Al
hermano Fernando de la Fuente, misionero en África, cuyo espíritu anima esta Historia
La adivina del mercado
A
una orden del guía, Michael Mushaha, la caravana de elefantes se detuvo. Empezaba
el calor sofocante del mediodía, cuando las bestias de la vasta reserva natural
descansaban. La vida se detenía por unas horas, la tierra africana se convertía
en un infierno de lava ardiente y hasta las hienas y los buitres buscaban sombra.
Alexander Cold y Nadia Santos montaban un elefante macho caprichoso de nombre
Kobi. El animal le había tomado cariño a Nadia, porque en esos días ella había
hecho el esfuerzo de aprender los fundamentos de la lengua de los elefantes y de
comunicarse con él. Durante los largos paseos le contaba de su país, Brasil,
una tierra lejana donde no había criaturas tan grandes como él, salvo unas antiguas
bestias fabulosas ocultas en el impenetrable corazón de las montañas de América.
Kobi apreciaba a Nadia tanto como detestaba a Alexander y no perdía ocasión de
demostrar ambos sentimientos. Las cinco toneladas de músculo y grasa de Kobi se
detuvieron en un pequeño oasis, bajo unos árboles polvorientos, alimentados por
un charco de agua color té con leche. Alexander había cultivado un arte propio
para tirarse al suelo desde tres metros de altura sin machucarse demasiado,
porque en los cinco días de safari todavía no conseguía colaboración del
animal. No se dio cuenta de que Kobi se había colocado de tal manera, que al
caer aterrizó en el charco, hundiéndose hasta las rodillas. Borobá, el monito
negro de Nadia, le brincó encima. Al intentar desprenderse del mono, perdió el
equilibrio y cayó sentado. Soltó una maldición entre dientes, se sacudió a
Borobá y se puso de pie con dificultad, porque no veía nada, sus lentes
chorreaban agua sucia. Estaba buscando un trozo limpio de su camiseta para
limpiarlos, cuando recibió un trompazo en la espalda, que lo tiró de bruces.
Kobi aguardó que se levantara para dar media vuelta y colocar su monumental
trasero en posición, luego soltó una estruendosa ventosidad frente a la cara
del muchacho. Un coro de carcajadas de los otros miembros de la expedición
celebró la broma. Nadia no tenía prisa en descender, prefirió esperar a que
Kobi la ayudara a llegar a tierra firme con dignidad. Pisó la rodilla que él le
ofreció, se apoyó en su trompa y llegó al suelo con liviandad de bailarina. El
elefante no tenía esas consideraciones con nadie más, ni siquiera con Michael
Mushaha, por quien sentía respeto, pero no afecto. Era una bestia con principios
claros. Una cosa era pasear turistas sobre su lomo, un trabajo como cualquier otro,
por el cual era remunerado con excelente comida y baños de barro, y otra muy
diferente era hacer trucos de circo por un puñado de maní. Le gustaba el maní,
no podía negarlo, pero más placer le daba atormentar a personas como Alexander.
¿Por qué le caía mal? No estaba seguro, era una cuestión de piel. Le molestaba
que estuviera siempre cerca de Nadia. Había trece animales en la manada, pero
él tenía que montar con la chica; era muy poco delicado de su parte entrometerse
de ese modo entre Nadia y él. ¿No se daba cuenta de que ellos necesitaban
privacidad para conversar? Un buen trompazo y algo de viento fétido de vez en
cuando era lo menos que ese tipo merecía. Kobi lanzó un largo soplido cuando
Nadia pisó tierra firme y le agradeció plantándole un beso en la trompa. Esa
muchacha tenía buenos modales, jamás lo humillaba ofreciéndole maní.
—Ese
elefante está enamorado de Nadia —se burló Kate Cold. A Borobá no le gustó el
cariz que había tomado la relación de Kobi con su ama. Observaba, bastante
preocupado. El interés de Nadia por aprender el idioma de los paquidermos podía
tener peligrosas consecuencias para él. ¿No estaría pensando cambiar de
mascota? Tal vez había llegado la hora de fingirse enfermo para recuperar la
completa atención de su ama, pero temía que lo dejara en el campamento y
perderse los estupendos paseos por la reserva. Ésta era su única oportunidad de
ver a los animales salvajes y, por otra parte, no convenía apartar la vista de
su rival. Se instaló en el hombro de Nadia, dejando bien establecido su derecho,
y desde allí amenazó al elefante con un puño.
