viernes, 20 de noviembre de 2015

AVISO

BUEN DÍA

POR MEDIO DEL PRESENTE SE LES INFORMA; QUE EN SEMANA DE EVALUACIÓN DEL BLOQUE 2, NO SE PUBLICARA LECTURA; YA QUE FUE UN ACUERDO EN   LA INSTITUCIÓN PARA QUE LOS ALUMNOS SE DISPONGAN A ESTUDIAR, OBTENIENDO MEJORES RESULTADO.

SIN MAS POR EL MOMENTO; AGRADEZCO SU ATENCIÓN.


NOTA: FAVOR DE IMPRIMIR Y FIRMAR POR PARTE DE SUS PAPAS

jueves, 12 de noviembre de 2015

LECTURA 10


¿Y si quedamos como amigos?


Elizabeth Eulberg

CAPÍTULO DOS


La primera vez que mis papás me dijeron que nos mudábamos a Wisconsin, me quedé hecho polvo. O sea, ¿tenía que dejar atrás a mis amigos y toda mi vida sólo porque a mi papá lo habían ascendido? ¿Por qué no podíamos quedarnos en Santa Mónica, donde hacía buen tiempo y había unas olas brutales? Luego, me di cuenta de que empezaría de cero. Siempre había envidiado a los chicos nuevos que llegaban a la escuela. Todo el mundo les hacía caso. Los envolvía un aura de misterio. Podían convertirse en la persona que quisieran. Así que, a lo mejor, la idea de mudarse no era tan mala. Me iba a convertir en un forastero procedente de una tierra extraña. ¿Qué chica se resiste a eso? Y por fin llegué a Wisconsin. Cuando la directora me presentó a Macallan, me puse nervioso, porque era muy bonita. En seguida, al cabo de unos 2.5 segundos, me hizo saber que no le interesaba en lo más mínimo. Si le hubiera dado un vaso de leche, se le habría congelado en la mano en menos de un minuto. Así de fría fue. Supuse que no volvería a hablarme y me centré en los chicos de la escuela. De todos modos, los hombres siempre se llevan mejor que las mujeres. Aquel primer día, justo antes de comer, me acerqué a un grupo de chicos, me presenté e intenté aparentar que controlaba la situación. Sin embargo, estoy seguro de que apestaba a desesperación por todos lados. Me di cuenta enseguida de que Keith, ese mala sangre, era el cabecilla del curso. Iba a todas partes acompañado de un grupo de tres o cuatro chicos y todos llevaban una playera de no sé qué equipo de Wisconsin. Keith vestía una sudadera de los Badgers y jeans por la rodilla. Medía más de metro ochenta y le pasaba una cabeza a todo el mundo, incluidos casi todos los maestros. No estaba delgado pero tampoco gordo; sencillamente, era un tipo grande. Cuando me acerqué a él, me miró de arriba abajo y me soltó: “¿Qué te pasa?”, antes incluso de que tuviera ocasión de presentarme. Dije unas cuantas estupideces y me sentí como si me estuvieran entrevistando para un trabajo. Entonces cometí un error fatal. Debería haber sido más listo. Reconocí ser fan de los Chicago Bears. Juro que oí el siseo. Supuse que, en cualquier caso, me tomarían el pelo, como hacen los hombres. Era eso lo que esperaba, lo que ansiaba. Porque si los chicos te toman el pelo, significa que te han aceptado, más o menos. En cambio, cuando me serví el almuerzo y busqué una mesa, nadie me miró siquiera.
Todos estaban demasiado ocupados hablando de sus vacaciones como para fijarse en el chico nuevo. En vez de ser el recién llegado que despertaba el interés de todo el mundo, me trataban como si tuviera lepra o algo así. Me habían repetido hasta el cansancio que la gente de Wisconsin era simpatiquísima, pero yo no tuve esa sensación. Me sentía como si hubiera invadido su territorio. No había pasado ni medio día y ya tenía ganas de llorar. Entonces llegó Macallan. Me salvó de la humillación pública de tener que comer solo el primer día de clases. A partir de entonces, me senté a comer con ella y con sus amigas, cada día. Al principio, no me agradaba mucho eso de que Macallan viniera a casa los miércoles después de clase. En cuanto llegaba, sacaba las tareas y se ponía a trabajar hasta que su padre venía a buscarla. Sólo se animaba cuando veíamos algún episodio de Buggy y Floyd. Al cabo de unos cuantos miércoles, empezamos a charlar un poco más. Era bastante cool. O sea, increíblemente cool, aunque a veces podía ser muy distante. Un miércoles, cosa de un mes más tarde, tuvo que quedarse más rato que de costumbre. Mi mamá llegó del supermercado y dijo: —Macallan, querida, tu padre acaba de llamarme. Se le hizo tarde, así que tendrás que quedarte a