jueves, 20 de marzo de 2014

Lec 20

Importancia de las redes Sociales para los Jóvenes

Profra. Alegría Fernández Gutiérrez                                                                                                     Lectura 20





Internet se ha vuelto parte esencial de nuestra vida, pero para estudiantes y jóvenes profesionales el impacto es aún mayor, veamos a continuación un estudio sobre la importancia que tiene Internet para los usuarios.
A pesar que todavía existe una brecha digital contundente, Internet para quienes pueden acceder a ella se ha convertido en el medio más importante de información y comunicación, incluso con el uso creciente de smartphones los dispositivos móviles podrían desplazar a las laptops, como el aparato predilecto de los usuarios.




Definitivamente las redes sociales son parte también de la creciente importancia de Internet para estudiantes y jóvenes profesionales, por la información a la que pueden acceder y por los contactos que hacen. 



jueves, 6 de marzo de 2014

Lectura 19


Eclipse

PROFRA. ALEGRÍA FERNÁNDEZ                                                            STEPHENIE MEYER


FUEGO Y HIELO
Unos dicen que el mundo sucumbirá en el fuego,
otros dicen que en hielo.
Por lo que yo he probado del deseo
estoy con los que apuestan por el fuego.
Pero si por dos veces el mundo pereciera
creo que conozco lo bastante el odio
para decir que, en cuanto a destrucción,
también el hielo es grande
y suficiente.
Robert Frost


Ultimátum
Bella:
No sé por qué te empeñas en enviarle notas a Billy por medio de Charlie como  si  estuviéramos  en  el  colegio.  Si  quisiera  hablar  contigo,  habría contestado la 
Ya tomaste tu decisión, ¿verdad? No puedes tenerlo todo cuando
¿Qué parte de “enemigos mortales” es la que te resulta tan complicada de mira, ya sé que me estoy comportando como un estúpido, pero es que no veo otra forma. No podemos ser amigos cuando te pasas todo el tiempo con esa pan de …
Simplemente, lo paso peor cuando pienso en ti demasiado, Así que no me escribas más
Bueno,  yo  también  te  echo  de  menos.  Mucho.  Aunque  eso  no  cambia nada. Lo siento.
Jacob

