FUEGO Y HIELO
Unos dicen que el mundo sucumbirá en el fuego,
otros dicen que en hielo.
Por lo que yo he probado del deseo
estoy con los que apuestan por el fuego.
Pero si por dos veces el mundo pereciera
creo que conozco lo bastante el odio
para decir que, en cuanto a destrucción,
también el hielo es grande
y suficiente.
Robert Frost
Ultimátum
Bella:
No
sé por qué te empeñas en enviarle notas a Billy por medio de Charlie como si
estuviéramos en el
colegio. Si quisiera
hablar contigo, habría contestado la
Ya
tomaste tu decisión, ¿verdad? No puedes tenerlo todo cuando
¿Qué
parte de “enemigos mortales” es la que te resulta tan complicada de mira, ya sé
que me estoy comportando como un estúpido, pero es que no veo otra forma. No
podemos ser amigos cuando te pasas todo el tiempo con esa pan de …
Simplemente,
lo paso peor cuando pienso en ti demasiado, Así que no me escribas más
Bueno, yo
también te echo
de menos. Mucho.
Aunque eso no
cambia nada. Lo siento.
Jacob
Deslicé
los dedos por la página y sentí las marcas donde él había apretado con tanta
fuerza el bolígrafo contra el papel que casi había llegado a romperlo. Podía
imaginármelo mientras escribía, le veía garabateando aquellas palabras llenas
de ira con su tosca letra, acuchillando una línea tras otra cuando sentía que
las palabras empleadas no reflejaban su
voluntad, quizá hasta
partir el bolígrafo
con esa manaza
suya; esto explicaría
las manchas de tinta. Me imaginaba su frustración, lo veía fruncir las
cejas negras y arrugar el ceño. Si hubiera estado allí, casi me hubiera echado
a reír. Te va a dar una hemorragia cerebral, Jacob, le habría dicho.
Simplemente, escúpelo.
Aunque
lo último que me apetecía en esos momentos, al releer las palabras que ya casi había memorizado, era echarme a reír.
No me sorprendió su respuesta a mi nota de súplica, que le
había enviado con Billy, a través
de Charlie, justo como hacíamos en el
instituto, tal como él había señalado. Conocía en esencia el contenido de su réplica
antes incluso de abrirla.
Lo que
resultaba sorprendente era lo mucho
que me hería
cada una de
las líneas tachadas, como
si los extremos
de las letras
estuvieran rematados con
cuchillos. Más aún, detrás de
cada violento comienzo, se arrastraba un inmenso pozo de sufrimiento; la pena
de Jacob me dolía más que la mía propia.
Mientras
reflexionaba acerca de todo aquello, capté el olor inconfundible de algo que se
quemaba en la cocina. En cualquier otro hogar no hubiera resultado preocupante
que cocinase alguien que no fuera yo.
Metí el
papel arrugado en el bolsillo
trasero de mis
pantalones y eché
a correr, bajando las escaleras
en un tiempo récord.
El bote
de salsa de
espaguetis que Charlie
había metido en
el microondas apenas había dado una vuelta cuando tiré de
la puerta y lo saqué.
—¿Qué
es lo que he hecho mal? —inquirió Charlie.
—Se supone
que debes quitarle
la tapa primero,
papá. El metal
no va bien
en los microondas.
La
retiré precipitadamente mientras hablaba; vertí la mitad de la salsa en un
cuenco para luego introducirlo en el microondas y devolví el bote al
frigorífico; ajusté el tiempo y apreté el botón del encendido.
Charlie
observó mis arreglos con los labios fruncidos.
—¿Puse
bien los espaguetis, al menos?
Miré
la cacerola en el fogón, el origen del olor que me había alertado.
—Estarían
mejor si los hubieras movido —repuse con dulzura.
Encontré una
cuchara e intenté
despegar el pegote
blandengue y chamuscado
del fondo.
Charlie
suspiró.
—Bueno,
¿se puede saber qué intentas? —le pregunté.
Cruzó
los brazos sobre el pecho y miró la lluvia que caía a cántaros a través de las
ventanas traseras.
—No
sé de qué me hablas —gruñó.
Estaba
perpleja. ¿Cómo era que papá se había puesto a cocinar? ¿Y a qué se debía esa
actitud hosca? Edward todavía no había llegado. Por lo general, mi padre
reservaba
este tipo
de actitud a
beneficio de mi
novio, haciendo cuanto
estaba a su
alcance para evidenciar con claridad
la acusación de persona no grata con cada una de sus posturas y palabras. Los
esfuerzos de Charlie eran del todo innecesarios, ya que Edward sabía con
exactitud lo que mi padre pensaba sin necesidad de la puesta en escena.