cenar. Espero que te guste la carne molida. Sentada en la mesa del comedor en la que solíamos estudiar, Macallan se quedó mirando a mi mamá, que había entrado en la cocina y estaba sacando la compra. Procuré no reírme cuando Macallan frunció el ceño. Siempre hacía eso para concentrarse, tanto en las matemáticas como en mi mamá. Me parecía adorable. —Eh —intenté que Macallan me prestara atención—. ¿Quieres que juguemos a un videojuego o algo? —Prefiero acabar el trabajo de literatura. Se puso a escribir a toda prisa. Agarré el manoseado libro que estaba leyendo. —¿Miss Lulú Bett? —me reí—. ¿Estás haciendo un trabajo sobre alguien que escribió un libro titulado Miss Lulú Bett? Macallan tendió la mano hacia el libro. —¿Puedes tener cuidado, por favor? Lo saqué de la biblioteca. Es una rareza. Le ofrecí el libro con ambas manos haciendo un gesto de reverencia. —Y, para que te enteres, la autora, Zona Gale, nació en Wisconsin y fue la primera mujer galardonada con el premio Pulitzer de teatro. No te vas a morir por aprender un poco de historia de esta zona. Ahora vives aquí. —Uh… Casi siempre le respondía eso cuando Macallan me soltaba un sermón. Me iba bastante bien en la escuela y sacaba buenas notas, pero no era tan ñoño como ella. Macallan siguió escribiendo. —¿Y tú trabajo de qué trata? ¿Del doctor Seuss? —Me gustan los huevos verdes con jamón, Mac yo soy. Macallan hizo una mueca. —A veces no sé ni por qué me molesto. Fingió volver al trabajo, pero me di cuenta de que le empezaban a bailar las comisuras de los labios. Volví a agarrar el libro con cuidado. —A lo mejor debería leer éste. Me pregunto qué clase de apuesta hizo Miss Lulu. Lo dije porque bet significa “apostar” en inglés. Macallan gimió. —Señora Rodgers, ¿necesita ayuda con la cena? Mi mamá asomó la cabeza por el umbral de la cocina. —No te preocupes. Creo que ya está todo. Macallan se levantó de todos modos y se reunió con ella. —¿Seguro? —Bueno, si quieres me puedes ayudar a cortar las verduras. Mi mamá le sonrió. “Genial, ahora tendré que ayudar yo también”, pensé. Si quieres quedar como un vago, invita a Macallan a cenar. Mi mamá sacó pimientos rojos y verdes, calabacitas y champiñones de la bolsa de la compra y le dio a Macallan la tabla de cortar y un cuchillo. Macallan se quedó mirando el cuchillo y las verduras como si le hubieran puesto delante una ecuación muy complicada. Acercó el cuchillo al pimiento, primero en un sentido y luego en el otro. Por fin, dirigió la vista hacia mí, seguramente pidiendo ayuda. Vaya ocurrencia. El año pasado, cuando intenté preparar palomitas en el microondas, estuve a punto de quemar la casa. El tufo a palomitas carbonizadas duró una semana. Desde entonces, tengo prohibida la entrada en la cocina. —¿Quiere que las corte de alguna forma en especial? —le preguntó a mi mamá. Ella abrió la boca, pero antes de que dijera nada se le prendió el foco. Se acercó a Macallan y le enseñó los distintos modos de cortar cada cosa. Los ojos verdes de Macallan lo miraban todo como si se lo tuviera que aprender para un examen. —Gracias —dijo en voz baja cuando se puso a trabajar—. En mi casa apenas se cocina. Ya no. En aquel momento, me di cuenta de que Macallan estaba enamorada de mi mamá. Fue Emily quien me contó lo del accidente de coche; Macallan no me había dicho gran cosa sobre su madre. No tenía ni idea de si debía comentarle algo al respecto, o preguntarle. O sea, ¿qué se hace en esos casos?
Que me cuelguen si lo sé.
Aunque me estaba haciendo amigo de Macallan y su grupo, echaba de menos la compañía de los chicos. —¿Qué pasa, California? —me dijo Keith después de clase a principios de noviembre—. ¿Cómo va todo, hermano? —aunque lo dijo con acento fresa. Sabía que se estaba burlando de mi manera de hablar, pero ¿acaso él no se había oído? Allí, todo el mundo se comía letras y ni siquiera pronunciaban la eses finales. A mí me daba mucha risa—. Te vi corriendo por la pista en clase de educación física. No se te da mal. —Gracias, hermano. Estuve a punto de ponerme pesado diciendo que podía correr mucho más cuando no estaba medio congelado. Aunque la nieve de la primera ventisca del año (que cayó antes de Halloween) se había