—Y
este mono está celoso —agregó Kate.
La
vieja escritora estaba acostumbrada a los cambios de humor de Borobá, porque
compartía el mismo techo con él desde hacía casi dos años. Era como tener un
hombrecito peludo en su apartamento. Así fue desde el principio, porque Nadia
sólo aceptó irse a Nueva York a estudiar y vivir con ella si llevaba a Borobá. Nunca
se separaban. Estaban tan apegados que consiguieron un permiso especial para
que pudiera ir a la escuela con ella. Era el único mono en la historia del sistema
educativo de la ciudad que acudía a clases regularmente. A Kate no le extrañaría
que supiera leer. Tenía pesadillas en las que Borobá, sentado en el sofá con
lentes y un vaso de brandy en la mano, leía la sección económica del periódico.
Kate
observó al extraño trío que formaban Alexander, Nadia y Borobá. El mono, que
sentía celos de cualquier criatura que se aproximara a su ama, al principio aceptó
a Alexander como un mal inevitable y con el tiempo le tomó cariño. Tal vez se
dio cuenta de que en ese caso no le convenía plantear a Nadia el ultimátum de «o
él o yo», como solía hacer. Quién sabe a cuál de los dos ella hubiera escogido.
Kate pensó que ambos jóvenes habían cambiado mucho en ese año. Nadia cumpliría
quince años y su nieto dieciocho, ya tenía el porte físico y la seriedad de los
adultos.
También
Nadia y Alexander tenían conciencia de los cambios. Durante las obligadas
separaciones se comunicaban con una tenacidad demente por correo electrónico.
Se les iba la vida tecleando ante la computadora en un diálogo inacabable, en
el cual compartían desde los detalles más aburridos de sus rutinas, hasta los
tormentos filosóficos propios de la adolescencia. Se enviaban fotografías con
frecuencia, pero eso no los preparó para la sorpresa que se llevaron al verse cara
a cara y comprobar cuánto habían crecido. Alexander dio un estirón de potrillo
y alcanzó la altura de su padre. Sus facciones se habían definido y en los últimos
meses debía afeitarse a diario. Por su parte Nadia ya no era la criatura esmirriada
con plumas de loro ensartadas en una oreja que él conociera en el Amazonas unos
años antes; ahora podía adivinarse la mujer que sería dentro de poco. La abuela
y los dos jóvenes se encontraban en el corazón de África, en el primer safari
en elefante que existía para turistas. La idea nació de Michael Mushaha, un naturalista
africano graduado en Londres, a quien se le ocurrió que ésa era la mejor forma
de acercarse a la fauna salvaje. Los elefantes africanos no se domesticaban
fácilmente, como los de la India y otros lugares del mundo, pero con paciencia
y prudencia, Michael lo había logrado. En el folleto publicitario lo explicaba
en pocas frases: «Los elefantes son parte del entorno y su presencia no aleja a
otras bestias; no necesitan gasolina ni camino, no contaminan el aire, no llaman
la atención».
Cuando
Kate Cold fue comisionada para escribir un artículo al respecto, Alexander y
Nadia estaban con ella en Tunkhala, la capital del Reino del Dragón de Oro.
Habían sido invitados por el rey Dil Bahadur y su esposa, Pema, a conocer a su
primer hijo y asistir a la inauguración de la nueva estatua del dragón. La original,
destruida en una explosión, fue reemplazada por otra idéntica, que fabricó un
joyero amigo de Kate.
Por
primera vez el pueblo de aquel reino del Himalaya tenía ocasión de ver el misterioso
objeto de leyenda, al cual antes sólo tenía acceso el monarca coronado. Dil
Bahadur decidió exponer la estatua de oro y piedras preciosas en una sala del palacio
real, por donde desfiló la gente a admirarla y depositar sus ofrendas de flores
e incienso. Era un espectáculo magnífico. El dragón, colocado sobre una base de
madera policromada, brillaba en la luz de cien lámparas. Cuatro soldados, vestidos
con los antiguos uniformes de gala, con sus sombreros de piel y penachos de
plumas, montaban guardia con lanzas decorativas. Dil Bahadur no permitió que se
ofendiera al pueblo con un despliegue de medidas de seguridad. Acababa de
terminar la ceremonia oficial para develar la estatua cuando le avisaron a Kate
Cold que había una llamada para ella de Estados Unidos. El sistema telefónico
del país era anticuado y las comunicaciones internacionales resultaban un lío,
pero después de mucho gritar y repetir, el editor de la revista
International
Geographic consiguió que la escritora comprendiera la naturaleza de su próximo
trabajo. Debía partir para África de inmediato.
