero, como siempre, desconfiado ---.
Nada bueno queréis.
Don Diego saco entonces el cuero que envolvía las páginas escritas y lo dejo también sobre la mesa.
--- Ese dinero es en pago por imprimir este libro.
Veréis que soy hombre asaz generoso.
El viejo ladeo la cabeza.
--- Eso depende del riesgo que entrañe imprimir aquello que me habéis traído. Sois caballero, pero tanto secreto y lo avanzado de la noche me hace presentir que de nada bueno se trata.
--- La hora en parte se debe a que he de marchar para Siena al amanecer. A ello me conmina nuestro rey y emperador. El dinero es porque quiero un buen trabajo y… bien si, para que negarlo: algo de peligro hay en el encargo.
--- Pero entonces don Diego puso sobre la mesa una segunda bolsa de oro.
El viejo miro la nueva bolsa y miro el cuero con el libro.
--- Aunque sean poemas del mismo diablo, mañana me pondré al trabajo --- dijo el anciano acercando la luz a la segunda bolsa.
--- Poemas no son, pero espero que cumpláis vuestra palabra o por Dios que a mi regreso de Siena os he de encontrar y cobraros a palos la traición de no servirme bien en este encargo. Imprimid este libro y luego marchad de la ciudad. Si el trabajo se hace bien sabré de ello, pues sin duda las noticias llegan hasta Siena. --- Y don Diego dejo un tercer saco de monedas sobre la mesa ---. Me consta que el negocio no os va bien, pero este extra es por las molestias de vuestro mudar de ciudad.
El viejo tenía aquella imprenta heredada de su padre. Años atrás, recién nacida aquella invención de juntar palabras, todo fue bien, pero luego fueron tantas las imprentas que apenas había ya negocio para sobrevivir. Aquel encargo parecía como llegado del cielo; o del infierno, que a el tanto le daba. El viejo asintió y empezó a hojear las primeras páginas del libro. Don Diego no esperaba que hubiera ni ocasión ni necesidad de intercambiar más palabras, así que se encamino hacia la puerta.
--- Hay un problema, caballero --- añadió el viejo mientras don Diego atenazaba el tirador de la puerta.
El caballero se detuvo y se volvió despacio.
--- ¿Qué problema?
--- Aquí, en el libro, no figura autor alguno.
Don Diego sonrió de forma siniestra.
--- No lo hay. Es un libro sin escritor ni noticia donde encontrarlo; y vos, amigo mío, vos no me habéis visto. --- Y dio media vuelta, abrió la pesada puerta y se desvaneció en la noche de aquella ciudad mojada y oscura.
Roma. Año del Señor de 1555
El papa miraba por la ventana. El gran inquisidor insistía en aquel punto una y otra vez ante el silencio del pontífice.
--- Es imperativo que nos pongamos manos a la obra en este asunto de los libros, santísimo padre.
--- ¿Qué asunto? --- pregunto el papa Julio III con aire distraído.
El gran inquisidor sonrió para ocultar en aquella mueca falsa su rabia. Aquel maldito papa solo pensaba en Inocencio, el niño que había adoptado de la calle y que se había atrevido a nombrar cardenal pese a ser medio analfabeto otro papa, pero, de momento, el asunto de los libros apremiaba y algo debía hacerse a la espera de encontrar el sustituto adecuado para aquel inútil.
--- Se trata del índice de libros, el Índex librorum prohibitorum, santísimo padre. Los herejes cada vez publican más libros con esa máquina infernal de la imprenta y no solo ellos, sino que hasta desde reinos bien fieles como España se imprimen libros libidinosos o con críticas manifiestas contra el clero.
--- ¿Desde España? --- pregunto el papa algo sorprendido. La verdad es que no había escuchado demasiado nada de lo que había dicho su interlocutor aquella mañana.
--- Si, santidad --- continuo el inquisidor, convencido de que se estaba ganando el cielo a base de ejercitar una paciencia infinita ---. En España mismo se ha publicado, por ejemplo, ese insultante Lazarillo de Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos --- y el inquisidor iba tornándose rojo a cada palabra, a cada silaba ---, y en particular hace burla de clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas burlas papales con un escarnio tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos tolerar.
--- El Lazarillo de Tormes --- repitió su santidad ---. ¿Tan popular se ha hecho ese libro?
--- Hasta cuatro impresiones diferentes hemos detectado el año pasado entre Amberes, Burgos, Medina del Campo y Alcalá. Hay que detener libros como este, santidad; hay que prohibirlos y quemarlos y alejar a los pecadores de ellos.
--- Supongo que tenéis razón --- respondió el papa al tiempo que bajaba la cabeza pensativo; hasta que, de pronto, parpadeo y, con curiosidad, pregunto ---: ¿Y quién ha escrito ese libro?
El gran inquisidor que había empezado a dibujar un semblante de satisfacción al obtener el permiso de su santidad para iniciar el proceso de creación del Índice de libros prohibidos, dejo de sonreír.
--- No lo sabemos. --- Y el inquisidor hizo una breve pausa ---. No lo sabemos aún, santidad, pero lo averiguaremos.
Apenas cuatro años después, en 1559, el Índex librorum prohibitorum fue oficial. En el ingreso el Lazarillo de Tormes; sin embargo, pese a todos los intentos de la Sagrada Inquisición, cuatrocientos cincuenta y tres años más tarde, seguimos sin saber quién fue su autor. Tras los inquisidores, con un espíritu opuesto, cargados de nobleza y ansia investigadora, llegaron los grandes estudios sobre literatura de los siglos XIX, XX y XXI y sus conclusiones: la atribución de la autoría del Lazarillo de Tormes a don Diego Hurtado de Mendoza parece ser una de las que mayores seguidores y pruebas tiene, y, en consecuencia, así lo he recreado en los párrafos iniciales de este capítulo.
No obstante, además de don Diego Hurtado de Mendoza, se ha considerado que el Lazarillo quizá pudo ser obra de un secretario erasmista del emperador Carlos V, o del mismísimo Fernando de Rojas, autor de La Celestina; o quizá del jerónimo fray Juan de Ortega o de Sebastián de Horozco o del dramaturgo Lope de Rueda o de Juan Maldonado, Gonzalo Pérez, Bartolomé Torres Naharro o hasta del humanista Luis Vives. La lista de posibles autores es casi interminable.
Siempre pensé que el que no se conociera quien es el autor de esta novela era una derrota de la literatura, pero cuando pienso en el gran inquisidor comprendo que el anonimato eterno de aquel escritor es, en realidad, una de las grandes victorias de la literatura universal. 



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