La prisión
El nuevo preso entro
custodiado por dos de los porteros de la cárcel pública de Sevilla. Corría el
año del Señor de 1597 y en aquella ciudad del sur del reino hacía un calor
asfixiante. Pero esa no era, ni de lejos, la mayor preocupación de aquel preso,
entrado en años, marcado por el tiempo y la guerra. Miraba atento a su
alrededor. No era tampoco aquel su primer cautiverio y sabía que nunca se
andaba con suficiente tiento en una cárcel. Tanto andar sirviendo al rey y así
se lo pagaban.
---¡Entrad de una
vez! --- le espeto uno de los porteros con desdén.
El preso cruzo la
puerta que llamaban del Oro y luego la segunda puerta, esta de reja, que
llamaban puerta de Hierro. Sin embargo, resoplo de alivio cuando comprobó que
no le obligaron a cruzar la tercera y última de las puertas de aquella terrible
prisión, la de la Galera Vieja. Mal asunto que te metieran allí, con los
prisioneros de la peor calaña: desertores, salteadores y ladrones de la peor
estofa con mucha sangre derramada sin orden ni concierto.
Llegados al patio de
la fuente, le indicaron que subiera por la escalera. El reo recién llegado obedeció
disciplinado. No era momento de rebeldías absurdas. Tampoco es que estuviera a
ese destino, pero pensaba luchar contra aquel cautiverio de otra forma. Al
poco, porteros y preso se encontraron en una galería de la planta primera con
pequeñas celdas de ventanas aún más pequeñas. Todo allí era agobiante. El calor
sevillano parecía que se te metía en las entrañas y allí se quedaba. Sudaba por
todas partes.
--- Ahí. --- Y le
empujaron con tal fuerza que trastabillo y dio con sus huesos en el duro suelo
de aquella prisión.
--- ¡Voto a Dios! ---
dijo al caer, pero se controló y no añadió más.
El portero de la
cárcel le miraba como quien espera una provocación para tener una buena excusa
con la que descalabrarle.
--- Uno nuevo --- oyó
el recién llegado entonces que decía alguien a su espalda. Se volvió y vio que
un preso anciano le miraba sonriendo con una boca desdentada y sucia ---.
Tranquilo. Aquí no se esta tan mal. Allí fuera --- y señalo a la minúscula
ventana de la celda --- hay gente mucho peor que la que hay aquí dentro.
El preso nuevo
respondió, aunque pensó que mucho había de cierto en aquella reflexión. Se
levantó y se volvió raudo a la puerta para gritar una petición a los porteros
que le habían traído y que ya se alejaban. No era queja sobre el trato
recibido. Era asunto de más enjundia.
--- ¡Recado de
escribir! --- Y como fuera que se volvieron con asco, el preso, que de argucias
y cautiverios entendía bien, mostro en su mano varias monedas a la par que
insistía en su ruego ---. ¡Recado de escribir! ¡Háganme esa merced!
El reo sabía que
tenía derecho a ello, que cualquier preso tenía que disponer de la posibilidad
de escribir al menos una carta a algún familiar, a algún allegado o a quien se
terciara según su juicio, para informar de su penosa circunstancia, pero como
también era hombre experimentado y conocedor de la miseria humana, ofre4cio las
monedad para que se ablandara la mala voluntad de aquellos carceleros.
--- ¡Háganme esa
merced! --- insistió cuando les daba el dinero.
Los porteros no
respondieron, pero se la hicieron, porque el dinero canta y abre caminos en
todas partes, pero más que en ningún sitio en las cárceles, en las de antes y
en las de ahora.
Llego entonces papel,
una pluma y algo de tinta para escribir. El preso anciano que había hablado de
la maldad de los de fuera vio como el nuevo reo tomaba el material que le
habían traído para escribir y como se afanaba en redactar lo que parecía una
carta, de muchas palabras juntas para lo que el tenia acostumbrado ver en otros
presos. El reo nuevo, al fin, entrego su carta a uno de aquellos porteros
siempre mal encarados.
--- Muchos son los
que escriben rogando perdón a los jueves y pocos los que lo reciben --- dijo el
preso anciano.
--- Lo sé --- respondió
el preso nuevo ---. Pero yo he escrito al rey.
--- ¡Al rey! ¡Ja, ja,
ja! --- se desternillo el anciano ante lo absurdo del destinatario, pero pronto
callo.
En el fondo, aquel
preso nuevo le había impresionado: o estaba loco o se consideraba alguien cuyo
destino podía ser de interés para el mismísimo rey. Seguramente sería un loco.
No le gustaba compartir prisión con un loco.
Llego la noche y un
vigilante les cerró la puerta de la celda de un golpe. Se oyeron entonces voces
desde el patio.