—Tendré
que llevar a mi nieto y su amiga Nadia, que están aquí conmigo — explicó ella.
—¡La
revista no paga sus gastos, Kate! —replicó el editor desde una distancia sideral.
—¡Entonces
no voy! —chilló ella de vuelta.
Y
así fue como días más tarde llegó a África con los chicos y allí se reunió con los
dos fotógrafos que siempre trabajaban con ella, el inglés Timothy Bruce y el latinoamericano
Joel González. La escritora había prometido no volver a viajar con su nieto y
con Nadia, que le habían hecho pasar bastante susto en dos viajes anteriores,
pero pensó que un paseo turístico por África no presentaba peligro alguno. Un empleado de Michael Mushaha recibió a los
miembros de la expedición cuando aterrizaron en la capital de Kenya. Les dio la
bienvenida y los llevó al hotel para que descansaran, porque el viaje había
sido matador: tomaron cuatro aviones, cruzaron tres continentes y volaron miles
de millas. Al día siguiente se levantaron temprano y partieron a dar una vuelta
por la ciudad, visitar un museo y el mercado, antes de embarcarse en la
avioneta que los conduciría al safari.
El
mercado se encontraba en un barrio popular, en medio de una vegetación lujuriosa.
Las callejuelas sin pavimentar estaban atiborradas de gente y vehículos: motocicletas
con tres y cuatro personas encima, autobuses destartalados, carretones tirados
a mano. Los más variados productos de la tierra, del mar y de la creatividad humana
se ofrecían allí, desde cuernos de rinoceronte y peces dorados del Nilo hasta
contrabando de armas. Los miembros del grupo se separaron, con el compromiso de
juntarse al cabo de una hora en una determinada esquina. Era más fácil decirlo
que cumplirlo, porque en el tumulto y el bochinche no había cómo ubicarse.
Temiendo que Nadia se perdiera o la atropellaran, Alexander la tomó de la mano
y partieron juntos. El mercado presentaba una muestra de la variedad de razas y
culturas africanas: nómadas del desierto; esbeltos jinetes en sus caballos
engalanados; musulmanes con elaborados turbantes y medio rostro tapado; mujeres
de ojos ardientes con dibujos azules tatuados en la cara; pastores desnudos con
los cuerpos decorados con barro rojo y tiza blanca. Centenares de niños
correteaban descalzos entre jaurías de perros. Las mujeres eran un espectáculo:
unas lucían vistosos pañuelos almidonados en la cabeza, que de lejos parecían
las velas de un barco, otras iban con el cráneo afeitado y collares de cuentas
desde los hombros hasta la barbilla; unas se envolvían en metros y metros de
tela de brillantes colores, otras iban casi desnudas. Llenaban el aire un
incesante parloteo en varias lenguas, música, risas, bocinazos, lamentos de
animales que mataban allí mismo. La sangre chorreaba de las mesas de los
carniceros y desaparecía en el polvo del suelo, mientras negros gallinazos
volaban a poca altura, listos para atrapar las vísceras. Alexander y Nadia
paseaban maravillados por aquella fiesta de color, deteniéndose para regatear
el precio de una pulsera de vidrio, saborear un pastel de maíz o tomar una foto
con la cámara automática ordinaria que habían comprado a última hora en el
aeropuerto. De pronto se estrellaron de narices contra un avestruz, que estaba
atado por las patas aguardando su suerte. El animal —mucho más alto, fuerte y
bravo de lo imaginado— los observó desde arriba con infinito desdén y sin
previo aviso dobló el largo cuello y dirigió un picotazo a Borobá, quien iba
sobre la cabeza de Alexander, aferrado firmemente a sus orejas. El mono alcanzó
a esquivar el golpe mortal y se puso a chillar como un demente. El avestruz,
batiendo sus cortas alas, arremetió contra ellos hasta donde alcanzaba la
cuerda que lo retenía. Por casualidad Joel González apareció en ese instante y