derretido, seguía haciendo un frío de mil demonios. Una parte de mí ya había tachado a Keith y su grupo de la lista y sin embargo me emocioné una pizca cuando prosiguió: —A lo mejor te gustaría jugar un partido. Como receptor o algo así. ¿Juegan futbol en Plaza Sésamo? —se rio. Decidí responder con otra indirecta. —No sé, hermano. ¿Has oído hablar de algo llamado el Torneo de las Rosas? Seguro que no, porque los Badgers llevan años sin ganarlo. —Touché —Keith parecía impresionado. Yo había perdido la práctica de lanzar indirectas. En California, mis amigos y yo nos pasábamos horas molestándonos los unos a los otros, con nuestras familias, con las chicas que nos gustaban. Con cualquier cosa. Cuanto más aguda la indirecta, más nos reíamos. Lo habíamos convertido en un arte. —Está bien, California —Keith asintió para sí—. Nos vemos por ahí. No dejes que esas niñas empiecen a trenzarte el pelo o a hacerte el manicure. Los hombres juegan futbol. —Pues sí. Nos despedimos con esa especie de saludo que me hace sentir aún más imbécil, pero, oye, por lo menos me había hablado. Algo es algo.
Después de clase, advertí al instante que Macallan estaba de mal humor. Mi mamá tenía una reunión y llegaría tarde, así que tuvimos que caminar un trayecto de veinte minutos para llegar a mi casa. Apenas me dirigió la palabra en todo ese rato y ni siquiera quiso parar en el parque Riverside. Cuando íbamos andando a casa, siempre pasábamos un rato por el parque para entretenernos. Por mucho frío que hiciera. Aquel día, por lo visto, no. —¿Está todo bien? —le pregunté por fin, sobre todo porque tanto silencio era súper incómodo. Ella respondió: —Sí…, no. No me encuentro bien. La vi sujetarse la barriga y temí que vomitara delante de mí. Cuando llegamos a casa, se quedó sentada. No quería hablar ni ver la tele, no le apetecía comer nada. Aquello tenía mala pinta. Jugué un rato a la consola; ella miraba en silencio desde el sofá. —Vaya, en serio… —la miré y vi que tenía mal aspecto. Sólo había una cosa capaz de arrancarle una sonrisa—. Uy —exclamé con mi mejor acento londinense—. ¿Te vas a quedar ahí sentada o me vas a ayudar a tener… un bebé? A continuación fingí un desmayo. Un gag típico de Buggy. Ella se levantó de repente y se fue al baño. Es lo malo de hacerte amigo de una chica. A veces son tan complicadas… O sea, ¿tenía que adivinar lo que le pasaba? ¿No podía darme alguna pista? Después de jugar un buen rato más, me di cuenta de que Macallan llevaba demasiado tiempo en el baño. Vaya asco. Pero ¿y si se había golpeado la cabeza contra el lavabo o algo? No quería molestarla, pero había dicho que no se encontraba bien. Me acerqué a la puerta del baño con cautela. —Ejem, ¿Macallan? —¡Vete! —Esto… ¿necesitas…? —¡HE DICHO QUE TE VAYAS! Estoy seguro de que tiró algo contra la puerta. O la golpeó. Luego se oyeron más ruidos y me quedó claro que no estaba muy alegre que digamos. No sabía qué hacer. Mis amigos de California nunca se encerraban en el baño. Gracias a Dios, mi mamá llegó pocos minutos después. Cuando me vio allí plantado, mirando la puerta del baño, me miró extrañada. —Mamá, no sé qué le pasa. Se encerró ahí dentro. Creo que está llorando. Te juro que yo no le hice nada. Mi mamá abrió los ojos como platos. —Ve a entretenerte con los videojuegos. Mi mamá siempre me decía que no perdiera tanto tiempo con la consola de juegos. Me largué a la sala antes de que cambiara de idea. Tras lo que me pareció una eternidad, mi mamá salió del baño. —¿Qué…? Me interrumpió.
—Mira, no hables de esto con Macallan ni con nadie de la escuela. ¿Me entiendes? —no estaba acostumbrado a que me hablara en un tono tan brusco—. Ahora quiero que te vayas a tu habitación… —¿Qué? —protesté—. Pero si yo no le hice… Mi mamá tronó los dedos. Genial. Ahora ella también estaba enojada conmigo. Bajó la voz. —Cuando llegue el papá de Macallan, necesito hablar con él en privado. Ve a tu recámara. No quiero oír ni una palabra más sobre esto. Se cruzó de brazos y supe que no tenía más remedio que obedecer. Me fui a mi recámara confundido. Sólo tenía una cosa clara. No hay quien entienda a las mujeres.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Lectura 9


