EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS
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La
casa nueva
Cuando vio
su casa nueva
por primera vez,
Bruno abrió los
ojos desmesuradamente, sus labios formaron una O y los brazos se le
extendieron hacia los lados. Era todo lo contrario de su antigua casa y no
podía creer que de verdad fueran a vivir allí.
La
casa de Berlín estaba en una calle tranquila donde había otras también muy
grandes, y le gustaba
contemplarlas porque eran
casi iguales a
la suya, aunque
no idénticas, y en ellas
vivían otros niños
con los que
Bruno jugaba (si
eran amigos) o
a los que
no se acercaba (si eran rivales).
La nueva, en cambio, estaba aislada, en un sitio vacío y desolado, y no
había ninguna otra
casa cerca, lo
que significaba que
no habría otras
familias en el vecindario ni otros niños con los que
jugar, ni amigos ni rivales.
La casa
de Berlín era
enorme, y pese
a que Bruno había vivido
nueve años en
ella, todavía encontraba rincones y recovecos que no había explorado a
fondo. Incluso había habitaciones
enteras —como el despacho de Padre, donde estaba Prohibido
Entrar
Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones— en las que apenas había curioseado. Sin
embargo, la casa
nueva sólo tenía
dos plantas: un
piso superior donde
estaban los tres dormitorios y el único cuarto de baño, y
una planta baja donde se encontraban la cocina, el comedor y el nuevo
despacho de Padre
(sujeto, presumiblemente, a
las mismas restricciones que el
antiguo). También había un sótano, donde dormía el servicio.
Alrededor de
la de Berlín
había otras calles
con grandes casas,
y cuando caminabas hacia el centro de la ciudad
siempre encontrabas personas que paseaban y se paraban para charlar un momento,
y personas que pasaban con prisa y decían que no tenían tiempo de pararse,
aquel día no, porque aquel día tenían un montón de cosas que hacer. Había
tiendas con llamativos escaparates
y puestos de
fruta y verdura
con enormes bandejas
de coles, zanahorias, coliflores y
mazorcas de maíz.
En algunos apenas
cabían los puerros, champiñones, nabos
y coles de
Bruselas; había otros
con lechugas, judías
verdes, calabacines y chirivías. A veces Bruno se plantaba delante de
aquellos puestos, cerraba los ojos
y aspiraba sus
aromas; la dulce
mezcla de efluvios
de toda aquella
materia viva le producía un ligero mareo. Pero alrededor
de la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando tranquilamente ni
caminando con prisa, y por supuesto, tampoco ninguna tienda ni puestos de fruta
y verdura. Cuando cerraba los ojos, sólo notaba vacío y frío alrededor, como si
se hallara en el lugar más solitario del planeta. Era como el fondo de la
nada.
En
Berlín la gente sacaba mesas a la calle, y a veces, cuando Bruno volvía
caminando de la escuela
con Karl, Daniel
y Martin, había
hombres y mujeres
sentados a aquellas mesas, tomando
bebidas espumosas y
riendo a carcajadas;
la gente que se sentaba
a aquellas mesas debía de ser muy graciosa, pensaba él, porque dijeran
lo que dijesen siempre había alguien que se reía. Sin embargo, la casa nueva
tenía algo que hizo pensar a Bruno que allí nunca se reía nadie; que no había
nada de qué reírse y nada de qué alegrarse.
—Me parece
que nos hemos
equivocado —opinó Bruno
unas horas después
de su
llegada, mientras
Maria deshacía las
maletas en el
piso de arriba.
(María no era
la única criada en la casa nueva:
había otras tres que estaban muy flacas y casi nunca hablaban entre ellas,
salvo esporádicos susurros. También había un anciano que, según dijeron a
Bruno, se encargaría de preparar las hortalizas todos los días y servirles la
comida en el comedor, y que parecía muy desdichado y un poco malhumorado.)
—A nosotros
no nos corresponde
pensar —dijo Madre
mientras abría una
caja que contenía un juego de
sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían regalado cuando se casó con
Padre—. Ciertas personas toman las decisiones por nosotros.
Como
no sabía qué significaba aquello, Bruno fingió no haberla oído.
