LA FIDELIDAD EN EL AMOR
Había una vez en la antigua
capital de los aztecas, Tenochtitlán (en donde ahora está el inmenso valle de
México), un emperador que era muy poderoso. Unos pensaban que era sabio, otros
que parco en sus alabanzas. Pero el emperador gobernaba con firmeza y
esplendor, manteniendo alejadas a las feroces tribus que vivían al otro lado de
las montañas.
Cuando el emperador estaba en la
mitad de su vida, la emperatriz le dio un heredero para su rico reino. Era una
linda y encantadora niña, a la que llamaron Ixtla. El emperador y la emperatriz
la querían mucho y, como era su único hijo, la preparaban para que reinara
cuando ellos murieran.
A Ixtla nunca le faltaban amigos,
porque era una niña linda y cariñosa. Y cuando creció, se enamoró. Para la
mayoría de las muchachas esto era un acontecimiento feliz, pero para la pobre
Ixtla, no lo fue.
Su padre, que desconfiaba de
todos, deseaba que ella reinara sola cuando él muriera; y le había prohibido
que se casara.
Ixtla amaba a un guerrero al servicio
de su padre, un fuerte y bello joven llamado Popocatépetl. Ambos se amaban más
de lo que podría deciros, y, aunque eran muy felices cuando estaban juntos,
sabían que la verdadera felicidad no llegaría hasta que se casaran y tuvieran
hijos.
A pesar de sus súplicas, no
podían convencer al emperador: Ixtla nunca se casaría.
Cuando el emperador ya era muy
viejo, cayó enfermo. En ese fatídico momento las tribus enemigas del otro lado
de las montañas se lanzaron sobre su reino y atacaron a sus súbditos. Sin un
jefe prudente que los guiara, los soldados del emperador retrocedieron ante el
ataque, hasta que todo lo que quedó de aquel gran imperio fue la ciudad de
Tenochtitlán.
El emperador, enfermo, no podía
designar un general que guiara a sus hombres en el combate, porque en ninguno
confiaba lo suficiente. Pero sabía muy bien que si seguía pasando el tiempo y
no tomaba una decisión, pronto no existiría imperio para él ni para su hija.
Entonces, lanzó una proclama:
quien consiguiera vencer al ejército enemigo y lograra expulsarlo de sus
dominios se casaría con su hija y regiría junto a ella los destinos del
imperio.
Ixtla sintió miedo al conocer la
decisión de su padre. Temía que otro valiente guerrero, y no su amado
Popocatépetl, consiguiera vencer a las tribus enemigas. Prefería morir a
casarse con otro.
Los soldados, al conocer la
noticia, cobraron nuevos ánimos. Casarse con la princesa y regir el imperio era
un premio tentador. Todos redoblaron su ardor y su astucia. Nunca antes se
habían visto guerreros tan esforzados en el campo de batalla.
Pero la guerra fue larga y dura.
Para entonces, las feroces tribus del otro lado de las montañas se
atrincheraron en el lago de Texcoco, ante las murallas de Tenochtitlán.
Murieron muchos valientes,
atravesados por los afilados machetes de obsidiana o por las lanzas. Muchos
fueron también los soldados que sobresalieron por su valor en el campo de
batalla.
Sin embargo, hubo uno que dobló
su valentía a todos los demás y que logró sobrevivir. Era Popocatépetl, el
único amor de la linda Ixtla. Al final, fue él, protegido por su grueso
acolchado, empapado de sudor, quien dirigió el ataque más fuerte en la derrota
del ejército enemigo y los expulsó del valle. Con gran regocijo, todos los
soldados aclamaron como jefe a Popocatépetl.
Tras descansar una noche de su
enorme esfuerzo, se dispusieron a llevar estas felices noticias al emperador.
Pero había algunos soldados malos
que tenían envidia de Popocatépetl. Sin quedarse a descansar aquella noche,
salieron sin ser vistos y al amanecer estaban ante el emperador. Y las noticias
que le dieron fueron que, a pesar de que el ejército del emperador había
logrado ganar la guerra, su jefe, Popocatépetl, había sido abatido en combate.