pudo plasmar con su cámara la expresión de espanto de Alexander y del mono,
mientras Nadia los defendía a manotazos del inesperado atacante. —¡Esta foto
aparecerá en la tapa de la revista! —exclamó Joel. Huyendo del altanero avestruz, Nadia y Alexander
doblaron una esquina y se encontraron de súbito en el sector del mercado destinado
a la brujería. Había hechiceros de magia buena y de magia mala, adivinos,
fetichistas, curanderos, envenenadores, exorcistas, sacerdotes de vudú, que
ofrecían sus servicios a los clientes bajo unos toldos sujetos por cuatro palos,
para protegerse del sol. Provenían de centenares de tribus y practicaban
diversos cultos. Sin soltarse las manos, los amigos recorrieron las callecitas,
deteniéndose ante animalejos en frascos de alcohol y reptiles disecados;
amuletos contra el mal ojo y el mal de amor; hierbas, lociones y bálsamos
medicinales para curar las enfermedades del cuerpo y del alma; polvos de soñar,
de olvidar, de resucitar; animales vivos para sacrificios; collares de
protección contra la envidia y la codicia; tinta de sangre para escribir a los
muertos y, en fin, un arsenal inmenso de objetos fantásticos para paliar el
miedo de vivir.
Nadia
había visto ceremonias de vudú en Brasil y estaba más o menos familiarizada con
sus símbolos, pero para Alexander esa zona del mercado era un mundo fascinante.
Se detuvieron ante un puesto diferente a los otros, un techo cónico de paja,
del cual colgaban unas cortinas de plástico. Alexander se inclinó para ver qué
había adentro y dos manos poderosas lo agarraron de la ropa y lo halaron hacia
el interior.
Una
mujer enorme estaba sentada en el suelo bajo la techumbre. Era una montaña de
carne coronada por un gran pañuelo color turquesa en la cabeza.
Vestía
de amarillo y azul, con el pecho cubierto de collares de cuentas multicolores.
Se presentó como mensajera entre el mundo de los espíritus y el mundo material,
adivina y sacerdotisa vudú. En el suelo había una tela pintada con dibujos en
blanco y negro; la rodeaban varias figuras de dioses o demonios en madera,
algunos mojados con sangre fresca de animales sacrificados, otros llenos de
clavos, junto a los cuales se veían ofrendas de frutas, cereales, flores y
dinero. La mujer fumaba unas hojas negras enrolladas como un cilindro, cuyo
humo espeso hizo lagrimear a los jóvenes. Alexander trató de soltarse de las
manos que lo inmovilizaban, pero ella lo fijó con sus ojos protuberantes, al
tiempo que lanzaba un rugido profundo. El muchacho reconoció la voz de su
animal totémico, la que oía en trance y emitía cuando adoptaba su forma.
—¡Es
el jaguar negro! —exclamó Nadia a su lado. La sacerdotisa obligó al chico
americano a sentarse frente a ella, sacó del escote una bolsa de cuero muy
gastado y vació su contenido sobre la tela pintada. Eran unas conchas blancas,
pulidas por el uso. Empezó a mascullar algo en su idioma, sin soltar el
cigarro, que sujetaba con los dientes.
—Anglais?
English? —preguntó Alexander.
—Vienes
de otra parte, de lejos. ¿Qué quieres de Ma Bangesé? —replicó ella, haciéndose
entender en una mezcla de inglés y vocablos africanos.
Alexander
se encogió de hombros y sonrió nervioso, mirando de reojo a Nadia, a ver si
ella entendía lo que estaba sucediendo. La muchacha sacó del bolsillo un par de
billetes y los colocó en una de las calabazas, donde estaban las ofertas de dinero.
—Ma
Bangesé puede leer tu corazón —dijo la mujerona, dirigiéndose a
Alexander.
—¿Qué hay en mi corazón?
—Buscas
medicina para curar a una mujer —dijo ella.
—Mi
madre ya no está enferma, su cáncer está en remisión... —murmuró Alexander,
asustado, sin comprender cómo una hechicera de un mercado en África sabía sobre
Lisa.
