jueves, 12 de diciembre de 2013

Lectura 11

EL COLOR DE LA LIBERTAD




Había una vez un zoológico lleno de los animales más hermosos y exóticos que pudiera haber sobre la faz de tierra. Un día los encargados del zoológico trajeron un nuevo espécimen al lugar, se trataba ni más ni menos, que de un hermoso quetzal,  el cual habían atrapado por su hermoso y colorido plumaje, durante un tiempo fue la mayor atracción del lugar pero poco a poco, se fueron dando cuenta de que aquel hermoso animal comenzaba a quedarse  sin color. Todos sus tonos eran grises, blancos y negros tanto, que parecía salido de una  película antigua. Todos se preguntaban a que se debía su falta de color, y esto a su vez  lo hacía más  famoso, tanto que los mejores pintores y expertos  del mundo  entero habían visitado su zoológico tratando de colorearlo y encontrar la solución para devolverle sus colores,  pero ninguno había conseguido nada: todos los colores y pigmentos resbalaban sobre sus plumas.

Cuando pensaron que nada más se podría hacer por aquella ave,     apareció  un loco pintor,  era un tipo extraño que andaba por todas partes pintando alegremente con su pincel, nadie sabía quién era ni de donde había salido. Aquel hombre con una alegría indescriptible,  recorrió todo el zoológico admirando los hermosos colores de todos los animales que allí estaban, al llegar a la jaula donde se encontraba aquel ave de tristes colores se detuvo , observo  moviéndose de un lado a otro y dijo: ¡Yo voy a pintar a ese quetzal! saco su pincel y comenzó a pintar o mejor dicho, hacía como si pintara, porque nunca mojaba su pincel, y tampoco utilizaba lienzos sólo pintaba en el aire, todas las personas ahí presentes se preguntaban cómo haría para regresarle sus bellos colores, si solo pintaba en el aire; ¡Esta loco! Se escuchaba la voz de algunos, ¡Jamás le regresara sus alegres colores! Decían otros, y a otros tantos les hizo gracia que dijera que quería pintar al quetzal gris.


Al entrar en la jaula del quetzal, el loco  pintor comenzó a susurrarle, al tiempo que movía su seco pincel de arriba a abajo  de un lado a otro sobre el animal. Y sorprendiendo a todos, las plumas de aquel quetzal  comenzaron  a tomar los colores y tonos más vivos que un ave  pudiera  tener. Estuvo  mucho tiempo susurrando al bello animal y retocando todo su plumaje, que resultó bellísimo.

Todos quedaron asombrados por tan inexplicable acontecimiento que quisieron saber cuál era el secreto de aquel genial pintor. Él explicó cómo su pincel sólo servía para

pintar la vida real, que por eso no necesitaba usar colores, y que había podido pintar al quetzal con una sola  frase que susurró continuamente: "en sólo unos días volverás a ser libre, ya lo verás", los encargados le dijeron que por que le había dicho eso, si ellos no pretendían liberarlo ya que era el ave más hermosa que habían visto en toda su vida, a lo cual el pintor les respondió: -Amigos, no es necesario tener en cautiverio a tan bella  ave para admirar sus colores, basta mirar a nuestro alrededor y darnos cuenta que estamos rodeados de tantas bellezas, de hermosos colores que no solo en un ave podemos ver, podemos ver el hermoso azul del cielo así como los verdes prados, no privemos de la libertad de la cual todos tenemos derecho y somos merecedores de gozarla.

Y viendo la tristeza que causaba al quetzal su encierro, y la alegría por su libertad, los responsables del zoológico  finalmente lo liberaron en su hábitat  donde fue muy feliz y nunca más volvió a perder su color.