En cuanto el emperador oyó esta
noticia, ordenó que el cuerno del héroe le fuera llevado para tributarle unas
honras fúnebres adecuadas. Pero los malvados soldados dijeron que Popocatépetl
había muerto a orillas del lago Texcoco y había caído al agua.
Pronto llegaron a oídos de la
princesa Ixtla estas falsas noticias. Nada de lo que dijeran o hicieran su
padre o su madre podía mitigar su dolor. Lloró y lloró, dejó de comer y de
beber, y los mejores curanderos de la ciudad nada pudieron hacer para salvarla.
No deseaba seguir viviendo sin su amado Popocatépetl y, al poco, exhaló su
último aliento.
En el preciso momento en que
moría, el victorioso desfile con Popocatépetl al frente llegaba a las puertas
de la ciudad. victoriosos soldados avanzaban por las calles de la ciudad entre
los vítores de la multitud, en dirección al palacio del emperador. Triunfante,
Popocatépetl anunció al emperador la buena noticia de la victoria. Con lágrimas
de alegría en s mejillas, pidió la mano de la princesa.
El emperador bajó la cabeza
apenado. Contó al valiente guerrero las noticias falsas que le habían dado los
malvados soldados, la enfermedad de su hija al conocer la falsa muerte
Popocatépetl y su muerte poco antes de que él llegara.
El rostro tranquilo y rosado del
joven se puso pálido; tomando su fiel espada hizo salir a aquellos falsos
profetas de su destino y los desafió a todos a un combate singular: en
presencia del emperador y de todos los victoriosos soldados, se batió en duelo
con ellos y mató a todos aquellos hombres envidiosos. Nadie hizo el menor gesto
para detenerlo.
Realizada esta tarea, se dirigió
a la habitación donde yacía el cuerno de Ixtla sobre el lecho, en el reposo de
la muerte. Con increíble delicadeza la tomó en sus brazos y salió del palacio y
de la ciudad. Nadie hizo el menor gesto para detenerlo.
Después de alejarse de la ciudad,
se detuvo e hizo señas a los soldados que le habían seguido en su duelo. Les
ordenó construir una pirámide gigantesca con todas las piedras que encontraran
en la llanura. Los hombres trabajaron duro y rápidamente, mientras Popocatépetl
permanecía de pie ante ellos, con el cuerno muerto de la princesa en brazos.
Al ponerse el sol, el inmenso
edificio estaba terminado. Se alzaba blanco e inmaculado, deslumbrante entre
los moribundos rayos del sol.
Lentamente, Popocatépetl subió
solo, llevando el cuerno de su amada. En la cima depositó con suavidad el
cuerno de Ixtla, la princesa a la que tanto había amado, en una urna de oro.
Aquella noche durmió junto a la
silenciosa tumba. Al alba, se dirigió a sus fieles soldados:
— Levantad ahora otra pirámide
junto a ésta, un poco más alta que la primera, para que pueda ver la tumba de
mi amada.
Con las luces púrpuras del
atardecer la segunda gran pirámide estaba terminada y Popocatépetl inició su
solitario ascenso de aquella mole de piedra, llevando esta vez una antorcha
encendida. Al llegar a la cumbre, los soldados vieron desde abajo el humo
ceniciento y la brillante llama roja iluminando la oscuridad de la noche. Poco
a poco, el humo se volvió malva; después rojo fuerte, el color de la sangre.
Popocatépetl permaneció allí,
alto y orgulloso, sujetando su antorcha en memoria de la linda Ixtla, que había
muerto por su amor.
Llegaron las nieves, los años
pasaron y las pirámides de piedra se convirtieron en montañas de cumbres
blancas. Y allí están todavía. La del norte de Tenochtitlán es llamada Ixtla,
Iztaccihuatl, la Mujer Blanca; la del sur, un poco más alta y todavía humeante,
es llamada Popocatépetl, la Montaña Humeante.