—De
todos modos, tienes miedo por ella —dijo Ma Bangesé. Agitó las conchas en una
mano y las hizo rodar como dados—. No eres dueño de la vida o de la muerte de
esa mujer —agregó.
—¿Vivirá?
—preguntó Alexander, ansioso.
—Si
regresas, vivirá. Si no regresas, morirá de tristeza, pero no de enfermedad.
—¡Por
supuesto que volveré a mi casa! —exclamó el joven.
—No
es seguro. Hay mucho peligro, pero eres valiente. Deberás usar tu valor, de
otro modo morirás y esta niña morirá contigo —declamó la mujer señalando a Nadia.
—¿Qué
significa eso? —preguntó Alexander.
—Se
puede hacer daño y se puede hacer el bien. No hay recompensa por hacer el bien,
sólo satisfacción en tu alma. A veces hay que pelear. Tú tendrás que decidir.
—¿Qué
debo hacer?
—Mama
Bangesé sólo ve el corazón, no puede mostrar el camino.—Y volviéndose hacia
Nadia, quien se había sentado junto a Alexander, le puso un dedo en la frente,
entre los ojos—. Tú eres mágica y tienes visión de pájaro, ves desde arriba,
desde la distancia. Puedes ayudarlo —dijo.
Cerró
los ojos y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, mientras el sudor
le corría por la cara y el cuello. El calor era insoportable. Hasta ellos
llegaba el olor del mercado: fruta podrida, basura, sangre, gasolina. Ma
Bangesé emitió un sonido gutural, que surgió de su vientre, un largo y ronco
lamento que subió de tono hasta estremecer el suelo, como si proviniera del
fondo mismo de la tierra. Mareados y transpirando, Nadia y Alexander temieron
que les fallaran las fuerzas. El aire del minúsculo recinto, lleno de humo, se
hizo irrespirable. Cada vez más aturdidos, trataron de escapar, pero no pudieron
moverse. Los sacudió una vibración de tambores, oyeron aullar perros, se les
llenó la boca de saliva amarga y ante sus ojos incrédulos la inmensa mujer se
redujo a la nada, como un globo que se desinfla, y en su lugar emergió un
fabuloso pájaro de espléndido plumaje amarillo y azul con una cresta color
turquesa, un ave del paraíso que desplegó el arco iris de sus alas y los
envolvió, elevándose con ellos.
Los
amigos fueron lanzados al espacio. Pudieron verse a sí mismos como dos trazos
de tinta negra perdidos en un caleidoscopio de colores brillantes y formas ondulantes
que cambiaban a una velocidad aterradora. Se convirtieron en luces de bengala,
sus cuerpos se deshicieron en chispas, perdieron la noción de estar vivos, del
tiempo y del miedo. Luego las chispas se juntaron en un torbellino eléctrico y volvieron
a verse como dos puntos minúsculos volando entre los dibujos del fantástico
caleidoscopio. Ahora eran dos astronautas de la mano, flotando en el espacio
sideral. No sentían sus cuerpos, pero tenían una vaga conciencia del movimiento
y de estar conectados. Se aferraron a ese contacto, porque era la única manifestación
de su humanidad; con las manos unidas no estaban totalmente perdidos. Verde, estaban inmersos en un verde
absoluto. Comenzaron a descender como flechas y cuando el choque parecía
inevitable, el color se volvió difuso y en vez de estrellarse flotaron como
plumas hacia abajo, hundiéndose en una vegetación absurda, una flora algodonosa
de otro planeta, caliente y húmeda. Se convirtieron en medusas transparentes,
diluidas en el vapor de aquel lugar. En ese estado gelatinoso, sin huesos que
les dieran forma, ni fuerzas para defenderse, ni voz para llamar, confrontaron
las violentas imágenes que se presentaron en rápida sucesión ante ellos,
visiones de muerte, sangre, guerra y bosque arrasado. Una procesión de
espectros en cadenas desfiló ante ellos, arrastrando los pies entre carcasas de
grandes animales. Vieron canastos llenos de manos humanas, niños y mujeres en
jaulas.