Deslicé los dedos por la página y sentí las marcas donde él había apretado con tanta fuerza el bolígrafo contra el papel que casi había llegado a romperlo. Podía imaginármelo mientras escribía, le veía garabateando aquellas palabras llenas de ira con su tosca letra, acuchillando una línea tras otra cuando sentía que las palabras empleadas no reflejaban su  voluntad,  quizá  hasta  partir  el  bolígrafo  con  esa  manaza  suya;  esto  explicaría  las manchas de tinta. Me imaginaba su frustración, lo veía fruncir las cejas negras y arrugar el ceño. Si hubiera estado allí, casi me hubiera echado a reír. Te va a dar una hemorragia cerebral, Jacob, le habría dicho. Simplemente, escúpelo.
Aunque lo último que  me apetecía en esos  momentos, al releer las palabras que  ya casi había memorizado, era echarme a reír. No me sorprendió su respuesta a mi nota de súplica,  que le  había  enviado con Billy,  a través  de  Charlie,  justo como hacíamos  en  el instituto, tal como él había señalado. Conocía en esencia el contenido de su réplica antes incluso de abrirla.
Lo  que  resultaba  sorprendente  era  lo  mucho  que  me  hería  cada  una  de  las  líneas tachadas,  como  si  los  extremos  de  las  letras  estuvieran  rematados  con  cuchillos.  Más aún, detrás de cada violento comienzo, se arrastraba un inmenso pozo de sufrimiento; la pena de Jacob me dolía más que la mía propia.
Mientras reflexionaba acerca de todo aquello, capté el olor inconfundible de algo que se quemaba en la cocina. En cualquier otro hogar no hubiera resultado preocupante que cocinase alguien que no fuera yo.
Metí  el  papel  arrugado  en  el  bolsillo  trasero  de  mis  pantalones  y  eché  a  correr, bajando las escaleras en un tiempo récord.
El  bote  de  salsa  de  espaguetis  que  Charlie  había  metido  en  el  microondas  apenas había dado una vuelta cuando tiré de la puerta y lo saqué.
—¿Qué es lo que he hecho mal? —inquirió Charlie.
—Se  supone  que  debes  quitarle  la  tapa  primero,  papá.  El  metal  no  va  bien  en  los microondas.
La retiré precipitadamente mientras hablaba; vertí la mitad de la salsa en un cuenco para luego introducirlo en el microondas y devolví el bote al frigorífico; ajusté el tiempo y apreté el botón del encendido.
Charlie observó mis arreglos con los labios fruncidos.
—¿Puse bien los espaguetis, al menos?
Miré la cacerola en el fogón, el origen del olor que me había alertado.
—Estarían mejor si los hubieras movido —repuse con dulzura.
Encontré  una  cuchara  e  intenté  despegar  el  pegote  blandengue  y  chamuscado  del fondo.
Charlie suspiró.
—Bueno, ¿se puede saber qué intentas? —le pregunté.
Cruzó los brazos sobre el pecho y miró la lluvia que caía a cántaros a través de las ventanas traseras.
—No sé de qué me hablas —gruñó.
Estaba perpleja. ¿Cómo era que papá se había puesto a cocinar? ¿Y a qué se debía esa actitud hosca? Edward todavía no había llegado. Por lo general, mi padre reservaba
este  tipo  de  actitud  a  beneficio  de  mi  novio,  haciendo  cuanto  estaba  a  su  alcance  para evidenciar con claridad la acusación de persona no grata con cada una de sus posturas y palabras. Los esfuerzos de Charlie eran del todo innecesarios, ya que Edward sabía con exactitud lo que mi padre pensaba sin necesidad de la puesta en escena.
Seguí  rumiando  el  término  «novio»  con  esa  tensión  habitual  mientras  removía  la comida.  No  era  la  palabra  correcta,  en  absoluto.  Se  necesitaba  un  término  mucho  más
expresivo  para  el  compromiso  eterno,  pero  palabras  como  «destino»  y  «sino»  sonaban muy mal cuando las introducías en una conversación corriente.
Edward tenía otra palabra en mente y ese vocablo era el origen de la tensión que yo sentía. Sólo pensarla me daba dentera.
Prometida. Ag. La simple idea me hacía estremecer.
—¿Me he perdido algo? ¿Desde cuándo eres tú el que hace la cena? —le pregunté a
Charlie. El grumo de pasta burbujeaba en el agua hirviendo mientras intentaba desleírlo—
. O más bien habría que decir, «intentar» hacer la cena.
Charlie se encogió de hombros.
—No hay ninguna ley que me prohiba cocinar en mi propia casa.
—Tú sabrás —le repliqué, haciendo una mueca mientras miraba la insignia prendida en su chaqueta de cuero.
—Ja. Esa ha sido buena.
Se desprendió de la chaqueta con un encogimiento de hombros porque mi mirada le había recordado que aún la llevaba puesta, y la colgó del perchero donde guardaba sus bártulos.  El  cinturón  del  arma  ya  estaba  en  su  sitio,  pues  hacía  unas  cuantas  semanas que  no  había  tenido  necesidad  de  llevarlo  a  comisaría.  No  se  habían  dado  más desapariciones inquietantes que preocuparan a la pequeña ciudad de Forks, Washington,
ni  más  avistamientos  de  esos  gigantescos  y  misteriosos  lobos  en  los  bosques  siempre húmedos a causa de la pertinaz lluvia...
Pinché  los  espaguetis  en  silencio,  suponiendo  que  Charlie  andaría  de  un  lado  para otro  hasta  que  hablara,  cuando  le  pareciera  oportuno,  de  aquello  que  le  tenía  tan nervioso. Mi padre no era un hombre de muchas palabras y el esfuerzo de organizar una cena, con los manteles puestos y todo, me dejó bien claro que le rondaba por la cabeza un número poco frecuente de palabras.
Miré el reloj de forma rutinaria, algo que solía hacer a esas horas cada pocos minutos.
Me quedaba menos de media hora para irme.
Las tardes eran la peor parte del día para mí. Desde que mi antiguo mejor amigo, y
hombre  lobo, Jacob  Black,  se  había  chivado  de  que  había  estado  montando  en moto  a escondidas -una traición que había ideado para conseguir que mi padre no me dejara salir y no pudiera estar con mi novio, y vampiro, Edward Cullen-, sólo me permitían ver a este último desde las siete hasta las nueve y media de la noche, siempre dentro de los límites de  las  paredes  de  mi  casa  y  bajo  la  supervisión  de  la  mirada  indefectiblemente refunfuñona de mi padre.