—Me parece
que nos hemos
equivocado —repitió—. Creo
que lo mejor
será olvidar todo esto y volver a
casa. La experiencia es la madre de la ciencia —añadió, una frase que había
aprendido hacía poco y que le gustaba utilizar siempre que era posible.
Madre
sonrió y colocó los vasos con cuidado encima de la mesa. —Te voy a enseñar otro
refrán —dijo—: «Al mal tiempo, buena cara.»
—Pues
yo no veo que pongamos buena cara. Creo que deberías decirle a Padre que has
cambiado de idea.
Si no hay
más remedio que
pasar el resto
del día aquí,
y cenar y quedarnos a dormir esta noche porque todos
estamos cansados, no importa, pero mañana tendríamos que
levantarnos temprano si
queremos llegar a
Berlín antes de
la hora de merendar.
Madre
suspiró. —Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a María a deshacer las maletas?
—dijo. —¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos a...?
—¡Sube, Bruno,
por favor! —le
espetó Madre, porque
al parecer no
había
inconveniente en
que ella lo
interrumpiera a él,
pero no funcionaba
igual a la
inversa—.
Estamos
aquí, hemos llegado, éste será nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos
que poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido?
Bruno
no sabía qué significaba «el futuro inmediato», y así lo dijo. —
Significa
que ahora vivimos aquí —explicó Madre—. Y no se hable más.
Al
niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior, algo que cuando ascendiera
de las profundidades de
su ser y
saliera al mundo
exterior le haría
gritar y chillar
que todo aquello era una
equivocación y una injusticia y un grave error por el que alguien pagaría tarde
o temprano, o que sencillamente le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo
habían podido llegar a aquella situación. Él estaba tan tranquilo, jugando en
su casa, con sus tres mejores amigos
para toda la
vida, deslizándose por
la barandilla de
la escalera, intentando ponerse
de puntillas para
contemplar todo Berlín,
y de pronto
se encontraba atrapado allí, en
aquella casa fría y horrible con tres criadas que hablaban en susurros y un
camarero de aspecto
desdichado y malhumorado,
donde parecía que
nadie podría estar alegre nunca.
—Bruno,
he dicho que subas y deshagas las maletas ahora mismo —le ordenó Madre con
aspereza. El supo que hablaba en serio,
así que dio media vuelta y se marchó sin decir nada más.
Las
lágrimas se le acumulaban en los ojos, pero no permitiría que se
vertieran. Subió al piso de arriba y se
giró lentamente, describiendo un círculo completo, con la esperanza de
descubrir una pequeña
puerta o un
armario que más
tarde podría explorar, pero no había nada. En aquella
planta sólo había cuatro puertas, dos a cada lado del pasillo, enfrentadas. Una
daba a su dormitorio, otra al dormitorio de Gretel, otra al dormitorio de Madre
y Padre y otra al cuarto de baño.
—Este
no es mi hogar y nunca lo será —masculló al entrar en su habitación y encontrar
toda su ropa esparcida por la cama y las cajas de juguetes y libros todavía por
vaciar. Era evidente que María no tenía claras sus prioridades—. Mi madre me ha
dicho que venga a ayudarte —dijo con voz-queda.
María asintió y
señaló una gran
bolsa que contenía
todos sus calcetines,
camisetas y calzoncillos.
—Si
quieres, separa todo eso y ve poniéndolo en esa cómoda de ahí. —Señaló un feo
mueble al fondo de la habitación, junto a un espejo cubierto de polvo. Bruno
suspiró y abrió
la bolsa repleta
de ropa interior.
Le habría encantado
meterse dentro y confiar en que cuando saliera habría despertado y se
encontraría de nuevo en su casa.
—«¿Tú qué
piensas de todo
esto, María? —preguntó
tras un largo
silencio; siempre
había sentido
simpatía por María,
a quien consideraba
una más de
la familia, pese
a que Padre dijera que sólo era
una criada y con un sueldo excesivo, por cierto.
—¿De
qué?
—De
esto —dijo él, como si fuera lo más obvio del mundo—. De que hayamos venido a
un sitio como éste. ¿No crees que hayamos cometido un grave error?
—Yo
no soy nadie para opinar sobre eso, señorito Bruno —repuso María—. Tu madre ya
te ha explicado que el trabajo de tu padre...
