miércoles, 6 de noviembre de 2013

7ma Lectura


EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS 


La casa nueva

Cuando  vio  su  casa  nueva  por  primera  vez,  Bruno  abrió  los  ojos  desmesuradamente,  sus labios formaron una O y los brazos se le extendieron hacia los lados. Era todo lo contrario de su antigua casa y no podía creer que de verdad fueran a vivir allí. 
La casa de Berlín estaba en una calle tranquila donde había otras también muy grandes, y  le  gustaba  contemplarlas  porque  eran  casi  iguales  a  la  suya,  aunque  no  idénticas,  y en ellas  vivían  otros  niños  con  los  que  Bruno  jugaba  (si  eran  amigos)  o  a  los  que  no  se acercaba (si eran rivales). La nueva, en cambio, estaba aislada, en un sitio vacío y desolado, y  no  había  ninguna  otra  casa  cerca,  lo  que  significaba  que  no  habría  otras  familias  en  el vecindario ni otros niños con los que jugar, ni amigos ni rivales. 
La  casa  de  Berlín  era  enorme,  y  pese  a  que  Bruno  había  vivido  nueve  años  en  ella, todavía encontraba rincones y recovecos que no había explorado a fondo.  Incluso había habitaciones enteras —como el despacho de Padre, donde estaba Prohibido
Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones— en las que apenas había curioseado. Sin embargo,  la  casa  nueva  sólo  tenía  dos  plantas:  un  piso  superior  donde  estaban  los  tres dormitorios y el único cuarto de baño, y una planta baja donde se encontraban la cocina, el comedor   y   el   nuevo   despacho   de   Padre   (sujeto,   presumiblemente,   a   las   mismas restricciones que el antiguo). También había un sótano, donde dormía el servicio. 
Alrededor  de  la  de  Berlín  había  otras  calles  con  grandes  casas,  y  cuando  caminabas hacia el centro de la ciudad siempre encontrabas personas que paseaban y se paraban para charlar un momento, y personas que pasaban con prisa y decían que no tenían tiempo de pararse, aquel día no, porque aquel día tenían un montón de cosas que hacer. Había tiendas con  llamativos  escaparates  y  puestos  de  fruta  y  verdura  con  enormes  bandejas  de  coles, zanahorias,  coliflores  y  mazorcas  de  maíz.  En  algunos  apenas  cabían  los  puerros, champiñones,  nabos  y  coles  de  Bruselas;  había  otros  con  lechugas,  judías  verdes, calabacines y chirivías. A veces Bruno se plantaba delante de aquellos puestos, cerraba los ojos  y  aspiraba  sus  aromas;  la  dulce  mezcla  de  efluvios  de  toda  aquella  materia  viva  le producía un ligero mareo. Pero alrededor de la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando tranquilamente ni caminando con prisa, y por supuesto, tampoco ninguna tienda ni puestos de fruta y verdura. Cuando cerraba los ojos, sólo notaba vacío y frío alrededor, como si se hallara en el lugar más solitario del planeta. Era como el fondo de la nada. 
En Berlín la gente sacaba mesas a la calle, y a veces, cuando Bruno volvía caminando de  la  escuela  con  Karl,  Daniel  y  Martin,  había  hombres  y  mujeres  sentados  a  aquellas mesas,  tomando  bebidas  espumosas  y  riendo  a  carcajadas;  la  gente  que  se  sentaba  a aquellas mesas debía de ser muy graciosa, pensaba él, porque dijeran lo que dijesen siempre había alguien que se reía. Sin embargo, la casa nueva tenía algo que hizo pensar a Bruno que allí nunca se reía nadie; que no había nada de qué reírse y nada de qué alegrarse. 
—Me  parece  que  nos  hemos  equivocado  —opinó  Bruno  unas  horas  después  de  su
llegada,  mientras  Maria  deshacía  las  maletas  en  el  piso  de  arriba.  (María  no  era  la  única criada en la casa nueva: había otras tres que estaban muy flacas y casi nunca hablaban entre ellas, salvo esporádicos susurros. También había un anciano que, según dijeron a Bruno, se encargaría de preparar las hortalizas todos los días y servirles la comida en el comedor, y que parecía muy desdichado y un poco malhumorado.) 
—A  nosotros  no  nos  corresponde  pensar  —dijo  Madre  mientras  abría  una  caja  que contenía un juego de sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían regalado cuando se casó con Padre—. Ciertas personas toman las decisiones por nosotros. 
Como no sabía qué significaba aquello, Bruno fingió no haberla oído. 