¿Y si quedamos como amigos?

Elizabeth Eulberg


¿Es posible que un chico y una chica sean sólo amigos? ¿O están siempre a una pelea de no volverse a hablar jamás y a un beso de distancia del verdadero amor? Macallan y Levi se hicieron amigos desde el primer momento en que se vieron. Todo el mundo dice que los hombres y las mujeres no pueden ser sólo amigos, pero ellos dos lo son. Se quedan juntos al salir de la escuela, comparten un montón de bromas que sólo ellos entienden, sus familias son muy cercanas…

CAPÍTULO UNO
Seguro que soy la única niña del mundo que deseaba que terminaran las vacaciones. Durante los meses de verano, tenía demasiado tiempo libre, lo cual implica demasiado tiempo para pensar, sobre todo si eres una niña de once años en pleno duelo. No veía el momento de empezar séptimo. Ponerme a estudiar mucho. Pasar menos tiempo a solas. Al principio de las vacaciones, me arrepentí de haber rechazado la invitación de mi papá de pasar el verano en Irlanda con la familia de mi mamá, pero es que sabía que allí todo me recordaría a ella. Aunque para recordarla me bastaba con mirarme al espejo. El caso es que la escuela era mi única vía de escape. Cuando me dieron el recado de que pasara a la dirección antes de clase, temí que me esperara otro curso lleno de visitas obligatorias al psicoterapeuta escolar, de miradas compasivas por parte de mis compañeros y de maestros bienintencionados, pero algo despistados, empeñados en decirme lo importante que era “mantener vivo su recuerdo”. Como si pudiera olvidarla. Aquella mañana, no estaba para muchos dramas. Ya tenía bastante con enfrentarme a un nuevo curso desde que… —¿Quieres que te acompañe, Macallan? —me preguntó Emily cuando recibí el recado de la dirección. Aunque intentaba disimular, la sonrisa tensa en su rostro la traicionaba. —No, tranquila —repuse—. Seguro que no es nada. Me escudriñó un momento antes de arreglarme el pasador del pelo. —Muy bien, si me necesitas estaré en clase del señor Nelson. Esbocé una sonrisa tranquilizadora y me la pegué a los labios para entrar en el despacho. La señora Blaska, la directora, me abrazó. —¡Bienvenida, Macallan! ¿Qué tal el verano? —¡Muy bien! —mentí. Nos miramos mutuamente sin saber qué decir a continuación. —Bueno, necesito ayuda con un nuevo alumno. Te presento a Levi Rodgers. ¡Es de Los Ángeles! Me volteé a mirar y vi a un chico rubio que llevaba una cola de caballo a la altura de la nuca. Su pelo era aún más largo que el mío. Se recogió un mechón suelto detrás de la oreja antes de tenderme la mano y decir: —Qué tal.
Tenía que reconocerlo: como mínimo era educado… para ser un surfista. La señora Blaska me tendió el horario del chico nuevo. —¿Puedes enseñarle la escuela y acompañarlo a su primera clase? —Claro. Salí de la oficina seguida de Levi y me dispuse a mostrarle rápidamente la escuela. No estaba de humor para jugar a “cuéntame la historia de tu vida”. —El edificio tiene forma de T. Por este pasillo llegarás a los salones de mate, ciencias e historia —movía las manos como una aeromoza—. Detrás de ti, los salones de español, además de la biblioteca —eché a andar con brío—. Hay gimnasio, cafetería, salón de música y salón de arte. Ah, y cuartos de baño al fondo de cada planta, además de un dispensador de agua. Puso cara de sorpresa. —¿Qué es un dispensador de agua? Mi primera reacción fue de incredulidad. ¿Cómo era posible que no supiera lo que era un dispensador? —Pues una especie de llave, para beber. Se lo enseñé y apreté el botón para que manara agua. —Oh, te refieres a un surtidor. —Sí, dispensador, surtidor… qué más da. Él se echó a reír. —Nunca había oído eso de “dispensador”. Yo me limité a caminar más deprisa. Mientras él echaba un vistazo al pasillo, me fijé en que