 Autor: Beth Alexandra Hernández César
1° C

Alumna de la Esc. Sec. Téc 33
“Juan Aldama”

martes, 3 de diciembre de 2013

LECTURA 10


LA FIDELIDAD EN EL AMOR





Había una vez en la antigua capital de los aztecas, Tenochtitlán (en donde ahora está el inmenso valle de México), un emperador que era muy poderoso. Unos pensaban que era sabio, otros que parco en sus alabanzas. Pero el emperador gobernaba con firmeza y esplendor, manteniendo alejadas a las feroces tribus que vivían al otro lado de las montañas.
Cuando el emperador estaba en la mitad de su vida, la emperatriz le dio un heredero para su rico reino. Era una linda y encantadora niña, a la que llamaron Ixtla. El emperador y la emperatriz la querían mucho y, como era su único hijo, la preparaban para que reinara cuando ellos murieran.
A Ixtla nunca le faltaban amigos, porque era una niña linda y cariñosa. Y cuando creció, se enamoró. Para la mayoría de las muchachas esto era un acontecimiento feliz, pero para la pobre Ixtla, no lo fue.
Su padre, que desconfiaba de todos, deseaba que ella reinara sola cuando él muriera; y le había prohibido que se casara.
Ixtla amaba a un guerrero al servicio de su padre, un fuerte y bello joven llamado Popocatépetl. Ambos se amaban más de lo que podría deciros, y, aunque eran muy felices cuando estaban juntos, sabían que la verdadera felicidad no llegaría hasta que se casaran y tuvieran hijos.
A pesar de sus súplicas, no podían convencer al emperador: Ixtla nunca se casaría.
Cuando el emperador ya era muy viejo, cayó enfermo. En ese fatídico momento las tribus enemigas del otro lado de las montañas se lanzaron sobre su reino y atacaron a sus súbditos. Sin un jefe prudente que los guiara, los soldados del emperador retrocedieron ante el ataque, hasta que todo lo que quedó de aquel gran imperio fue la ciudad de Tenochtitlán.
El emperador, enfermo, no podía designar un general que guiara a sus hombres en el combate, porque en ninguno confiaba lo suficiente. Pero sabía muy bien que si seguía pasando el tiempo y no tomaba una decisión, pronto no existiría imperio para él ni para su hija.
Entonces, lanzó una proclama: quien consiguiera vencer al ejército enemigo y lograra expulsarlo de sus dominios se casaría con su hija y regiría junto a ella los destinos del imperio.
Ixtla sintió miedo al conocer la decisión de su padre. Temía que otro valiente guerrero, y no su amado Popocatépetl, consiguiera vencer a las tribus enemigas. Prefería morir a casarse con otro.
Los soldados, al conocer la noticia, cobraron nuevos ánimos. Casarse con la princesa y regir el imperio era un premio tentador. Todos redoblaron su ardor y su astucia. Nunca antes se habían visto guerreros tan esforzados en el campo de batalla.
Pero la guerra fue larga y dura. Para entonces, las feroces tribus del otro lado de las montañas se atrincheraron en el lago de Texcoco, ante las murallas de Tenochtitlán.
Murieron muchos valientes, atravesados por los afilados machetes de obsidiana o por las lanzas. Muchos fueron también los soldados que sobresalieron por su valor en el campo de batalla.
Sin embargo, hubo uno que dobló su valentía a todos los demás y que logró sobrevivir. Era Popocatépetl, el único amor de la linda Ixtla. Al final, fue él, protegido por su grueso acolchado, empapado de sudor, quien dirigió el ataque más fuerte en la derrota del ejército enemigo y los expulsó del valle. Con gran regocijo, todos los soldados aclamaron como jefe a Popocatépetl.
Tras descansar una noche de su enorme esfuerzo, se dispusieron a llevar estas felices noticias al emperador.
