En calidad de turista en viaje de recreo y
descanso, llegó a estas tierras de México Mr. E. L. Winthrop.
Abandonó
las conocidas y trilladas rutas anunciadas y recomendadas a los visitantes
extranjeros por las agencias de turismo y se aventuró a conocer otras regiones.
Como
hacen tantos otros viajeros, a los pocos días de permanencia en estos rumbos ya
tenía bien forjada su opinión y, en su concepto, este extraño país salvaje no
había sido todavía bien explorado, misión gloriosa sobre la tierra reservada a
gente como él.
Y
así llegó un día a un pueblecito del estado de Oaxaca. Caminando por la
polvorienta calle principal en que nada se sabía acerca de pavimentos y drenaje
y en que las gentes se alumbraban con velas y ocotes, se encontró con un indio
sentado en cuclillas a la entrada de su jacal.
El
indio estaba ocupado haciendo canastitas de paja y otras fibras recogidas en
los campos tropicales que rodean el pueblo. El material que empleaba no sólo
estaba bien preparado, sino ricamente coloreado con tintes que el artesano
extraía de diversas plantas e insectos por procedimientos conocidos únicamente
por los miembros de su familia.
El
producto de esta pequeña industria no le bastaba para sostenerse. En realidad
vivía de lo que cosechaba en su milpita: tres y media hectáreas de suelo no muy
fértil, cuyos rendimientos se obtenían después de mucho sudor, trabajo y
constantes preocupaciones sobre la oportunidad de las lluvias y los rayos
solares. Hacía canastas cuando terminaba su quehacer en la milpa, para aumentar
sus pequeños ingresos.
Era
un humilde campesino, pero la belleza de sus canastitas ponían de manifiesto
las dotes artísticas que poseen casi todos estos indios. En cada una se
admiraban los más bellos diseños de flores, mariposas, pájaros, ardillas,
antílopes, tigres y una veintena más de animales habitantes de la selva. Lo
admirable era que aquella sinfonía de colores no estaba pintada sobre la
canasta, era parte de ella, pues las fibras teñidas de diferentes tonalidades estaban
entretejidas tan hábil y artísticamente, que los dibujos podían admirarse igual
en el interior que en el exterior de la cesta. Y aquellos adornos eran
producidos sin consultar ni seguir previamente dibujo alguno. Iban apareciendo
de su imaginación como por arte de magia, y mientras la pieza no estuviera
acabada nadie podía saber cómo quedaría.
Una
vez terminadas, servían para guardar la costura, como centros de mesa, o bien
para poner pequeños objetos y evitar que se extraviaran. Algunas señoras las convertían
en alhajeros o las llenaban con flores. Se podían utilizar de cien maneras.
AI
tener listas unas dos docenas de ellas, el indio las llevaba al pueblo los
sábados, que eran días de tianguis. Se ponía en camino a medianoche. Era dueño
de un burro, pero si éste se extraviaba en el campo, cosa frecuente, se veía
obligado a marchar a pie durante todo el camino. Ya en el mercado, había de
pagar un tostón de impuesto para tener derecho a vender.
Cada
canasta representaba para él alrededor de quince o veinte horas de trabajo
constante, sin incluir el tiempo que empleaba para recoger el bejuco y las
otras fibras, prepararlas, extraer los colorantes y teñirlas.
El
precio que pedía por ellas era ochenta centavos, equivalente más o menos a diez
centavos moneda americana. Pero raramente ocurría que el comprador pagara los
ochenta centavos, o sea los seis reales y medio como el indio decía. El
comprador en ciernes regateaba, diciendo al indio que era un pecado pedir
tanto. "¡Pero si no es más que petate que puede cogerse a montones en el
campo sin comprarlo!, y, además, ¿para qué sirve esa cháchara?, deberás quedar
agradecido si te doy treinta centavos por ella. Bueno, seré generoso y te daré
cuarenta, pero ni un centavo más. Tómalos o déjalos.
Así,
pues, en final de cuentas tenía que venderla por cuarenta centavos. Mas a la
hora de pagar, el cliente decía: "Válgame Dios, si sólo tengo treinta
centavos sueltos. ¿Qué hacemos? ¿Tienes cambio de un billete de cincuenta
pesos? Si puedes cambiarlo tendrás tus cuarenta fierros." Por supuesto, el
indio no puede cambiar el billete de cincuenta pesos, y la canastita es vendida
por treinta centavos.