Seguí rumiando
el término «novio»
con esa tensión
habitual mientras removía
la comida. No era
la palabra correcta,
en absoluto. Se
necesitaba un término
mucho más
expresivo para
el compromiso eterno,
pero palabras como
«destino» y «sino»
sonaban muy mal cuando las introducías en una conversación corriente.
Edward
tenía otra palabra en mente y ese vocablo era el origen de la tensión que yo
sentía. Sólo pensarla me daba dentera.
Prometida.
Ag. La simple idea me hacía estremecer.
—¿Me
he perdido algo? ¿Desde cuándo eres tú el que hace la cena? —le pregunté a
Charlie.
El grumo de pasta burbujeaba en el agua hirviendo mientras intentaba desleírlo—
. O
más bien habría que decir, «intentar» hacer la cena.
Charlie
se encogió de hombros.
—No
hay ninguna ley que me prohiba cocinar en mi propia casa.
—Tú
sabrás —le repliqué, haciendo una mueca mientras miraba la insignia prendida en
su chaqueta de cuero.
—Ja.
Esa ha sido buena.
Se
desprendió de la chaqueta con un encogimiento de hombros porque mi mirada le
había recordado que aún la llevaba puesta, y la colgó del perchero donde
guardaba sus bártulos. El cinturón
del arma ya
estaba en su
sitio, pues hacía
unas cuantas semanas que
no había tenido
necesidad de llevarlo
a comisaría. No
se habían dado
más desapariciones inquietantes que preocuparan a la pequeña ciudad de
Forks, Washington,
ni más
avistamientos de esos
gigantescos y misteriosos
lobos en los
bosques siempre húmedos a causa
de la pertinaz lluvia...
Pinché los
espaguetis en silencio,
suponiendo que Charlie
andaría de un
lado para otro hasta
que hablara, cuando
le pareciera oportuno,
de aquello que
le tenía tan nervioso. Mi padre no era un hombre de
muchas palabras y el esfuerzo de organizar una cena, con los manteles puestos y
todo, me dejó bien claro que le rondaba por la cabeza un número poco frecuente
de palabras.
Miré
el reloj de forma rutinaria, algo que solía hacer a esas horas cada pocos
minutos.
Me
quedaba menos de media hora para irme.
Las
tardes eran la peor parte del día para mí. Desde que mi antiguo mejor amigo, y
hombre lobo, Jacob
Black, se había
chivado de que
había estado montando
en moto a escondidas -una
traición que había ideado para conseguir que mi padre no me dejara salir y no
pudiera estar con mi novio, y vampiro, Edward Cullen-, sólo me permitían ver a
este último desde las siete hasta las nueve y media de la noche, siempre dentro
de los límites de las paredes
de mi casa
y bajo la supervisión de
la mirada indefectiblemente refunfuñona de mi padre.
En realidad,
Charlie se había
limitado a aumentar
un castigo previo,
algo menos estricto, que
me había ganado
por una desaparición
sin explicación de
tres días y un
episodio de salto de acantilado. De todos modos, seguía viendo a Edward en el
instituto, porque no había nada que mi progenitor pudiera hacer al respecto. Y
además, Edward pasaba casi todas las noches en mi habitación,
aunque Charlie no
tuviera conocimiento del
hecho. Su habilidad
para escalar con facilidad y silenciosamente hasta mi ventana en el
segundo piso era casi tan útil como su capacidad de leer la mente de mi padre.
Por ello,
sólo podía estar
con mi novio
por las tardes, y
eso bastaba para
tenerme inquieta y para que las horas pasaran despacio. Aguantaba mi
castigo sin una sola queja, ya que, por una parte, me lo había ganado, y por otra, no soportaba la idea de hacerle
daño a
mi padre marchándome
ahora que se
avecinaba una separación
mucho más permanente, de la que
él no sabía nada, pero que estaba tan cercana en mi horizonte.
Mi padre
se sentó en
la mesa con
un gruñido y
desplegó el periódico
húmedo que había allí; a los
pocos segundos estaba chasqueando la lengua, disgustado.
—No
sé para qué lees las noticias, papá. Lo único que consigues es fastidiarte.
Me
ignoró, refunfuñándole al papel que sostenía en las manos.