En  realidad,  Charlie  se  había  limitado  a  aumentar  un  castigo  previo,  algo  menos estricto,  que  me  había  ganado  por  una  desaparición  sin  explicación  de  tres  días  y  un episodio de salto de acantilado. De todos modos, seguía viendo a Edward en el instituto, porque no había nada que mi progenitor pudiera hacer al respecto. Y además, Edward pasaba casi todas las noches en mi  habitación,  aunque  Charlie  no  tuviera  conocimiento  del  hecho.  Su  habilidad  para escalar con facilidad y silenciosamente hasta mi ventana en el segundo piso era casi tan útil como su capacidad de leer la mente de mi padre.
Por  ello,  sólo  podía  estar  con  mi  novio  por  las  tardes,  y  eso  bastaba  para  tenerme inquieta y para que las horas pasaran despacio. Aguantaba mi castigo sin una sola queja, ya que, por una parte, me lo había ganado, y  por otra, no soportaba la idea  de  hacerle daño  a  mi  padre  marchándome  ahora  que  se  avecinaba  una  separación  mucho  más permanente, de la que él no sabía nada, pero que estaba tan cercana en mi horizonte.
Mi  padre  se  sentó  en  la  mesa  con  un  gruñido  y  desplegó  el  periódico  húmedo  que había allí; a los pocos segundos estaba chasqueando la lengua, disgustado.
—No sé para qué lees las noticias, papá. Lo único que consigues es fastidiarte.
Me ignoró, refunfuñándole al papel que sostenía en las manos.
—Éste es el motivo por el que todo el mundo quiere vivir en una ciudad pequeña. ¡Es temible!
—¿Y qué tienen ahora de malo las ciudades grandes?
—Seattle está echando una carrera a ver si se convierte en la capital del crimen del país.  En  las  últimas  dos  semanas  ha  habido  cinco  homicidios  sin  resolver.  ¿Te  puedes imaginar lo que es vivir con eso? - 8 -
—Creo  que  Phoenix  se  encuentra  bastante  más  arriba  en  cuanto  a  listas  de
homicidios,  papá,  y  yo  sí  he  vivido  con  eso  —y  nunca  había  estado  más  cerca  de convertirme en víctima de uno que cuando me mudé a esta pequeña ciudad, tan segura.
De hecho, todavía tenía bastantes peligros acechándome a cada momento... La cuchara me tembló en las manos, agitando el agua.
—Bueno, pues no hay dinero que pague eso —comentó Charlie.
Dejé de intentar salvar la cena y me senté para servirla; tuve que usar el cuchillo de la carne para poder cortar una ración de espaguetis para Charlie y otra para mí, mientras él me miraba con expresión avergonzada. Mi padre cubrió su porción con salsa y comenzó a comer.  Yo  también  disimulé  aquel  engrudo  como  pude  y  seguí  su  ejemplo  sin  mucho entusiasmo. Comimos en silencio unos instantes. Charlie todavía revisaba las noticias, así que tomé mi manoseado ejemplar de Cumbres borrascosas de donde lo había dejado en el  desayuno  e  intenté  perderme  a  mi  vez  en  la  Inglaterra  del  cambio  de  siglo,  mientras esperaba que en algún momento él empezara a hablar.
Estaba justo en la parte del regreso de Heathcliff cuando Charlie se aclaró la garganta y arrojó el periódico al suelo.
—Tienes razón —admitió—. Tenía un motivo para hacer esto —movió su tenedor de un lado para otro entre la pasta gomosa—. Quería hablar contigo.
Deje el libro a un lado. Tenía las cubiertas tan vencidas que se quedó abierto sobre la mesa.
—Bastaba con que lo hubieras hecho.
El asintió y frunció las cejas.
—Si lo recordaré para la próxima vez. Creía que haciendo la cena por ti te ablandaría un poco.
Me eche a reír.
—Pues  ha  funcionado.  Tus  habilidades  culinarias  me  han  dejado  como  la  seda.
¿Qué quieres, papá? 
—Bueno, tiene que ver con Jacob.
Sentí cómo se endurecía la expresión de mi rostro.
—¿Qué es lo que pasa con él? —pregunté entre los labios apretados.
—Sé  que  aún  estáis  enfadados  por  lo  que  te  hizo,  pero  actuó  de  modo  correcto.
Estaba siendo responsable.
—Responsable —repetí con tono mordaz mientras ponía los ojos en blanco—. Vale, bien, y ¿qué pasa con él?
Esa pregunta que había formulado de modo casual se repetía dentro de mi mente de forma menos trivial. ¿Qué pasaba con Jacob? ¿Qué iba a hacer con él? Mi antiguo mejor amigo que ahora era... ¿qué? ¿Mi enemigo? Me iba a dar algo.
El rostro de Charlie se volvió súbitamente precavido.
—No te pongas furiosa conmigo, ¿de acuerdo?
—¿Furiosa?
—Bueno, también tiene que ver con Edward. Se me empequeñecieron los ojos. La voz de Charlie se volvió brusca.
—Le he dejado entrar en casa, ¿no?
—Lo  has  hecho  —admití—,  pero  por  periodos  de  tiempo  muy  pequeños.  Claro,
también  me  has  dejado  salir  a  ratos  de  vez  en  cuando  —continué,  aunque  en  plan  de broma; sabía que estaba encerrada hasta que se acabara el curso—. La verdad es que me he portado bastante bien últimamente.
—Bueno, pues ahí quería yo llegar, más o menos...
Y  entonces  la  cara  de  Charlie  se  frunció  con  una  sonrisa  y  un  guiño  de  ojos inesperado; por unos instantes pareció veinte años más joven. Entreví una oscura y lejana posibilidad en aquella sonrisa, pero opté por no precipitarme.
—Me estoy liando, papá. ¿Estamos hablando de Jacob, de Edward o de mi encierro?
La sonrisa flameó de nuevo.
—Un poco de las tres cosas.
—¿Y cómo se relacionan entre sí? —pregunté con cautela.
—Vale —suspiró mientras alzaba las manos simulando una rendición—. Creo que te mereces la libertad condicional por buen comportamiento. Te quejas sorprendentemente poco para ser una adolescente.
Alcé las cejas y el tono de voz al mismo tiempo.
—¿De verdad? ¿Puedo salir?
¿A qué  venía  todo  esto?  Me  había  resignado  a  estar  bajo arresto domiciliario  hasta que  me mudara de forma  definitiva  y Edward no había  detectado  ningún  cambio  en  los pensamientos de Charlie...
Mi padre levantó un dedo.
—Pero con una condición.
Mi entusiasmo se desvaneció.
—Fantástico —gruñí.
—Bella, esto es más una petición que una orden, ¿vale? Eres libre, pero espero que uses esta libertad de forma... juiciosa.
—¿Y qué significa eso?
Suspiró de nuevo.
—Sé que te basta con pasar todo tu tiempo en compañía de Edward...
—También  veo  a  Alice —le interrumpí. La hermana de Edward  no tenía  unas  horas limitadas de visita, ya que iba y venía a su antojo. Charlie hacía lo que a ella le daba la gana.
—Es  cierto  —asintió—,  pero  tú  también  tienes  otros  amigos  además  de  los  Cullen,
Bella. O al menos los tenías.
Nos miramos fijamente el uno al otro durante un largo intervalo de tiempo.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Angela Weber? —me increpó.
—El viernes a la hora de comer —le contesté de forma instantanea.