El
canastero tenía muy escaso conocimiento del mundo exterior, si es que tenía
alguno, de otro modo hubiera sabido que lo que a él le ocurría pasaba a todas
horas del día con todos los artistas del mundo. De saberlo se hubiera sentido
orgulloso de pertenecer al pequeño ejército que constituye la sal de la tierra,
y gracias al cual el arte no ha desaparecido.
A
menudo no le era posible vender todas las canastas que llevaba al mercado,
porque en México, como en todas partes, la mayoría de la gente prefiere los
objetos que se fabrican en serie por millones y que son idénticos entre sí,
tanto que ni con la ayuda de un microscopio podría distinguírseles. Aquel indio
había hecho en su vida varios cientos de estas hermosas cestas, sin que ni dos
de ellas tuvieran diseños iguales. Cada una era una pieza de arte único, tan
diferente de otra como puede serlo un Murillo de un Renoir. Naturalmente,
no podía darse el lujo de regresar a su casa con las canastas no vendidas en el
mercado, así es que se dedicaba a ofrecerlas de puerta en puerta. Era recibido
como un mendigo y tenía que soportar insultos y palabras desagradables. Muchas
veces, después de un largo recorrido, alguna mujer se detenía para ofrecerle
veinte centavos, que después de muchos regateos aumentaría hasta veinticinco.
Otras,
tenía que conformarse con los veinte centavos, y el comprador, generalmente una
mujer, tomaba de entre sus manos la pequeña maravilla y la arrojaba
descuidadamente sobre la mesa más próxima y ante los ojos del indio como
significando: "Bueno, me quedo con esta chuchería sólo por caridad. Sé que
estoy desperdiciando el dinero, pero como buena cristiana no puedo ver morir de
hambre a un pobre indito, y más sabiendo que viene desde tan lejos." El
razonamiento le recuerda algo práctico, y deteniendo al indio le dice:
"¿De dónde eres, indito?. .. ¡Ah!, ¿sí? ¡Magnífico! ¿Conque de esa pequeña
aldea? Pues óyeme, ¿podrías traerme el próximo sábado tres guajolotes? Pero han
de ser bien gordos, pesados y mucho muy baratos. Si el precio no es
conveniente, ni siquiera los tocaré, porque de pagar el común y corriente los
compraría aquí y no te los encargaría. ¿Entiendes? Ahora, pues, ándale."
Sentado
en cuclillas a un lado de la puerta de su jacal, el indio trabajaba &in
prestar atención a la curiosidad de Mr. Winthrop; parecía no haberse percatado
de su presencia.
—¿Cuánto
querer por esa canasta, amigo? —dijo Mr. Winthrop en su mal español, sintiendo
la necesidad de hablar para no aparecer como un idiota.
—Ochenta
centavitos, patroncito; seis reales y medio —contestó el indio cortésmente.
—Muy
bien, yo comprar —dijo Mr. Winthrop en un tono y con un ademán semejante al que
hubiera hecho al comprar toda una empresa ferrocarrilera. Después, examinando
su adquisición, se dijo: "Yo sé a quién complaceré con esta linda
canastita, estoy seguro de que me recompensará con un beso. Quisiera saber cómo
la utilizará."
Había
esperado que le pidiera por lo menos cuatro o cinco pesos. Cuando se dio cuenta
de que el precio era tan bajo pensó inmediatamente en las grandes posibilidades
para hacer negocio que aquel miserable pueblecito indígena ofrecía para un
promotor dinámico como él.
—Amigo,
si yo comprar diez canastas, ¿qué precio usted dar a mí?
El
indio vaciló durante algunos momentos, como si calculara, y finalmente dijo:
—Si
compra usted diez se las daré a setenta centavos cada una, caballero.
—Muy
bien, amigo. Ahora, si yo comprar un ciento, ¿cuánto costar?
El
indio, sin mirar de lleno en ninguna ocasión al americano, y desprendiendo la
vista sólo de vez en cuando de su trabajo, dijo cortésmente y sin el menor
destello de entusiasmo:
—En
tal caso se las vendería por sesenta y cinco centavitos cada una.
Mr.
Winthrop compró dieciséis canastitas, todas las que el indio tenía en
existencia.