De
pronto volvieron a ser ellos mismos, en sus cuerpos de siempre, y entonces surgió
ante ellos, con la espantosa nitidez de las peores pesadillas, un amenazante ogro
de tres cabezas, un gigante con piel de cocodrilo. Las cabezas eran diferentes:
una con cuatro cuernos y una hirsuta melena de león; la segunda era calva, sin ojos
y echaba fuego por las narices; la tercera era un cráneo de leopardo con colmillos
ensangrentados y ardientes pupilas de demonio. Las tres tenían en común fauces
abiertas y lenguas de iguana. Las descomunales zarpas del monstruo se movieron
pesadamente tratando de alcanzarlos, sus ojos hipnóticos se clavaban en ellos,
los tres hocicos escupieron una densa saliva ponzoñosa. Una y otra vez los
jóvenes eludían los feroces manotazos, sin poder huir porque estaban presos en
un lodazal de pesadumbre. Esquivaron al monstruo por un tiempo infinito, hasta
que de súbito se encontraron con lanzas en las manos y, desesperados, empezaron
a defenderse a ciegas. Cuando vencían a una de las cabezas, las otras dos
arremetían y si lograban hacer retroceder a éstas, la primera volvía al ataque.
Las lanzas se quebraron en el combate. Entonces, en el instante final, cuando
iban a ser devorados, reaccionaron con un esfuerzo sobrehumano y se
convirtieron en sus animales totémicos, Alexander en el Jaguar y Nadia en el Águila;
pero ante aquel enemigo formidable no servían la fiereza del primero o las alas
del segundo... Sus gritos se perdieron entre los bramidos del ogro.
—¡Nadia!
¡Alexander! La voz de Kate Cold los trajo de vuelta al mundo conocido y se
encontraron sentados en la misma postura en que habían iniciado el viaje
alucinante, en el mercado africano, bajo el techo de paja, frente a la enorme
mujer vestida de amarillo y azul.
—Los
oímos gritar. ¿Quién es esta mujer?, ¿qué pasó? —preguntó la abuela.
—Nada,
Kate, no pasó nada —logró articular Alexander, tambaleándose.
No
supo explicar a su abuela lo que acababan de experimentar. La voz profunda de
Ma Bangesé pareció llegarles desde la dimensión de los sueños.
—¡Cuidado!
—les advirtió la adivina.
—¿Qué
les pasó? —repitió Kate.
—Vimos
un monstruo de tres cabezas. Era invencible... —murmuró Nadia, todavía
aturdida.
—No
se separen. Juntos pueden salvarse, separados morirán —dijo Ma Bangesé. A la
mañana siguiente el grupo del International Geographic viajó en una avioneta hasta
la vasta reserva natural, donde los aguardaba Michael Mushaha y el safari en
elefante. Alexander y Nadia todavía se hallaban bajo el impacto de la experiencia
del mercado. Alexander concluyó que el humo del tabaco de la hechicera contenía
una droga, pero eso no explicaba el hecho de que ambos tuvieran exactamente las
mismas visiones. Nadia no trató de racionalizar el asunto, para ella ese
horrible viaje era una fuente de información, una forma de aprender, como se
aprende en los sueños. Las imágenes permanecieron nítidas en su memoria; estaba
segura de que en algún momento tendría que recurrir a ellas. La avioneta era
pilotada por su dueña, Angie Ninderera, una mujer aventurera y animada por una
contagiosa energía, quien aprovechó el vuelo para dar un par de vueltas extra y
mostrarles la majestuosa belleza del paisaje. Una hora después aterrizaron en
un descampado a un par de millas del campamento de Mushaha. Las modernas
instalaciones del safari defraudaron a Kate, que esperaba algo más rústico.
Varios eficientes y amables empleados africanos, de uniforme caqui y walkie-talkie,
atendían a los turistas y se ocupaban de los elefantes. Había varias carpas,
tan amplias como suites de hotel, y un par de construcciones livianas de madera,
que contenían las áreas comunes y las cocinas. Mosquiteros blancos colgaban
sobre las camas, los muebles eran de bambú y a modo de alfombra había pieles de
cebra y antílope. Los baños contaban con letrinas y unas ingeniosas duchas con
agua tibia. Disponían de un generador de electricidad, que funcionaba de siete
a diez de la noche, el resto del tiempo se arreglaban con velas y lámparas de
petróleo. La comida, a cargo de dos cocineros, resultó tan sabrosa que hasta Alexander,
quien por principio rechazaba cualquier plato cuyo nombre no supiera deletrear,
la devoraba. Total, el campamento era más elegante que la mayoría de los
lugares donde Kate había tenido que dormir en su profesión de viajera y escritora.