Pero había algunos soldados malos que tenían envidia de Popocatépetl. Sin quedarse a descansar aquella noche, salieron sin ser vistos y al amanecer estaban ante el emperador. Y las noticias que le dieron fueron que, a pesar de que el ejército del emperador había logrado ganar la guerra, su jefe, Popocatépetl, había sido abatido en combate.
En cuanto el emperador oyó esta noticia, ordenó que el cuerno del héroe le fuera llevado para tributarle unas honras fúnebres adecuadas. Pero los malvados soldados dijeron que Popocatépetl había muerto a orillas del lago Texcoco y había caído al agua.
Pronto llegaron a oídos de la princesa Ixtla estas falsas noticias. Nada de lo que dijeran o hicieran su padre o su madre podía mitigar su dolor. Lloró y lloró, dejó de comer y de beber, y los mejores curanderos de la ciudad nada pudieron hacer para salvarla. No deseaba seguir viviendo sin su amado Popocatépetl y, al poco, exhaló su último aliento.
En el preciso momento en que moría, el victorioso desfile con Popocatépetl al frente llegaba a las puertas de la ciudad. victoriosos soldados avanzaban por las calles de la ciudad entre los vítores de la multitud, en dirección al palacio del emperador. Triunfante, Popocatépetl anunció al emperador la buena noticia de la victoria. Con lágrimas de alegría en s mejillas, pidió la mano de la princesa.
El emperador bajó la cabeza apenado. Contó al valiente guerrero las noticias falsas que le habían dado los malvados soldados, la enfermedad de su hija al conocer la falsa muerte Popocatépetl y su muerte poco antes de que él llegara.
El rostro tranquilo y rosado del joven se puso pálido; tomando su fiel espada hizo salir a aquellos falsos profetas de su destino y los desafió a todos a un combate singular: en presencia del emperador y de todos los victoriosos soldados, se batió en duelo con ellos y mató a todos aquellos hombres envidiosos. Nadie hizo el menor gesto para detenerlo.
Realizada esta tarea, se dirigió a la habitación donde yacía el cuerno de Ixtla sobre el lecho, en el reposo de la muerte. Con increíble delicadeza la tomó en sus brazos y salió del palacio y de la ciudad. Nadie hizo el menor gesto para detenerlo.
Después de alejarse de la ciudad, se detuvo e hizo señas a los soldados que le habían seguido en su duelo. Les ordenó construir una pirámide gigantesca con todas las piedras que encontraran en la llanura. Los hombres trabajaron duro y rápidamente, mientras Popocatépetl permanecía de pie ante ellos, con el cuerno muerto de la princesa en brazos.
Al ponerse el sol, el inmenso edificio estaba terminado. Se alzaba blanco e inmaculado, deslumbrante entre los moribundos rayos del sol.
Lentamente, Popocatépetl subió solo, llevando el cuerno de su amada. En la cima depositó con suavidad el cuerno de Ixtla, la princesa a la que tanto había amado, en una urna de oro.
Aquella noche durmió junto a la silenciosa tumba. Al alba, se dirigió a sus fieles soldados:
— Levantad ahora otra pirámide junto a ésta, un poco más alta que la primera, para que pueda ver la tumba de mi amada.
Con las luces púrpuras del atardecer la segunda gran pirámide estaba terminada y Popocatépetl inició su solitario ascenso de aquella mole de piedra, llevando esta vez una antorcha encendida. Al llegar a la cumbre, los soldados vieron desde abajo el humo ceniciento y la brillante llama roja iluminando la oscuridad de la noche. Poco a poco, el humo se volvió malva; después rojo fuerte, el color de la sangre.
Popocatépetl permaneció allí, alto y orgulloso, sujetando su antorcha en memoria de la linda Ixtla, que había muerto por su amor.

Llegaron las nieves, los años pasaron y las pirámides de piedra se convirtieron en montañas de cumbres blancas. Y allí están todavía. La del norte de Tenochtitlán es llamada Ixtla, Iztaccihuatl, la Mujer Blanca; la del sur, un poco más alta y todavía humeante, es llamada Popocatépetl, la Montaña Humeante.