—Éste
es el motivo por el que todo el mundo quiere vivir en una ciudad pequeña. ¡Es
temible!
—¿Y
qué tienen ahora de malo las ciudades grandes?
—Seattle
está echando una carrera a ver si se convierte en la capital del crimen del
país. En
las últimas dos
semanas ha habido
cinco homicidios sin
resolver. ¿Te puedes imaginar lo que es vivir con eso? - 8
-
—Creo que
Phoenix se encuentra
bastante más arriba
en cuanto a
listas de
homicidios, papá,
y yo sí he vivido
con eso —y
nunca había estado
más cerca de convertirme en víctima de uno que cuando
me mudé a esta pequeña ciudad, tan segura.
De
hecho, todavía tenía bastantes peligros acechándome a cada momento... La
cuchara me tembló en las manos, agitando el agua.
—Bueno,
pues no hay dinero que pague eso —comentó Charlie.
Dejé
de intentar salvar la cena y me senté para servirla; tuve que usar el cuchillo
de la carne para poder cortar una ración de espaguetis para Charlie y otra para
mí, mientras él me miraba con expresión avergonzada. Mi padre cubrió su porción
con salsa y comenzó a comer. Yo también
disimulé aquel engrudo
como pude y
seguí su ejemplo
sin mucho entusiasmo. Comimos en
silencio unos instantes. Charlie todavía revisaba las noticias, así que tomé mi
manoseado ejemplar de Cumbres borrascosas de donde lo había dejado en el desayuno
e intenté perderme
a mi vez
en la Inglaterra
del cambio de
siglo, mientras esperaba que en
algún momento él empezara a hablar.
Estaba
justo en la parte del regreso de Heathcliff cuando Charlie se aclaró la
garganta y arrojó el periódico al suelo.
—Tienes
razón —admitió—. Tenía un motivo para hacer esto —movió su tenedor de un lado
para otro entre la pasta gomosa—. Quería hablar contigo.
Deje
el libro a un lado. Tenía las cubiertas tan vencidas que se quedó abierto sobre
la mesa.
—Bastaba
con que lo hubieras hecho.
El
asintió y frunció las cejas.
—Si
lo recordaré para la próxima vez. Creía que haciendo la cena por ti te
ablandaría un poco.
Me
eche a reír.
—Pues ha
funcionado. Tus habilidades
culinarias me han dejado como
la seda.
¿Qué
quieres, papá?
—Bueno,
tiene que ver con Jacob.
Sentí
cómo se endurecía la expresión de mi rostro.
—¿Qué
es lo que pasa con él? —pregunté entre los labios apretados.
—Sé que
aún estáis enfadados
por lo que
te hizo, pero
actuó de modo
correcto.
Estaba
siendo responsable.
—Responsable
—repetí con tono mordaz mientras ponía los ojos en blanco—. Vale, bien, y ¿qué
pasa con él?
Esa
pregunta que había formulado de modo casual se repetía dentro de mi mente de
forma menos trivial. ¿Qué pasaba con Jacob? ¿Qué iba a hacer con él? Mi antiguo
mejor amigo que ahora era... ¿qué? ¿Mi enemigo? Me iba a dar algo.
El
rostro de Charlie se volvió súbitamente precavido.
—No
te pongas furiosa conmigo, ¿de acuerdo?
—¿Furiosa?
—Bueno,
también tiene que ver con Edward. Se me empequeñecieron los ojos. La voz de
Charlie se volvió brusca.
—Le
he dejado entrar en casa, ¿no?
—Lo has
hecho —admití—, pero
por periodos de
tiempo muy pequeños.
Claro,
también me
has dejado salir
a ratos de
vez en cuando
—continué, aunque en
plan de broma; sabía que estaba
encerrada hasta que se acabara el curso—. La verdad es que me he portado
bastante bien últimamente.
—Bueno,
pues ahí quería yo llegar, más o menos...
Y entonces
la cara de
Charlie se frunció
con una sonrisa
y un guiño
de ojos inesperado; por unos
instantes pareció veinte años más joven. Entreví una oscura y lejana
posibilidad en aquella sonrisa, pero opté por no precipitarme.
—Me
estoy liando, papá. ¿Estamos hablando de Jacob, de Edward o de mi encierro?
La
sonrisa flameó de nuevo.
—Un
poco de las tres cosas.
—¿Y
cómo se relacionan entre sí? —pregunté con cautela.