—Me  parece  que  nos  hemos  equivocado  —repitió—.  Creo  que  lo  mejor  será  olvidar todo esto y volver a casa. La experiencia es la madre de la ciencia —añadió, una frase que había aprendido hacía poco y que le gustaba utilizar siempre que era posible. 
Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima de la mesa. —Te voy a enseñar otro refrán —dijo—: «Al mal tiempo, buena cara.» 
—Pues yo no veo que pongamos buena cara. Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado  de  idea.  Si  no  hay  más  remedio  que  pasar  el  resto  del  día  aquí,  y  cenar  y quedarnos a dormir esta noche porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana tendríamos  que  levantarnos  temprano  si  queremos  llegar  a  Berlín  antes  de  la  hora  de merendar. 
Madre suspiró. —Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a María a deshacer las maletas? —dijo. —¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos a...? 
—¡Sube,   Bruno,   por   favor!   —le   espetó   Madre,   porque   al   parecer   no   había
inconveniente  en  que  ella  lo  interrumpiera  a  él,  pero  no  funcionaba  igual  a  la  inversa—.
Estamos aquí, hemos llegado, éste será nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos que poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido? 
Bruno no sabía qué significaba «el futuro inmediato», y así lo dijo. —
Significa que ahora vivimos aquí —explicó Madre—. Y no se hable más. 
Al niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior, algo que cuando ascendiera de las  profundidades  de  su  ser  y  saliera  al  mundo  exterior  le  haría  gritar  y  chillar  que  todo aquello era una equivocación y una injusticia y un grave error por el que alguien pagaría tarde o temprano, o que sencillamente le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo habían podido llegar a aquella situación. Él estaba tan tranquilo, jugando en su casa, con sus tres  mejores  amigos  para  toda  la  vida,  deslizándose  por  la  barandilla  de  la  escalera, intentando  ponerse  de  puntillas  para  contemplar  todo  Berlín,  y  de  pronto  se  encontraba atrapado allí, en aquella casa fría y horrible con tres criadas que hablaban en susurros y un camarero  de  aspecto  desdichado  y  malhumorado,  donde  parecía  que  nadie  podría  estar alegre nunca. 
—Bruno, he dicho que subas y deshagas las maletas ahora mismo —le ordenó Madre con aspereza.  El supo que hablaba en serio, así que dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
Las lágrimas se le acumulaban en los ojos, pero no permitiría que se vertieran.  Subió al piso de arriba y se giró lentamente, describiendo un círculo completo, con la esperanza  de  descubrir  una  pequeña  puerta  o  un  armario  que  más  tarde  podría  explorar, pero no había nada. En aquella planta sólo había cuatro puertas, dos a cada lado del pasillo, enfrentadas. Una daba a su dormitorio, otra al dormitorio de Gretel, otra al dormitorio de Madre y Padre y otra al cuarto de baño. 
—Este no es mi hogar y nunca lo será —masculló al entrar en su habitación y encontrar toda su ropa esparcida por la cama y las cajas de juguetes y libros todavía por vaciar. Era evidente que María no tenía claras sus prioridades—. Mi madre me ha dicho que venga a ayudarte —dijo con voz-queda.  María  asintió  y  señaló  una  gran  bolsa  que  contenía  todos  sus  calcetines,  camisetas  y calzoncillos. 
—Si quieres, separa todo eso y ve poniéndolo en esa cómoda de ahí. —Señaló un feo mueble al fondo de la habitación, junto a un espejo cubierto de polvo.  Bruno  suspiró  y  abrió  la  bolsa  repleta  de  ropa  interior.  Le  habría  encantado  meterse dentro y confiar en que cuando saliera habría despertado y se encontraría de nuevo en su casa. 
—«¿Tú  qué  piensas  de  todo  esto,  María?  —preguntó  tras  un  largo  silencio;  siempre
había  sentido  simpatía  por  María,  a  quien  consideraba  una  más  de  la  familia,  pese  a  que Padre dijera que sólo era una criada y con un sueldo excesivo, por cierto. 
—¿De qué? 
—De esto —dijo él, como si fuera lo más obvio del mundo—. De que hayamos venido a un sitio como éste. ¿No crees que hayamos cometido un grave error? 
—Yo no soy nadie para opinar sobre eso, señorito Bruno —repuso María—. Tu madre ya te ha explicado que el trabajo de tu padre... 