tenía los ojos de un azul muy claro, casi grises. —Qué raro —prosiguió—. Toda esta escuela cabría en la cafetería de la mía — formulaba las frases en tono ascendente, como si fueran preguntas—. O sea, voy a tener que cambiar de chip, ¿sabes? Supongo que la reacción apropiada habría sido interesarme por su antigua escuela, pero quería llegar al salón cuanto antes. Unos amigos se acercaron a saludarme y todos le echaron un vistazo al chico nuevo. Mi escuela era bastante pequeña; la mayoría asistíamos desde primero, muchos desde preescolar. Volví a mirarlo de reojo. No estaba segura de si me parecía lindo o no. Tenía las puntas del pelo casi blancas, seguramente como consecuencia del sol. El bronceado de su piel resaltaba aún más el tono trigueño de su cabello y el azul de sus ojos; pero no le duraría mucho, teniendo en cuenta que en Wisconsin, pasado el mes de agosto, apenas si vemos el sol. Levi llevaba una camisa a cuadros blancos y negros, bermudas y chanclas. Se diría que había intentado combinar un estilo casual con otro más formal. A mí, por suerte, me había ayudado Emily a escoger el conjunto del primer día de clases: un vestido a rayas amarillo y blanco con un saco blanco. Levi me sonrió nervioso. —¿Y qué nombre es ése de Macallan? ¿O es McKayla? Mi primer impulso fue preguntarle si el nombre de Levi procedía de los jeans que su madre llevaba puestos el día que él nació, pero opté por comportarme como la alumna responsable que, al menos en teoría, era. —Es un nombre típico de mi familia —respondí. Era una mentira muy grande. El nombre tal vez fuera típico de alguna familia, pero no de la mía. Aunque me encantaba tener un nombre tan original, me daba pena admitir que el nombre procedía del whisky favorito de mi papá—. Es Ma-ca-llan. —Güey, qué bien. No podía creer que acabara de llamarme “güey”. —Sí, gracias —di por concluida la visita delante del salón de su primera clase—. Bueno, aquí te dejo. Me miró indeciso, como esperando a que le buscara un pupitre y lo arropara en la cama. —¡Hola, Macallan! —me saludó el señor Driver—. Pensaba que no tenías clase conmigo hasta más tarde. Ah, vaya, tú debes de ser Levi. —Le estaba enseñando la escuela. Bueno —me volteé hacia Levi—, me tengo que ir a mi salón. Buena suerte. —Ah, sale —balbuceó él—. ¿Nos vemos luego? En aquel momento, me di cuenta de que me miraba con una expresión de miedo. Estaba asustado. Por supuesto. Me sentí culpable un momento, pero me sacudí de encima la sensación mientras me dirigía a mi salón. Ya tenía bastantes problemas y ninguna necesidad de añadir uno más. En cuanto nos formamos en el comedor, Emily fue directo al grano. —¿Y qué pasa con el chico nuevo? —me preguntó. Me encogí de hombros. —No sé. No está mal. Ella examinó una porción de pizza. —Lleva el pelo larguísimo. —Es de California —señalé. —¿Y qué más sabes de él? Renunció a la pizza y escogió un sándwich de pollo y una ensalada. La imité. Estaba profundamente agradecida de tener una amiga tan femenina como Emily. Mi papá, por más que se esforzase, no podía ayudarme con cosas como peinados, ropa y maquillaje. Si dependiera de él, iría siempre vestida con jeans, tenis y una playera del equipo de futbol más famoso de Wisconsin, los Green Bay Packers, y además comería pizza a diario. Emily, sin embargo, rezumaba fineza. Sin duda era una de las chicas más guapas del salón, con su pelo largo, negro como el carbón, y sus ojos oscuros. También tenía muchísimo estilo y, afortunadamente para mí, compartíamos talla, así que podía ponerme su ropa, aunque ella estaba más desarrollada que yo. Al menos, tendría a alguien a quien pedirle consejo cuando me tuviera que poner brasier. No podía ni imaginar lo incómodo que se sentiría mi papá en una situación como ésa. Lo