—Vale
—suspiró mientras alzaba las manos simulando una rendición—. Creo que te mereces
la libertad condicional por buen comportamiento. Te quejas sorprendentemente
poco para ser una adolescente.
Alcé
las cejas y el tono de voz al mismo tiempo.
—¿De
verdad? ¿Puedo salir?
¿A
qué venía todo
esto? Me había
resignado a estar
bajo arresto domiciliario hasta
que me mudara de forma definitiva
y Edward no había detectado ningún
cambio en los pensamientos de Charlie...
Mi
padre levantó un dedo.
—Pero
con una condición.
Mi
entusiasmo se desvaneció.
—Fantástico
—gruñí.
—Bella,
esto es más una petición que una orden, ¿vale? Eres libre, pero espero que uses
esta libertad de forma... juiciosa.
—¿Y
qué significa eso?
Suspiró
de nuevo.
—Sé
que te basta con pasar todo tu tiempo en compañía de Edward...
—También veo
a Alice —le interrumpí. La
hermana de Edward no tenía unas
horas limitadas de visita, ya que iba y venía a su antojo. Charlie hacía
lo que a ella le daba la gana.
—Es cierto
—asintió—, pero tú
también tienes otros
amigos además de
los Cullen,
Bella.
O al menos los tenías.
Nos
miramos fijamente el uno al otro durante un largo intervalo de tiempo.
—¿Cuándo
fue la última vez que viste a Angela Weber? —me increpó.
—El
viernes a la hora de comer —le contesté de forma instantanea.
Antes
del regreso de Edward, mis amigos se habían dividido en dos grupos. A mí me
gustaba pensar en ello en términos de los buenos contra los malos. También en
plan de «nosotros» y «ellos».
Los buenos eran
Angela, su novio
Ben Cheney y
Mike Newton; Todos me habían
perdonado generosamente por
haber enloquecido después
de la marcha de Edward. Lauren
Mallory era el núcleo de los malos, de «ellos», y casi todos los demás,
incluyendo mi primera amiga en Forks, Jessica Stanley, parecían felices de
llevar al día su agenda anti-Bella.
La
línea divisoria se había vuelto incluso más nítida una vez que Edward regresó al instituto, un
retorno que se
había cobrado su
tributo en la
amistad de Mike,
aunque Angela continuaba inquebrantablemente leal y Ben seguía su
estela.
A
pesar de la aversión natural que la mayoría de los humanos sentía hacia los
Cullen, Angela se sentaba de manera diligente al lado de Alice todos los días a
la hora de comer.
Después
de unas cuantas semanas, Angela incluso parecía encontrarse cómoda allí. Era
difícil no caer bajo el embrujo de los Cullen, una vez que alguien les daba la
oportunidad de ser encantadores.
—¿Fuera
del colegio? —me preguntó Charlie, atrayendo de nuevo mi atención.
—No
he podido ver a nadie fuera del colegio, papá. Estoy castigada, ¿te acuerdas? Y
Angela también tiene
novio, siempre está
con Ben. Si
realmente llego a
estar libre — añadí, acentuando mi escepticismo—, quizás
podamos salir los cuatro.
—Vale,
pero entonces... —dudó—. Jake y tú parecíais muy unidos, y ahora...
Le
corté.
—¿Quieres
ir al meollo de la cuestión, papá? ¿Cuál es tu condición, en realidad?
—No
creo que debas deshacerte de todos tus amigos por tu novio, Bella —espetó con
dureza—. No está bien y me da la impresión de que tu vida estaría mejor
equilibrada si hubiera más gente en ella. Lo que ocurrió el pasado
septiembre... —me estremecí—. Bien
—continuó, a
la defensiva—, aquello
no habría sucedido
si hubieras tenido
una vida aparte de Edward Cullen.
—No
fue exactamente así —murmuré.
—Quizá,
a lo mejor no.
—¿Cuál
es la condición? —le recordé.
—Que
uses tu nueva libertad para verte también con otros amigos. Que mantengas el
equilibrio.
Asentí
con lentitud.
—El equilibrio
es bueno, pero,
entonces, ¿debo cubrir
alguna cuota específica
de tiempo con ellos?
Hizo
una mueca, pero sacudió la cabeza.
—No
quiero que esto se complique de modo innecesario. Simplemente, no olvides a tus
amigos...
Éste
era un dilema con el que yo ya había comenzado a luchar. Mis amigos. Gente a la
que, por su propia seguridad, tendría que no volver a ver después de la
graduación.