Después
de tres semanas de permanencia en la república, Mr. Winthrop no sólo estaba
convencido de conocer el país perfectamente, sino de haberlo visto todo, de
haber penetrado el carácter y costumbres de sus habitantes y de haberlo
explorado por completo. Así, pues, regresó al moderno y bueno
"Nuyorg" satisfecho de encontrarse nuevamente en un lugar civilizado.
Cuando
hubo despachado todos los asuntos que tenía pendientes, acumulados durante su
ausencia, ocurrió que un mediodía, cuando se encaminaba al restorán para tomar
un emparedado, pasó por una dulcería y al mirar lo que se exponía en los
aparadores recordó las canastitas que había comprado en aquel lejano
pueble-cito indígena.
Apresuradamente
fue a su casa, tomó todas las cestitas que le quedaban y se dirigió a una de
las más afamadas confiterías.
—Vengo
a ofrecerle —dijo Mr. Winthrop al confitero— las más artísticas y originales
cajitas, si así quiere llamarlas, y en las que podrá empacar los chocolates
finos y costosos para los regalos más elegantes. Véalas y dígame qué opina.
El
dueño de la dulcería las examinó y las encontró perfectamente adecuadas para cierta
línea de lujo, convencido de que en su negocio, que tan bien conocía, nunca se
había presentado estuche tan original, bonito y de buen gusto. Sin embargo,
evitó cuidadosamente expresar su entusiasmo hasta no enterarse del precio y de
asegurarse de obtener toda la existencia. Alzando los hombros dijo:
—Bueno,
en realidad no sé. Si me pregunta usted, le diré que no es esto exactamente lo
que busco. En cualquier forma podríamos probar; desde luego, todo depende del
precio. Debe usted saber que en nuestra línea, la envoltura no debe costar más
que el contenido.
—Ofrezca
usted —contestó Mr. Winthrop.
—¿Por
qué no me dice usted, en números redondos, cuánto quiere?
—Mire
usted, Mr. Kemple, toda vez que he sido yo el único hombre suficientemente
listo para descubrirlas y saber dónde pueden conseguirse, las venderé al mejor
postor. Comprenda usted que tengo razón.
—Sí,
sí, desde luego; pero tendré que consultar el asunto con mis socios. Véngame a
ver mañana a esta misma hora y le diré lo que hayamos decidido.
A
la mañana siguiente, cuando Mr. Winthrop entró en la oficina de Mr. Kemple,
éste último dijo:
—Hablando
francamente le diré que yo sé distinguir las obras de arte, y estas cestas son
realmente artísticas. En cualquier forma, nosotros no vendemos arte, usted lo
sabe bien, sino dulces, por lo tanto, considerando que sólo podremos
utilizarlas como envoltura de fantasía para nuestro mejor praliné francés, no
podremos pagar por ellas el precio de un objeto de arte. Eso debe usted
comprenderlo, señor. .. ¿Cómo dijo que se llamaba? ¡Ah!, sí, Mr. Winthrop. Pues
bien, Mr. Winthrop, para mí solamente son una envoltura de alta calidad, hecha
a mano, pero envoltura al fin. Y ahora le diré cuál es nuestra oferta, ya sabrá
si aceptarla o no. Lo más que pagaremos por ellas será un dólar y cuarto por
cada una y ni un centavo más. ¿Qué le parece?
Mr.
Winthrop hizo un gesto como si le hubieran golpeado la cabeza.
El
confitero, interpretando mal el gesto de Mr. Winthrop, dijo rápidamente:
—Bueno,
bueno, no hay razón para disgustarse. Tai vez podamos mejorarla un poco,
digamos uno cincuenta la pieza.
—Que
sea uno setenta y cinco —dijo Mr. Winthrop respirando profundamente y
enjugándose el sudor de la frente.
—Vendidas.
Uno setenta y cinco puestas en el puerto de Nueva Cork. Yo pagaré los derechos
al recibirlas y usted el embarque. ¿Aceptado?
—Aceptado
—contestó Mr. Winthrop cerrando el trato.
—Hay
una condición —agregó el confitero cuando Mr. Winthrop se disponía a salir—.
Uno o dos cientos no nos servirían de nada, ni siquiera pagarían el anuncio. Lo
menos que puede usted entregar son diez mil, o mil docenas si le parece mejor.
Y, además, deben ser, por lo menos, en veinte dibujos diferentes.
—Puedo
asegurarle que las puedo surtir en sesenta dibujos diferentes.
—Perfectamente.
Y ¿está usted seguro que podrá entregar las diez mil en octubre?