incómodos que nos sentiríamos los dos. —Mmmmm… Traté de recordar qué más sabía de Levi. Ahora, demasiado tarde, tenía la sensación de que me había esforzado poco. Danielle se reunió con nosotras. Sus rizos color miel rebotaban en su cabeza mientras recorríamos la cafetería. —¿Ése es el chico nuevo? Señaló a Levi, que comía solo sentado a una mesa. —Qué delgado está —observó Emily. Danielle se rio. —Ya lo creo. Pero no se preocupen, si no engorda con nuestras grasientas hamburguesas, lo hará con nuestro famoso queso en grano y las salchichas. Las tres echamos a andar hacia la mesa de siempre. Levi nos siguió con la mirada. Estábamos acostumbradas. La gente hacía chistes del tipo: “Una rubia, una pelirroja y una asiática entran en…”. Yo, sin embargo, prefería pensar en nosotras como “la chica con la que todo el mundo se quiere sentar porque es muy chistosa, la que es el blanco de todos los chismes y la que les da varias vueltas a los chicos”. Esbocé una sonrisa rápida en dirección a Levi, con la esperanza de borrar en parte la mala impresión que debía de haberse llevado de mí por la mañana. Él me devolvió un saludo triste. Yo me detuve un momento y, en ese instante, advertí que me miraba con expresión de gratitud. Pensaba que me iba a sentar a su lado o, como mínimo, que lo invitaría a unirse a nosotras. Titubeé sin saber qué hacer. No me apetecía hacer de niñera, pero también sabía lo que es sentirse solo. Y asustado. —Oigan, me sabe mal que se quede ahí solo. ¿Les importa que se siente con nosotras? Como nadie puso objeciones, me acerqué a Levi. —Este… ¿Qué tal te fue en la mañana? —le pregunté haciendo esfuerzos por sonreír y ser amable por una vez. —Bien. Por el tono de su voz, era obvio que le había ido de todo menos bien. —¿Quieres sentarte con nosotras? —señalé nuestra mesa con un gesto. —Gracias —respiró aliviado. Pronto, la atención que despertábamos fue sustituida por chismes del estilo de “sé cómo pasaste en realidad las vacaciones de verano”. Levi se sentó a mi lado y picoteó su comida con aire cohibido. Dejó la mochila sobre la mesa y advertí que llevaba un pin prendido a una tira. —¿Eso no será…? Me mordí la lengua. ¿Qué posibilidades había de que aquello fuera lo que creía que era? Demasiada casualidad. Levi se dio cuenta de que estaba mirando su pin de “MANTÉN LA CALMA Y SIGUE COLGADO”. —Ah, este… Es una serie de televisión increíble… —empezó a explicar. Yo apenas pude contener la emoción. —Buggy y Floyd. ¡Me encanta esa serie! Se le iluminó la cara. —No es posible… Nadie conoce Buggy y Floyd. ¡Es alucinante! Era alucinante. Buggy y Floyd trata de las payasadas de Theodore “Buggy” Bugsy y su primo/compañero de piso Floyd. En casi todos los episodios, Buggy se mete en algún lío absurdo del que Floyd tiene que rescatarlo. Y Floyd siempre se está quejando de la situación, de Buggy y de la sociedad en general. Noté que una sonrisa se extendía por mi cara. —Sí, la familia de mi mamá vive en Irlanda. Vi la serie hace un par de veranos, cuando fui de visita. Tengo los DVD en casa. —¡Yo también! Un amigo de mi papá es director de desarrollo de una productora y está pensando en adaptarla para pasarla aquí. Gemí. Odio que adapten una buena serie inglesa a los Estados Unidos. A veces, el humor británico es intraducible y todo se convierte en una tontería. —Lo estropearán —dijimos Levi y yo al unísono. Durante un segundo, nos quedamos con la boca abierta. Luego nos echamos a reír. —¿Episodio favorito? Levi se había echado hacia delante, ahora más relajado. —Buf, hay muchos. Ése en el que la hermana de Floyd está a punto de dar a luz… —Que me cuelguen si sé de dónde sacar agua hirviendo a menos que cuente una taza de té —Levi logró el acento londinense. —¡Sí! —palmeé la mesa con