—Jo
, estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre! Es de lo único que se habla,
la verdad. El trabajo
de Padre no
sé qué y
el trabajo de
Padre no sé
cuántos. Mira, si ese
trabajo significa que tenemos que irnos de casa y que tengo que dejar la
barandilla de la escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida, creo
que Padre debería replantearse su trabajo, ¿no te parece?
Entonces se
oyó un chirrido
proveniente del pasillo.
Bruno se asomó
y vio cómo
se abría un poco
la puerta de la habitación
de Madre y
Padre. Se quedó
paralizado. Madre seguía abajo,
lo cual significaba
que Padre estaba
allí y que quizá
hubiera oído lo que
Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta, casi sin atreverse a
respirar, temiendo que Padre saliera de repente para llevárselo abajo y leerle
la cartilla.
La
puerta se abrió un poco más y Bruno dio un paso atrás al ver aparecer una figura,
pero no era Padre. Era un hombre mucho más joven y más bajo que Padre, aunque
vestía el mismo tipo de uniforme, sólo que sin tantos adornos. Estaba muy serio
y llevaba la gorra firmemente
calada. Bruno vio
que tenía el
pelo muy rubio
alrededor de las
sienes, de un rubio casi artificial. Llevaba una caja en
las manos y se dirigía hacia la escalera, pero se paró un momento al ver a
Bruno allí plantado, observándolo. Lo miró de arriba abajo como si fuera la
primera vez que veía a un niño y no estuviera muy seguro de qué hacer con él: comérselo,
hacer caso omiso de él o pegarle una patada y echarlo escaleras abajo. Al final
lo saludó con un rápido gesto y siguió su camino.
—¿Quién era
ése? —preguntó Bruno.
Parecía un joven
tan serio y
tan agobiado que debía de tratarse de alguien muy
importante.
—Uno
de los soldados de tu padre, supongo —contestó María, que al ver aparecer al joven
se había puesto muy tiesa y juntado las manos delante del pecho como si rezara.
En lugar de mirarlo
a la cara,
había bajado la
vista al suelo,
como si temiera
convertirse en piedra si
atisbaba sus ojos;
no se relajó
hasta que el
joven se hubo
marchado—. Ya los iremos conociendo.
—Creo
que no me cae bien. Parece demasiado serio. —Tu padre también es muy serio
—observó María.
—Sí, pero
él es Padre.
Los padres han
de ser serios.
Tanto da que
sean verduleros, maestros,
cocineros o comandantes —añadió, enumerando todos los trabajos que sabía que hacían
los padres decentes y respetables y sobre cuyos títulos había meditado en
numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése sea un padre. Aunque se lo
veía muy serio, eso sí.
—Bueno, es
que tienen un
trabajo muy serio
—suspiró la criada—.
O al menos
eso creen ellos. Pero yo en tu lugar evitaría a los soldados.
—Aparte de
eso, no veo
qué otra cosa
puedo hacer—dijo Bruno
con tristeza—. Ni siquiera creo que haya alguien con quien
jugar que no sea Gretel. Menudo consuelo. Gretel es tonta de remate.
De nuevo
sintió ganas de
llorar, pero se
contuvo, pues no
quería parecer un
niño pequeño delante de María. Echó
un vistazo al
dormitorio, intentando descubrir
algo interesante. No había nada, o al menos eso parecía. Pero entonces
le llamó la atención una cosa. En el
lado opuesto al
de la puerta
había una ventana
que arrancaba del
techo y se prolongaba a lo largo de la pared,
parecida a la de la buhardilla de la casa de Berlín, sólo que no estaba tan
alta. Bruno la miró y pensó que quizá podría ver por ella sin necesidad de ponerse
de puntillas.
Se
acercó poco a poco, con la esperanza de divisar Berlín y su casa y las calles
aledañas y las mesas
donde los vecinos
se sentaban a
tomar sus bebidas
espumosas y contarse historias graciosísimas. Avanzó
despacio porque no quería llevarse un chasco. Pero como aquél era el dormitorio
de un niño, no tuvo que caminar demasiado para llegar a la ventana. Pegó la
cara al cristal
y vio lo
que había fuera,
y esta vez,
si bien sus
ojos se abrieron desmesuradamente y sus labios
formaron una O, sus manos permanecieron pegadas a los costados porque algo le
hizo sentir un frío y un temor muy intensos.
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