—Absolutamente
seguro —dijo Mr. Winthrop, y firmó el contrato.
Mr.
Winthrop emprendió el viaje de regreso al pueblecito para obtener las doce mil
canastas.
Durante
todo el vuelo sostuvo una libreta en la mano izquierda, su lápiz en la derecha
y escribió cifras y más cifras, largas columnas de números, para determinar
exactamente qué tan rico sería cuando realizara el negocio. Hablaba solo y se
contestaba, tanto que sus compañeros de viaje le creyeron trastornado.
"Tan
pronto como llegue al pueblo —decía para sí—, conseguiré a algún paisano mío
que se encuentre muy bruja y a quien le pagaré ochenta, bueno, diremos cien
pesos a la semana. Lo mandaré a ese miserable pueblecito para que establezca en
él su cuartel general y se encargue de vigilar la producción y de hacer el
empaque y el embarque. No tendremos pérdidas por roturas ni por extravío.
¡Bonito, lindo negocio éste! Las cestas, prácticamente no pesan, así es que el
embarque costará cualquier cosa, diremos cinco centavos pieza cuando mucho. Y
por lo que yo sé no hay que pagar derechos especiales sobre ellas, pero si los
hubiere no pasarían de cinco centavos tampoco, y éstos los paga el comprador;
asi, pues, ¿cuánto llevo?...
"Aquel
indio tonto que no sabe ni lo que tiene me ofreció un ciento a sesenta y cinco
centavos la pieza. No le diré en seguida que quiero doce mil para que no se
avorace y conciba ideas raras y trate de elevar el precio. Bueno, ya veremos;
un trato es un trato aún en esta república dejada de la mano de Dios.
¡República! ¡hum!... y ni siquiera hay agua en los lavabos durante la noche.
República... Bueno, después de todo yo no soy su presidente. Tal vez pueda
lograr que rebaje cinco centavos más en el precio y que éste quede en sesenta
centavos. De cualquier modo y para no calcular mal diremos que el precio es de
sesenta y cinco centavos, esto es, sesenta y cinco centavos moneda mexicana.
Veamos... ¡Diablo! ¿dónde está ese maldito lápiz?... Aquí... Bueno, el peso
está en relación con el dólar a ocho y medio por uno, por lo tanto, sesenta y
cinco centavos equivalen más o menos a ocho centavos de dinero de verdad. A eso
debemos agregar cinco centavos por empaque y embarque, más, digamos diez
centavos por gastos de administración, lo que será más que suficiente para
pagar aquí y allá algo de extras. Quizás al empleado de correos y allá al
agente del express para que active la expedición rápida y preferente.
"Ahora
agreguemos otros cinco centavos para gastos imprevistos, y así estaremos
completamente a salvo. Sumando todo ello.. . ¡Mal rayo! ¿Dónde está otra vez
ese maldito lápiz?. .. ¡Vaya, aquí está!. .. La orden es por mil docenas.
¡Magnífico! Me quedan alrededor de veinte mil dólares limpiecitos. Veinte mil
del alma para el bolsillo de un humilde servidor. ¡Caramba, sería capaz de
besarlos! Después de todo, esta república no está tan atrasada como parece. En
realidad es un gran país. Admirable. Se puede hacer dinero en esta tierra.
Montones de dinero, siempre que se trate de tipos tan listos como yo."
Con
la cabeza llena de humo llegó por la tarde al pueblecito de Oaxaca. Encontró a
su amigo indio sentado en el pórtico de su jacalito, en la misma postura en que
lo dejara. Tal parecía que no se había movido de su lugar desde que Mr.
Winthrop abandonara el pueblo para volver a Nueva York.
—¿Cómo
está usted, amigo? —saludó el americano con una amplia sonrisa en los labios.
El
indio se levantó, se quitó el sombrero e, inclinándose cortésmente, dijo con
voz suave:
—Bienvenido,
patroncito, muy buenas tardes; ya sabe que puede usted disponer de mí y de esta
su casa.
Volvió
a inclinarse y se sentó, excusándose por hacerlo:
—Perdóneme,
patroncito, pero tengo que aprovechar la luz del día y muy pronto caerá la
noche. —Yo ofrecer usted un grande negocio, amigo. —Buena noticia, señor. Mr.