—Jo , estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre! Es de lo único que se habla, la verdad.  El  trabajo  de  Padre  no  sé  qué  y  el  trabajo  de  Padre  no  sé  cuántos.  Mira,  si  ese trabajo significa que tenemos que irnos de casa y que tengo que dejar la barandilla de la escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida, creo que Padre debería replantearse su trabajo, ¿no te parece? 
Entonces  se  oyó  un  chirrido  proveniente  del  pasillo.  Bruno  se  asomó  y  vio  cómo  se abría  un  poco  la  puerta  de  la  habitación  de  Madre  y  Padre.  Se  quedó  paralizado.  Madre seguía  abajo,  lo  cual  significaba  que  Padre  estaba  allí  y  que  quizá  hubiera  oído  lo  que Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta, casi sin atreverse a respirar, temiendo que Padre saliera de repente para llevárselo abajo y leerle la cartilla. 
La puerta se abrió un poco más y Bruno dio un paso atrás al ver aparecer una figura, pero no era Padre. Era un hombre mucho más joven y más bajo que Padre, aunque vestía el mismo tipo de uniforme, sólo que sin tantos adornos. Estaba muy serio y llevaba la gorra firmemente  calada.  Bruno  vio  que  tenía  el  pelo  muy  rubio  alrededor  de  las  sienes,  de  un rubio casi artificial. Llevaba una caja en las manos y se dirigía hacia la escalera, pero se paró un momento al ver a Bruno allí plantado, observándolo. Lo miró de arriba abajo como si fuera la primera vez que veía a un niño y no estuviera muy seguro de qué hacer con él: comérselo, hacer caso omiso de él o pegarle una patada y echarlo escaleras abajo. Al final lo saludó con un rápido gesto y siguió su camino. 
—¿Quién  era  ése?  —preguntó  Bruno.  Parecía  un  joven  tan  serio  y  tan  agobiado  que debía de tratarse de alguien muy importante. 
—Uno de los soldados de tu padre, supongo —contestó María, que al ver aparecer al joven se había puesto muy tiesa y juntado las manos delante del pecho como si rezara. En lugar  de  mirarlo  a  la  cara,  había  bajado  la  vista  al  suelo,  como  si  temiera  convertirse  en piedra  si  atisbaba  sus  ojos;  no  se  relajó  hasta  que  el  joven  se  hubo  marchado—.  Ya  los iremos conociendo. 
—Creo que no me cae bien. Parece demasiado serio. —Tu padre también es muy serio —observó María. 
—Sí,  pero  él  es  Padre.  Los  padres  han  de  ser  serios.  Tanto  da  que  sean  verduleros, maestros, cocineros o comandantes —añadió, enumerando todos los trabajos que sabía que hacían los padres decentes y respetables y sobre cuyos títulos había meditado en numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése sea un padre. Aunque se lo veía muy serio, eso sí. 
—Bueno,  es  que  tienen  un  trabajo  muy  serio  —suspiró  la  criada—.  O  al  menos  eso creen ellos. Pero yo en tu lugar evitaría a los soldados. 
—Aparte  de  eso,  no  veo  qué  otra  cosa  puedo  hacer—dijo  Bruno  con  tristeza—.  Ni siquiera creo que haya alguien con quien jugar que no sea Gretel. Menudo consuelo. Gretel es tonta de remate. 
De  nuevo  sintió  ganas  de  llorar,  pero  se  contuvo,  pues  no  quería  parecer  un  niño pequeño  delante  de  María.  Echó  un  vistazo  al  dormitorio,  intentando  descubrir  algo interesante. No había nada, o al menos eso parecía. Pero entonces le llamó la atención una cosa.  En  el  lado  opuesto  al  de  la  puerta  había  una  ventana  que  arrancaba  del  techo  y  se prolongaba a lo largo de la pared, parecida a la de la buhardilla de la casa de Berlín, sólo que no estaba tan alta. Bruno la miró y pensó que quizá podría ver por ella sin necesidad de ponerse de puntillas. 

Se acercó poco a poco, con la esperanza de divisar Berlín y su casa y las calles aledañas y  las  mesas  donde  los  vecinos  se  sentaban  a  tomar  sus  bebidas  espumosas  y  contarse historias graciosísimas. Avanzó despacio porque no quería llevarse un chasco. Pero como aquél era el dormitorio de un niño, no tuvo que caminar demasiado para llegar a la ventana. Pegó  la  cara  al  cristal  y  vio  lo  que  había  fuera,  y  esta  vez,  si  bien  sus  ojos  se  abrieron desmesuradamente y sus labios formaron una O, sus manos permanecieron pegadas a los costados porque algo le hizo sentir un frío y un temor muy intensos.

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