viernes, 20 de enero de 2017

LECTURA 10 "EL DÍA EN QUE ME VOLVÍ INVISIBLE"

No sé a como estamos. En esta casa no hay calendarios y en mi memoria los 
hechos están hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, 
unos primores, ilustrados con imágenes de los santos, que colgábamos al lado 
del tocador... pero ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido 
desapareciendo. Y yo, yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.  
Primero me cambiaron de alcoba, pues la familia creció. Después me pasaron a 
otra más pequeña aun, acompañada de mis biznietas. Ahora ocupo el desván, el 
que está en el patio de atrás.  Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, 
pero se les olvido, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que 
aumenta mis dolores reumáticos.  
Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me pasaba semanas 
buscando un lápiz y, cuando al fin lo encontraba, yo misma volvía a olvidar donde 
lo había puesto. A mis años, las cosas se pierden fácilmente; claro que es una 
enfermedad de ellas, de las cosas, porque estoy segura de tenerlas, pero siempre 
se desaparecen.  
 La otra tarde caí en cuenta de que mi voz también ha desaparecido.  Cuando les 
hablo a mis nietos o a mis hijos, no me contestan.  Todos hablan sin mirarme, como 
si yo no estuviera con ellos escuchando atenta lo que dicen.  
A veces intervengo en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le 
ha ocurrido a ninguno y les van a servir de mucho mis consejos.  
Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces llena de tristeza, me 
retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar la taza de café. Lo hago así, de pronto, 
para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta que me han 
ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón. Pero nadie viene.  
El otro día les dije que cuando me muriera entonces si me iban a extrañar.  
El nieto más pequeño dijo: "¿Y es que estas viva, abuela?..." Les cayó tan en gracia, 
que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una 
mañana entro uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos 
días me dio.  
Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible, me paro en medio de la 
sala para ver si aunque sea estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin 
tocarme, los niños corren a mí alrededor, de uno a otro lado, sin tropezar conmigo.  
Cuando mi yerno se enfermó, tuve la oportunidad de serle útil; le lleve un te especial 
que yo misma prepare. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara. 
Sólo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indico que se daba cuenta de 
mi presencia. El té poco a poco se fue enfriando. Mi corazón también.  
Un viernes se alborotaron los niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos 
iríamos todos de día de campo. ¡Me puse muy contenta! ¡Hacia tanto tiempo que no 
salía y menos al campo! El sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar las 
cosas con calma. Los viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me 
tome mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y 
echaban las bolsas y juguetes al carro. Yo ya estaba lista y muy alegre me pare en 
el  zaguán a esperarlos...  
Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en bullicio, comprendí que yo no 
estaba invitada, tal vez porque no cabía en el auto o porque mis pasos tan lentos 
impedirían que todos los demás corretearan a su gusto por el bosque.  Sentí clarito 
como mi corazón se encogió, la barbilla me temblaba como cuando uno no aguanta 
las ganas de llorar.  
Vivo con mi familia y cada día me hago más vieja, pero cosa curiosa, ya no cumplo 
años. Nadie lo recuerda. Todos están tan ocupados...Yo los entiendo, ellos si hacen 
cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran,  se abrazan, se besan. Y yo no sé a 
que saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos; era un gusto enorme el que 
me daba tenerlos en mis brazos, como si fueran míos. Sentía su piel tiernita y su 
respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y 
hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar. Pero un día 
mi nieta Laura, que acababa de tener un bebe, dijo  que no era bueno que los 
ancianos besaran a los niños por cuestiones de salud. Ya no me acerque más, no 
fuera a ser que les pasara algo malo por mis imprudencias. ¡Tengo tanto miedo de 
contagiarlos!  
Yo los bendigo a todos y les perdono, porque: ¿Qué culpa tienen los  pobres de que 
yo me haya vuelto invisible?  

  

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