Winthrop dijo para sí:
—Ahora
saltará de gusto cuando se entere de lo que se trata. Este pobre mendigo
vestido de harapos jamás ha visto, ni siquiera ha oído, hablar de tanto dinero
como el que le voy a ofrecer. —Y hablando en voz alta dijo—: ¿Usted poder hacer
mil de esas canastas?
—¿Por
qué no, patroncito? Si puedo hacer veinte, también podré hacer mil.
—Tiene
razón, amigo. Y cinco mil, ¿poder hacer? —Por supuesto. Si hago mil, podré
hacer cinco mil. —¡Magnífico! ¡Wonderful! Si yo pedir usted hacer doce mil,
¿cuál ser último precio? Usted poder hacer doce mil, ¿verdad?
—Desde
luego, señor. Podré hacer tantas como usted quiera. Porque, verá usted, yo soy
experto en este trabajo, nadie en todo el estado puede hacerlas como yo.
—Eso
es exactamente que yo pensar. Por eso venir proponerle gran negocio. —Gracias
por el honor, patroncito. —¿Cuánto tiempo usted tardar?
El
indio, sin interrumpir su trabajo, inclinó la cabeza para un lado, primero;
después, para el otro, tal como si calculara los días o semanas que tendría que
emplear para hacer las cestas. Después de algunos minutos dijo lentamente:
—Necesitaré bastante tiempo para hacer tantas canastas, patroncito. Verá usted,
el petate y las otras fibras necesitan estar bien secas antes de usarse. En
tanto se secan hay que darles un tratamiento especial para evitar que pierdan
su suavidad, su flexibilidad y brillo. Aun cuando estén secas, deben guardar
sus cualidades naturales, pues de otro modo parecerían muertas y quebradizas.
Mientras se secan, yo busco las plantas, raíces, cortezas e insectos de los
cuales saco los tintes. Y para ello se necesita mucho tiempo también, créame
usted. Además, para recogerlas hay que esperar a que la luna se encuentre en
posición buena, pues en caso contrario no darán el color deseado. También las
cochinillas y demás insectos deben reunirse en tiempo oportuno para evitar que
en vez de tinte produzcan polvo. Pero, desde luego, jefecito, que yo puedo
hacer tantas de estas canastitas como usted quiera. Puedo hacer hasta tres
docenas si usted lo desea, nada más deme usted el tiempo necesario.
—¿Tres
docenas?. .. ¿Tres docenas? —exclamó Mr. Winthrop gritando y levantando
desesperado sus brazos al cielo—. ¿Tres docenas? —repitió, como si para
comprender tuviera que decirlo varias veces, pues por un momento creyó estar
soñando. Había esperado que el indio saltara de contento al enterarse que
podría vender doce mil canastas a un solo cliente, sin tener necesidad de ir de
puerta en puerta y ser tratado como un perro roñoso. Mr. Winthrop había visto
cómo algunos vendedores de automóviles se volvían locos y bailaban como ningún
indio lo hace, ni durante una ceremonia religiosa, cuando alguien les compraba
en dinero contante y sonante diez carros de una vez.
A
pesar de la claridad con que el indio había hablado, él creyó no haber oído
bien cuando aquél dijo necesitar dos largos meses para hacer tres docenas.
Buscó
la manera de hacer comprender al indio lo que deseaba y el mucho dinero que el
pobre hombre podría ganar cuando hubiera entendido la cantidad que deseaba
comprarle.
Así,
pues, esgrimió nuevamente el argumento del precio para despertar la ambición
del indio.
—Usted
decir si yo llevar cien canastas, usted dar por sesenta y cinco centavos.
¿Cierto, amigo? —Es lo cierto, jefecito.
—Bien,
si yo querer mil, ¿cuánto costar cada una? Aquello era más de lo que el indio
podía calcular. Se confundió y, por primera vez desde que Mr. Winthrop llegara,
interrumpió su trabajo y reflexionó. Varias veces movió la cabeza y miró en
rededor como en demanda de ayuda. Finalmente dijo:
—Perdóneme,
jefecito, pero eso es demasiado; necesito pensar en ello toda la noche. Mañana,
si puede usted honrarme, vuelva y le daré mi respuesta, patroncito.
Cuando
Mr. Winthrop volvió al día siguiente, encontró al indio como de costumbre,
sentado en cuclillas bajo el techo de palma del pórtico, trabajando en sus
canastas.
—¿Ya
calcular usted precio por mil? —le preguntó en cuanto llegó, sin tomarse el
trabajo de dar los buenos días.