fuerza. —¿Qué está pasando aquí? —perpleja, Emily nos miró por turnos —¿Te acuerdas de esa serie inglesa que siempre les digo que tienen que ver? —¿Ésa? —Emily negó con la cabeza como hacía siempre que mis pequeñas excentricidades la divertían. Se volteó hacia Levi—. ¿La conoces? Él se rio. —Sí, es brutal. —Ajá —Emily arrugó la nariz—. Es adorable que tengan algo en común. —¡Común! —bufó Levi—. Ya sé que no soy la reina de Inglaterra, pero desde luego no soy común. Era otra cita de la serie. —Un engorro vulgar y corriente, eso es lo que eres —terminamos los dos. Emily nos miró como si fuéramos dos bichos raros. Danielle sonreía divertida. Platicamos un poco más sobre nuestros respectivos veranos y, cuando llegó la hora de irnos, me aseguré de que Levi supiera dónde estaba su siguiente clase. Esta vez, cuando preguntó: “¿Nos vemos luego?”, descubrí que no me horrorizaba la idea. Sería bastante padre tener un amigo que no compartía los gustos de la mayoría. Emily se rio cuando dejamos las charolas en la cinta transportadora. —Parece ser que tu nuevo novio y tú tienen muchas cosas de que hablar. —¡Para ya! Sabes muy bien que no es mi novio. —Claro que lo sé, pero toda la cafetería vio su pequeña fiesta de reconciliación. Seguro que tenía razón. A estas horas, todo el mundo estaría comentando nuestra animadísima conversación. Sin embargo, me daba igual. Prefería mil veces ese tipo de chismes a los que habían proliferado a mis espaldas el curso anterior. El tío Adam me estaba esperando para llevarme a casa después de clase. Siempre se alegraba mucho de verme, aunque hiciera pocas horas que nos habíamos separado. —¿Qué tal tu primer día? —me preguntó mientras me daba un gran abrazo. —¡Bien! —le aseguré. —Qué bueno. Agarró mi mochila y echó a andar hacia el coche. Allí al lado, Levi se subía a una camioneta manejada por una mujer que debía de ser su madre. Le dijo algo y ella comenzó a caminar hacia nosotros. Levi la siguió poco convencido. Noté que se me hacía un nudo en el estómago. Siempre me pongo a la defensiva cuando tengo que presentar a Adam. El tío Adam es una persona increíble y todo el mundo lo adora. Es simpático, extrovertido y el primero en echar una mano cuando hace falta. Pese a todo, nació con un defecto del habla y arrastra un poco las palabras. No sé muy bien cuál es el término exacto para definir su problema, pero no se le cierra del todo la garganta y a veces cuesta un poco entenderlo. Cuando pregunté, de pequeña, qué le pasaba al tío Adam, mi mamá me dejó muy claro que no le “pasaba nada”, sencillamente hablaba de manera distinta a causa de un defecto de nacimiento. Yo me lo tomé al pie de la letra. Hace un par de años, regresaba a casa del parque cuando unos chicos me preguntaron qué tal le iba a mi “tío el retrasado”. Yo les grité: “No es retrasado, sólo habla de un modo extraño”. Entré a casa llorando y le conté a mi papá lo sucedido. Fue entonces cuando me informó de que Adam padecía una discapacidad mental. Mis papás pensaban que yo ya lo sabía. Sin embargo, ¿cómo iba a saberlo? Maneja, tiene un empleo y vive solo (en la casa de enfrente). Su vida es idéntica a la nuestra. Contuve el aliento cuando la madre de Levi se presentó, temiendo que, como muchas otras personas, metiera la pata de algún modo. —Hola, Macallan, soy la madre de Levi. Muchas gracias por haberlo tratado tan bien. Es muy duro tener que trasladarse a la otra punta del país y empezar de cero en una escuela nueva —tenía el pelo del mismo color que Levi, pero ella llevaba la cola de caballo a la altura de la coronilla. Vestía un pantalón de algodón y una sudadera, como si acabara de salir del gimnasio. Incluso sin maquillar, era guapísima. —Mamá —gimió Levi, temiendo que me contara su vida. Ella se volteó