---- ¡Acá los de la
Galera Nueva!
--- ¡Acá los de la
Cámara de Hierro!
--- ¡Acá los de la
Galera Vieja!
El nuevo miro instintivamente
al anciano de su celda y este le aclaro las cosas.
--- Son los
bastoneros, los vigilantes de la cárcel. Mil veces peores que los reporteros.
Con los bastoneros no hay que tratar. Son las diez y cierran todas las puertas.
Siempre gritan así, para que el alcalde sepa que las cosas están bien y para
que todos sepamos que ellos están ahí. Mala gente los bastoneros. Mala gente.
El preso nuevo
asintió y se acurruco en su jergón e intento conciliar el sueño. Al principio,
un poco por el cansancio, un poco por lo avanzado de la hora, pudo dormir algo,
pero, de pronto, en medio de las sombras, un aullido de dolor rasgo la noche de
la prisión.
---- ¡Aagggh!
El recién llegado
miro hacia el anciano. El otro no podía verle, pero seguramente había intuido que
el nuevo también se había despertado y que debía de estar confuso.
--- De las celdas de
abajo. Alguien bajo tormento --- aclaro el viejo susurrando sus palabras en la
oscuridad de la celda. El nuevo no dijo nada.
Al cabo de otro rato
le pareció al preso nuevo que se oían voces de mujeres, pero pensó que estaba
soñando y se abandonó, al fin, a los brazos de Morfeo.
Pasaban los días y
seguía sin recibir respuesta a su carta. La rutina carcelaria empezó a tomar
acomodo en su persona, junto con la suciedad y el tedio y el calor: los martes
venia el asistente con sus tenientes para ver a los presos que habían entrado
nuevos desde el sábado: los jueves volvía el asistente para examinar las causas
de los presos que llevaban más tiempo a cargo de la justicia; y, por fin, los
sábados venían los oidores que escuchaban quejas y reclamaciones de los presos,
esto es, si se les untaba convenientemente con monedas que hubieran conseguido
los reos por los más diferentes y siempre peligrosos medios. A estos últimos,
los oidores, recurrió en varias ocasiones nuestro preso, pero sin grandes
logros.
Los días pasaban. Una
tarde descubrió que no había soñado la primera noche que llego allí y que las
voces de mujeres que se oían ocasionalmente en algunas horas nocturnas eras reales.
Hasta cien mujerzuelas entraban alguna noche para solaz de los presos que
pagaban bien a los bastoneros de forma que estos miraran para otro lado por
unas horas. Pero nada de todo aquello le sacaría de allí. El rey era hombre
ocupado y tardaría primero en leer su carta y luego en reaccionar. Nuestro
preso se armó de la paciencia infinita del soldado en las largas campañas de
guerra y, al fin, una mañana, pidió de nuevo recado de escribir.
--- ¿Mas cartas al
rey? --- le pregunto con sorna el preso viejo.
--- No. El rey
responderá. Hay que darle tiempo. Entretanto escribiré. Poca cosa más se puede
hacer aquí. El preso viejo se acercó y miro a aquel veterano de guerra que se
afanaba en sostener bien el papel que le habían traído con un muñón que tenía
por toda mano en el brazo izquierdo.
--- Es herida de
guerra, ¿cierto? --- indago el preso viejo con curiosidad infinita.
--- De guerra es. Si
--- dijo el preso nuevo sin levantar la mirada. El otro intento discernir la
escritura, pero apenas sabía leer y se volvió a su jergón.
El preso nuevo
llevaba días con una idea en la cabeza, con una historia de esas de… novela.
Tenía que distraerse o se volvería loco.
“En un lugar de la
Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”, empezó con decisión siguió un par
de horas. Hasta que se le acabo la tinta y el sol dejo de iluminar bien.
Ahora esa misma
cárcel sevillana tiene una placa, justo en la esquina de la calle Sierpes con
Francisco Bruna, que reza: “En el recinto de esta casa, antes cárcel real,
estuvo preso (1597 – 1602) Miguel de Cervantes Saavedra, y aquí se engendró
para asombro y delicia del mundo El
ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La Real Academia Sevillana de
las Buenas Letras acordó perpetuar este glorioso recuerdo, año de MCMLXV.” No
me queda claro que de “glorioso” tuvo aquel encierro para el bueno de
Cervantes. He contado hoy día hasta más de veinte placas en honor a Cervantes
por toda Sevilla. Y si contáramos todas las de España, no quiero ni pensarlo.
Hasta tenemos un premio de las letras con su nombre y un instituto de promoción
del español también. Si, ahora si, pero aquel 1597 lo metimos en la cárcel. Así
somos.