—Si,
patroncito. Buenos días tenga su merced. Ya tengo listo el precio, y créame que
me ha costado mucho trabajo, pues no deseo engañarlo ni hacerle perder el
dinero que usted gana honestamente...
—Sin
rodeos, amigo. ¿Cuánto? ¿Cuál ser el precio? —preguntó Mr. Winthrop
nerviosamente.
—El
precio, bien calculado y sin equivocaciones de mi parte, es el siguiente: Si
tengo que hacer mil canastitas, cada una costará cuatro pesos; si tengo que
hacer cinco mil, cada una costará nueve pesos, y si tengo que hacer diez mil,
entonces no podrán valer menos de quince pesos cada una. Y repito que no me he
equivocado.
Una
vez dicho esto volvió a su trabajo, como si te-miera perder demasiado tiempo
hablando.
Mr.
Winthrop pensó que, tal vez debido a sus pocos conocimientos de aquel idioma
extraño, comprendía mal.
—¿Usted
decir costar quince pesos cada canasta si yo comprar diez mil?
—Eso
es, exactamente, y sin lugar a equivocación, lo que he dicho, patroncito
—contestó el indio cortés y suavemente.
—Usted
no poder hacer eso, yo ser su amigo. . . —Sí, patroncito, ya lo sé y no dudo de
sus palabras. —Bueno, yo tener paciencia y discutir despacio. Usted decir yo
comprar un ciento, costar sesenta y cinco centavos cada una.
—Sí,
jefecito, eso es lo que dije. Si compra usted cien se las daré por sesenta y
cinco centavitos la pieza, suponiendo que tuviera yo cien, que no tengo.
—Sí,
sí, yo saber —Mr. Winthrop sentía volverse loco en cualquier momento—. Bien, yo
no comprender por qué no poder venderme doce mil mismo precio. No querer
regatear, pero no comprender usted subir precio terrible cuando yo comprar más
de cien.
—Bueno,
patroncito, ¿qué es lo que usted no comprende? La cosa es bien sencilla. Mil
canastitas me cuestan cien veces más trabajo que una docena y doce mil toman
tanto tiempo y trabajo que no podría terminarlas ni en un siglo. Cualquier
persona sensata y honesta puede verlo claramente. Claro que, si la persona no
es ni sensata ni honesta, no podrá comprender las cosas en la misma forma en
que nosotros aquí las entendemos. Para mil canastitas se necesita mucho más
petate que para cien, así como mayor cantidad de plantas, raíces, cortezas y
cochinillas para pintarlas. No es nada más meterse en la maleza y recoger las
cosas necesarias. Una raíz con el buen tinte violeta, puede costarme cuatro o
cinco días de búsqueda en la selva. Y, posiblemente, usted no tiene idea del
tiempo necesario para preparar las fibras. Pero hay algo más importante: Si yo me
dedico a hacer todas esas canastas, ¿quién cuidará de la milpa y de mis
cabras?, ¿quién cazará los conejitos para tener carne en domingo? Si no cosecho
maíz, no tendré tortillas; si no cuido mis tierritas, no tendré frijoles, y
entonces ¿qué comeremos?
—Yo
darle mucho dinero por sus canastas, usted poder comprar todo el maíz y frijol
y mucho, mucho más.
—Eso
es lo que usted cree, patroncito. Pero mire: de la cosecha del maíz que yo
siembro puedo estar seguro, pero del que cultivan otros es difícil. Supongamos
que todos los otros indios se dedican, como yo, a hacer canastas; entonces
¿quién cuida el maíz y el frijol? Entonces tendremos que morir por falta de
alimento.
—¿Usted
no tener algunos parientes aquí? —dijo Mr. Winthrop desesperado al ver cómo se
iban esfumando uno a uno sus veinte mil dólares.
—Casi
todos los habitantes del pueblo son mis parientes. Tengo bastantes.
—¿No
poder ellos cuidar su milpa y sus animales y usted hacer canastas para mí?
—Podrían
hacerlo, patroncito; pero ¿quién cuidará entonces de las suyas y de sus cabras,
si ellos se dedican a cuidar las mías? Y si les pido que me ayuden a hacer
canastas para terminar más pronto, el resultado es el mismo. Nadie trabajaría
las milpas, y el maíz y el frijol se pondrían por las nubes y no podríamos
comprarlos y moriríamos. Todas las cosas que necesitamos para vivir costarían
tanto que me sería imposible, vendiendo las canastitas a sesenta y cinco
centavos cada una, comprar siquiera un grano de sal por ese precio. Ahora
comprenderá usted, jefecito, por qué me es imposible vender las canastas a
menos de quince pesos cada una.