hacia Adam. —Y usted debe de ser su padre. El tío Adam le tomó la mano. Cuando la madre de Levi se la estrechó, vi que se sobresaltó un poco. —Su tío. —Él es mi tío Adam —intervine. —Mucho gusto. Sonrió con calidez mientras mi tío y Levi se estrechaban la mano a su vez. Me fijé para comprobar si Levi titubeaba también, pero no lo hizo. Seguramente estaba más pendiente de arrastrar a su madre de vuelta hacia el auto. De repente, me sorprendí a mí misma dando explicaciones. —Es que mi papá a veces trabaja hasta muy tarde en su empresa de construcción, así que Adam sale un momento del almacén para llevarme a casa. —Bueno, si alguna vez necesitas que te llevemos a tu casa o quieres quedarte en la nuestra hasta que tu padre o tu tío salgan del trabajo, estaremos encantados de que vengas con nosotros. No supe qué decir. Estaba acostumbrada a las buenas maneras de la gente del medio oeste, pero allí estaba aquella mujer, recién llegada al pueblo y que acababa de conocerme, ofreciéndome su casa. Y lo hacía por pura amabilidad, no porque supiera lo del accidente. —¡Qué bien! Los miércoles siempre se nos complican —dijo el tío Adam antes de que pudiera cerrarle la boca. Por lo general, Adam trabajaba de las siete de la mañana a las dos de la tarde, así que era él quien me recogía de la escuela. Salvo los miércoles. Ese día, tenía el turno de la tarde. El año pasado o bien me quedaba en la biblioteca o esperaba a que Emily o Danielle terminaran sus respectivas clases extracurriculares. La madre de Levi no lo dudó ni un instante. —¿Por qué no vienes a casa este miércoles? Si quieres, claro. Le eché una ojeada a Levi, que me miró y articuló sin voz las últimas palabras de su madre: “Si quieres”. —¡Desde luego! —asintió el tío Adam. —Le daré mi número por si el papá de Macallan quiere ponerse en contacto conmigo, ¿de acuerdo? Levi señaló el pin de su mochila y enarcó las cejas con ademán risueño. Me vino a la cabeza la imagen de nosotros dos viendo juntos Buggy y Floyd. —Sí —articulé a la vez. Los dos adultos intercambiaron los números de teléfono. Mi yo destructivo pensaba que la madre de Levi se estaba ofreciendo a ocuparse de mí porque pensaba que mi tío no estaba en condiciones de cuidarme. Mi yo constructivo me dijo que aquella mujer tan simpática sólo quería que su hijo hiciera amigos. “Puede que lo haya dicho por lástima”, dijo mi yo destructivo. “No lo sabe”, arguyó mi yo constructivo. Lo sucedido no se parecía a cuando alguien con quien tenías poca relación se interesaba por ti de repente, te ofrecía un hombro en el que llorar o te traía un guiso de algo que tu mamá jamás en la vida había cocinado. El tío Adam y yo subimos al coche. Él siempre se aseguraba de que me hubiera abrochado el cinturón antes de arrancar. —¿Todo bien? —me miraba fijamente. —Sí —dije, aunque no sabía qué pensar de lo que acababa de suceder. No me gustaban los giros inesperados. A esas alturas de mi vida, había protagonizado más de los que me correspondían. Adam parecía muy triste. —A tu mamá le encantaba recogerte de la escuela. Respondí con un asentimiento, como hacía casi siempre que alguien hablaba de ella. Una lágrima rodó por la mejilla de Adam. —Te pareces tanto a ella… Me estaba acostumbrando a aquel comentario. Me encantaba parecerme a mi mamá. Tenía sus mismos ojos, grandes y de color café, el rostro acorazonado y el cabello ondulado color castaño que en verano se aclaraba y adquiría un tono rojizo. Sin embargo, también era la chica del espejo, el recordatorio andante de había perdido. Cerré los ojos, inspiré a fondo y me prometí a mí misma: “Dentro de quince minutos, estarás haciendo la tarea de mate. Dentro de quince minutos, se te concederá una tregua. Sobrevive esos quince minutos y todo irá bien”.