Antes del regreso de Edward, mis amigos se habían dividido en dos grupos. A mí me gustaba pensar en ello en términos de los buenos contra los malos. También en plan de «nosotros»  y  «ellos».  Los  buenos  eran  Angela,  su  novio  Ben  Cheney  y  Mike  Newton; Todos  me  habían  perdonado  generosamente  por  haber  enloquecido  después  de  la marcha de Edward. Lauren Mallory era el núcleo de los malos, de «ellos», y casi todos los demás, incluyendo mi primera amiga en Forks, Jessica Stanley, parecían felices de llevar al día su agenda anti-Bella.
La línea divisoria se había vuelto incluso más nítida una vez  que Edward regresó al instituto,  un  retorno  que  se  había  cobrado  su  tributo  en  la  amistad  de  Mike,  aunque Angela continuaba inquebrantablemente leal y Ben seguía su estela.
A pesar de la aversión natural que la mayoría de los humanos sentía hacia los Cullen, Angela se sentaba de manera diligente al lado de Alice todos los días a la hora de comer.
Después de unas cuantas semanas, Angela incluso parecía encontrarse cómoda allí. Era difícil no caer bajo el embrujo de los Cullen, una vez que alguien les daba la oportunidad de ser encantadores.
—¿Fuera del colegio? —me preguntó Charlie, atrayendo de nuevo mi atención.
—No he podido ver a nadie fuera del colegio, papá. Estoy castigada, ¿te acuerdas? Y Angela  también  tiene  novio,  siempre  está  con  Ben.  Si  realmente  llego  a  estar  libre  — añadí, acentuando mi escepticismo—, quizás podamos salir los cuatro.
—Vale, pero entonces... —dudó—. Jake y tú parecíais muy unidos, y ahora...
Le corté.
—¿Quieres ir al meollo de la cuestión, papá? ¿Cuál es tu condición, en realidad?
—No creo que debas deshacerte de todos tus amigos por tu novio, Bella —espetó con dureza—. No está bien y me da la impresión de que tu vida estaría mejor equilibrada si hubiera más gente en ella. Lo que ocurrió el pasado septiembre... —me estremecí—. Bien
—continuó,  a  la  defensiva—,  aquello  no  habría  sucedido  si  hubieras  tenido  una  vida aparte de Edward Cullen.
—No fue exactamente así —murmuré.
—Quizá, a lo mejor no.
—¿Cuál es la condición? —le recordé.
—Que uses tu nueva libertad para verte también con otros amigos. Que mantengas el equilibrio.
Asentí con lentitud.
—El  equilibrio  es  bueno,  pero,  entonces,  ¿debo  cubrir  alguna  cuota  específica  de tiempo con ellos?
Hizo una mueca, pero sacudió la cabeza.
—No quiero que esto se complique de modo innecesario. Simplemente, no olvides a tus amigos...

Éste era un dilema con el que yo ya había comenzado a luchar. Mis amigos. Gente a la que, por su propia seguridad, tendría que no volver a ver después de la graduación.