Mr.
Winthrop estaba a punto de estallar, pero no quiso rendirse. Habló y regateó
con el indio durante horas enteras, tratando de hacerle comprender cuan rico
podría ser si aprovechaba la gran oportunidad de su vida.
—Piense
usted, hombre, oportunidad maravillosa. Fue desprendiendo una por una las hojas
de su libreta de apuntes llenas de números, tratando de demostrar al pobre
campesino que llegaría a ser el hombre más rico de la comarca.
—Usted
saber; realmente, usted poder tener un rollo de billetes así, con ocho mil
pesos. ¿Usted comprender, amigo?
El
indio, sin contestar, miró todas aquellas notas y cifras y vio con expresión de
verdadero asombro cómo Mr. Winthrop escribía con toda rapidez números y más
números, multiplicando y sustrayendo, y aquello parecióle un milagro.
Descubriendo
un entusiasmo creciente en la mirada del indio, Mr. Winthrop malinterpretó su
pensamiento y dijo:
—Allí
tener usted, amigo; ésta ser cantidad usted tener si acepta el trato. Siete mil
y ochocientos brillantes pesos de plata, y no creer yo soy
tacaño, yo dar usted más cuando negocio terminado, yo regalar usted mil
doscientos pesos más. Usted tener nueve mil pesos.
El
indio, sin embargo, no pensaba en los miles de pesos; suma semejante carecía de
sentido para él. Lo que le había interesado era la habilidad de Mr. Winthrop
para escribir cifras con la rapidez de un relámpago. Esto era lo que lo tenía
maravillado.
—Y
ahora, ¿qué decir, amigo? ¿Ser buena mi proposición, no? Diga sí, y yo darle un
adelanto de quinientos pesos, luego, luego.
—Como
dije a usted antes, patroncito, el precio es aún de quince pesos cada una.
—Pero hombre —dijo a gritos Mr. Winthrop—, this is the same
price. .., quiero decir, ser mismo precio ... have you been on
the moon... en la luna ... all the time?
—Mire,
jefecito —dijo el indio sin alterarse—, es el mismo precio porque no puedo
darle otro. Además, señor, hay algo que usted ignora. Tengo que hacer esas
canastitas a mi manera, con canciones y trocitos de mi propia alma Si me veo
obligado a hacerlas por millares, no podré tener un pedazo del alma en cada
una, ni podré poner en ellas mis canciones. Resultarían todas iguales, y eso
acabaría por devorarme el corazón pedazo por pedazo. Cada una de ellas debe
encerrar un trozo distinto, un cantar único de los que escucho al amanecer,
cuando los pájaros comienzan a gorjear y las mariposas vienen a posarse en mis
canastitas y a enseñarme los lindos colores de sus alitas para que yo me inspire.
Y ellas se acercan porque gustan también de los bellos tonos que mis canastitas
lucen. Y ahora, jefecito, perdóneme, pero he perdido ya mucho tiempo, aun
cuando ha sido un gran honor y he tenido mucho placer al escuchar la plática de
un caballero tan distinguido como usted, pero pasado mañana es día de plaza en
el pueblo y tengo que acabar las cestas para llevarlas allá. Le agradezco mucho
su visita. Adiosito.
Una
vez de regreso en Nueva York, Mr. Whinthrop, que sufría de alta presión
arterial, penetró como huracán en la oficina privada del confitero, a quien
externó sus motivos para deshacer el contrato explicándole furioso:
—¡Al
diablo con esos condenados indios; no comprenden nada, no se puede tratar
negocio alguno con ellos! ¡Créame! No tienen remedio ni ellos ni ese su país
tan raro. Lo que me sorprende es que vivan, que puedan seguir viviendo en
semejantes condiciones. No hay esperanzas para ellos, ni las habrá en muchos
siglos, de veras, yo sé de qué hablo.
Nueva
York no fue, pues, saturada de estas bellas y excelentes obras de arte, y así
se evitó que en los botes de basura americanos aparecieran, sucias y
despreciadas, las policromadas canastitas tejidas con poemas no cantados, con
pedacitos de alma y gotas de sangre del corazón de un indio mexicano.
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