La abuela decidió que eso restaba puntos al safari; no dejaría de criticarlo en
su artículo.
Sonaba
una campana a las 5.45 de la mañana, así aprovechaban las horas más frescas del
día, pero despertaban antes con el sonido inconfundible de las bandadas de
murciélagos, que regresaban a sus guaridas al anunciarse el primer rayo de sol,
después de haber volado la noche entera. A esa hora el olor del café recién
preparado ya impregnaba el aire. Los visitantes abrían sus tiendas y salían a estirar
los miembros, mientras se elevaba el incomparable sol de África, un grandioso círculo
de fuego que llenaba el horizonte. En la luz del alba el paisaje reverberaba,
parecía que en cualquier momento la tierra, envuelta en una bruma rojiza, se
borraría hasta desaparecer, como un espejismo. Pronto el campamento hervía de
actividad, los cocineros llamaban a la mesa y Michael Mushaha dictaba sus
primeras órdenes. Después del desayuno los reunía para darles una breve
conferencia sobre los animales, los pájaros y la vegetación que verían durante
el día. Timothy Bruce y Joel González preparaban sus cámaras y los empleados
traían a los elefantes. Los acompañaba un bebé elefante de dos años, que
trotaba alegre junto a su madre, el único a quien de vez en cuando debían
recordarle el camino, porque se distraía soplando mariposas o bañándose en las
pozas y ríos.
Desde
la altura de los elefantes el panorama era soberbio. Los grandes paquidermos se movían sin ruido, mimetizados
con la naturaleza. Avanzaban con pesada calma, pero cubrían sin esfuerzo muchas
millas en poco tiempo. Ninguno, salvo el bebé, había nacido en cautiverio; eran
animales salvajes y por lo tanto, impredecibles. Michael Mushaha les advirtió
que debían atenerse a las normas, de otro modo no les podía garantizar
seguridad. La única del grupo que solía violar el reglamento era Nadia Santos,
quien desde el primer día estableció una relación tan especial con los
elefantes, que el director del safari optó por hacer la vista gorda.
Los
visitantes pasaban la mañana recorriendo la reserva. Se entendían con gestos,
sin hablar para no ser detectados por otros animales. Abría la marcha Mushaha
sobre el macho más viejo de la manada; detrás iban Kate y los fotógrafos sobre
hembras, una de ellas la madre del bebé; luego Alexander, Nadia y Borobá sobre
Kobi. Cerraban la fila un par de empleados del safari montados en machos jóvenes,
con las provisiones, los toldos para la siesta y parte del equipo fotográfico. Llevaban
también un poderoso anestésico para disparar, en caso de verse frente a una
fiera agresiva. Los paquidermos solían detenerse a comer hojas de los mismos
árboles bajo los cuales momentos antes descansaba una familia de leones. Otras
veces pasaban tan cerca de los rinocerontes, que Alexander y Nadia podían verse
reflejados en el ojo redondo que los estudiaba con desconfianza desde abajo.
Las manadas de búfalos y de impalas no se inmutaban con la llegada del grupo;
tal vez olían a los seres humanos, pero la poderosa presencia de los elefantes
los desorientaba. Pudieron pasearse entre tímidas cebras, fotografiar de cerca
de una jauría de hienas disputándose la carroña de un antílope y acariciar el cuello
de una jirafa, mientras ella los observaba con ojos de princesa y les lamía las
manos.
—Dentro
de unos años no habrá animales salvajes libres en África, sólo se podrán ver en
parques y reservas —se lamentó Michael Mushaha.
Se
detenían a mediodía bajo la protección de los árboles, almorzaban el contenido
de unos canastos y descansaban en la sombra hasta las cuatro o cinco de la
tarde. A la hora de la siesta los animales salvajes se echaban a descansar y la
extensa planicie de la reserva se inmovilizaba bajo los rayos ardientes.
Michael Mushaha conocía el terreno, sabía calcular bien el tiempo y la
distancia; cuando el disco inmenso del sol comenzaba a descender ya estaban
cerca del campamento y podían ver el humo. A veces por las noches salían de
nuevo a ver a los animales que acudían al río a beber.